Por Liliana Ottaviano

Los discursos de odio que vemos florecer en esta “primavera” de la que goza la derecha a lo largo y ancho del planeta, no se dan en el vacío. Hay un contexto epocal que ha corrido el velo, ha develado, lo que durante muchos años, en nuestro país, permaneció oculto.
Voy a situar el concepto de discurso a la altura del Seminario 17 (1969-1970) en el que Lacan formula su “teoría de los discursos”, definiéndolos como aquello que organiza el vínculo social y el tejido de la realidad compartida.

En ese Seminario puntualiza al discurso “...como una estructura necesaria, de algo que va mucho más allá de la palabra, siempre más o menos ocasional. Incluso prefiero, como lo hice notar un día, un discurso sin palabras. Es que en verdad sin palabras esto puede perfectamente subsistir. Subsiste en algunas relaciones fundamentales, las cuales literalmente, no podrían subsistir sin el lenguaje, sin la instauración, por medio del instrumento del lenguaje, de un cierto número de relaciones estables en cuyo interior puede, ciertamente, inscribirse algo que va mucho más allá, que es mucho más amplio de lo que hay en las enunciaciones efectivas. No existe ninguna necesidad de estos enunciados para que nuestra conducta, para que eventualmente nuestros actos, se inscriban en el cuadro de ciertos enunciados primordiales”. Podemos agregar, entonces, que mediante el lenguaje se instalan ciertas relaciones en las que se puede inscribir algo más amplio.

El discurso produce el advenimiento del sujeto a la vez que constituye el lazo social.

Las políticas en materia de derechos humanos implementadas por el estado argentino posibilitaron no sólo el reconocimiento y sanción de los crímenes de lesa humanidad, sino que oficiaban de límite para quienes encarnaban posiciones negacionistas.

Estamos asistiendo a otro tiempo. Un tiempo en el que no hay un exterior que oficie de límite a estos discursos de odio. Ese lugar de terceridad y de exterior lo debe ocupar la ley y el estado como garantes de que no se infrinjan las fronteras discursivas tocando el núcleo traumático del dolor, que en nuestro país tiene un significante: 30.000.
Aquel que desmiente este significante numérico o es un negacionista o es un provocador animado por esta primavera de la que goza la derecha, que para el caso viene a ser casi lo mismo. Estos movimientos negacionistas se presentan como una forma radical de la increencia pública, rechazan la política y tienen como trasfondo una adhesión a la derecha. Y esto tal vez es el síntoma de la época.

Los discursos de odio no son en el vacío. No son obra de “loquitos sueltos”. Son intentos de profanar la memoria colectiva.