El 28 de junio de 2014 se conmemoró el centenario del atentado protagonizado en Sarajevo por el militante Gavrilo Princip contra el heredero del trono del imperio austrohúngaro, Francisco Fernando, en el que también perdiera la vida su esposa Sofía Chotek. La historiografía occidental ha asumido esa fecha como el inicio de la Primera Guerra Mundial. En verdad, el ataque que, casi inesperadamente, llevó a cabo este joven nacido en Obljaj, Bosnia, en el marco de la extrema pobreza que imponía a naciones y pueblos oprimidos el absolutismo de los Habsburgo, fue un disparador que precipitó el conflicto, que dio comienzo formalmente casi un mes después. El 28 de julio, Austria Hungría declaró la guerra a Serbia. En el medio, hubo un inaceptable ultimátum que Viena cursó a Belgrado, intentando imponer condiciones humillantes, mientras terminaban de madurar las condiciones objetivas y subjetivas que conducían a la catástrofe. La gran guerra fue, en rigor, bastante más que la mera réplica a un atentado de ribetes épicos, que terminó concretando una operación que había fracasado pocas horas antes (el mismo día de San Vito y de la conmemoración de la batalla de Kosovo). Resumió las complejidades de una sorda lucha inter imperialista a la que Alemania, unificada recién en 1871, había llegado fatalmente tarde. Sabemos que el capitalismo recurrió históricamente a las guerras como forma de superar sus crisis cíclicas. Este caso no fue una excepción. Por el contrario, la conflagración estalló una vez que el capitalismo monopólico europeo había superado un modelo de baja escala y libre competencia, protagonizado por pequeños burgueses industriales y comerciantes, dejando paso a una disputa desembozada entre potencias lanzadas a la conquista de mercados de ultramar, nuevos recorridos comerciales, materias primas y otras riquezas de sus colonias o de otras a las que pensaban acceder a sangre y fuego.
La guerra, que duró más de cuatro años, contrariando las previsiones que a priori manejaban los estrategas de los bandos en pugna, significó la masacre de millones de personas, exhibió por primera vez en los campos de batalla nuevas tecnologías armamentísticas y permitió la puesta en práctica de tácticas y estrategias militares hasta entonces desconocidas. Durante la misma, se derrumbaron cuatro imperios, apareció una nueva potencia mundial y emergió el primer país socialista de la historia. Además se perpetró uno de los primeros genocidios de la historia moderna: el aniquilamiento de centenares de miles de armenios a manos de los turcos. Algunas de sus dramáticas consecuencias, empero, permanecieron invisibilizadas hasta ahora. Serbia sufrió la pérdida de una quinta parte de su población (según la Enciclopedia Libre Universal en Español, 650.000 civiles y 45000 bajas militares), conforme se lo destaca en el libro "Breve Historia de Yugoslavia" (Ed. Espasa Calpe, 1972, p. 169), estimada en cinco millones de habitante durante aquella época. Miles de ellos perecieron en campos de concentración austrohúngaros, durante el año 1915, víctimas de enfermedades tales como el tifus o la sarna.
Carlos Nino, uno de los filósofos del derecho más reconocidos en nuestro país, ha afirmado que, en materia de violaciones flagrantes a los Derechos Humanos, la IGM fue algo así como el preludio de lo que ocurriría entre 1939 y 1945: "Los intentos por impartir justicia en forma retroactiva tras la Primera Guerra Mundial enfrentaron dificultades similares a aquellas que frustrarían otros intentos a lo largo del siglo. Las potencias victoriosas de la Primera Guerra Mundial acusaron al gobierno alemán y a sus aliados de cometer atrocidades de guerra que incluían, entre otras, la despiadada invasión de Bélgica, el posterior ataque y destrucción de la milenaria ciudad de Lovaina; la toma de rehenes civiles y el posterior asesinato de muchos de ellos; la violación de mujeres; el asesinato de niños y adultos durante la ocupación de Francia; el lanzamiento de zeppelines sobre Londres, que ocasionó la muerte a doscientos civiles; el hundimiento del Lusitania que significó la pérdida de mil doscientas vidas civiles; y la ejecución de la directora de la escuela de enfermería de Bruselas, Edith Cavell. Según los escritos de Telford Taylor, estas atrocidades reflejaban la torpeza, arrogancia y absoluta brutalidad del gobierno alemán. Frente a tan repudiable conducta, el sentir popular, especialmente en Francia, exigió castigo para los autores, incluido el mismo Káiser, quien se refugió en Holanda. En respuesta, durante la Conferencia de Paz de París en 1919, las potencias victoriosas crearon la Comisión sobre la Responsabilidad de los Autores de la Guerra y para la Imposición de Sanciones. Dicha comisión emitió un informe acusando a Alemania y a sus aliados de violar las leyes de guerra, y recomendó la formación de un tribunal internacional integrado por veintidós miembros, para procesar a los responsables de estas atrocidades, incluido el Káiser. A los tribunales nacionales se les reconoció jurisdicción para procesar delitos de menor gravedad. La comisión determinó que la iniciación de guerra ofensiva no era un crimen bajo el derecho internacional, pero recomendó que dicho acto debía ser objeto de una condena moral y tipificarse en el futuro como un crimen internacional" (El castigo como respuesta a las violaciones a los Derechos Humanos. Una respuesta global", disponible en http://www.cdh.uchile.cl/media/publicaciones/pdf/18/56.pdf). En cambio, no resulta fácil encontrar datos en español sobre aquel martirio del pueblo serbio. Mucho menos, respecto de eventuales intentos de persecución o enjuiciamiento de sus responsables. Ni la efímera Sociedad de las Naciones, ni tampoco la Corte de la Haya (asociada a aquella) mostraron interés en llevar a cabo experiencias de ningún tipo, tendiente a revisar los crímenes masivos perpetrados contra la patria de Gavrilo. La Primera Gran Guerra fue, entonces, el puntapié inicial de un nuevo orden, impuesto unilateralmente por las potencias vencedoras, en el que los sujetos políticos subalternos no podían esperar un mínimo de justicia, memoria y verdad. Ni la segunda guerra, ni la creación de la ONU, ni las experiencias de control global punitivo de la modernidad, han modificado en absoluto esas asimetrías y la escandalosa selectividad que caracteriza a los procesos de enjuiciamiento y condena de los perpetradores de delitos contra la humanidad. Más bien, las han profundizado.