Por Stanley Milgram (*)
Traducción: Susan Sxhocolnik   


              La destrucción de los judíos europeos en 1933-45 no tuvo lugar como resultado de los actos de un único hombre que actuará por sí solo. Ninguna persona es omnipotente en este sentido directo. Al contrario, el poder, incluso el poder de destruir a individuos, surge a través del control de las organizaciones sociales en las cuales participan numerosos individuales. Entre estas organizaciones están el partido político, la burocracia administrativa, y la policía y las ramas militares del gobierno.
             Lo que suelda cada una de estas unidades en una fuerza monolítica capaz de ejecutar las directivas emitidas de “arriba” es la obediencia pronosticable de los participantes. La obediencia vincula los individuos a los sistemas de autoridad, y así vincula la acción individual a la intención política.
          Y es al fenómeno de la obediencia que varios comentadores han dirigido su atención, buscando explicar el holocausto nazi. Miles de alemanes comunes, notan, participaron en el trabajo del diablo, y muchos de ellos lo hicieron por un sentido apremiante del deber. La propensión a obedecer a la autoridad sin límites ni preguntas, afirma William Shirer, es la falla caracterológica básica del pueblo alemán, y es la principal responsable de la complicidad de grandes números de ellos en el terror de Auschwitz y Belsen. C.P. Snow afirma que se han cometido los crímenes más horribles en nombre de la obediencia, más que por cualquier otra causa o ideología.
           La exterminación nazi de los judíos europeos es la instancia más extrema de la perpetración de actos inmorales aborrecibles por miles de personas en nombre de la obediencia. Es el caso más extremo por: 1) el número de víctimas involucradas; 2) el status de no-combatientes de las víctimas; 3) la inclusión de mujeres, niños y ancianos en la matanza; 4) la naturaleza inocente de las víctimas conforme a cualquier norma aceptada por la justicia; 5) la naturaleza prolongada y calculada del programa: no fue una masacre impulsiva, sino un programa sólidamente concebido, que requirió una organización y el empleo de muchas personas inteligentes, provistas de habilidades técnicas y administrativas, y 6) el nivel generalizado de brutalidad y de insensibilidad demostrado hacia las víctimas.



          Sin embargo, en menor grado, este tipo de cosa ocurre constantemente: los ciudadanos comunes son mandados a destruir a otra gente, y lo hacen porque lo consideran su deber obedecer a las ordenes. De esta manera, la obediencia a la autoridad, una característica tradicionalmente alabada como virtud, toma un aspecto nuevo cuando sirve una causa malévola: lejos de quedar como virtud, es transformada en un pecado atroz. ¿O no?
La cuestión moral de obedecer o no cuando las órdenes chocan con la conciencia, fue discutida por Platón, dramatizado en Antígona, y tratado por análisis filosófico en cada época histórica. Los filósofos conservadores sostienen que la desobediencia amenaza al mismo edificio de la sociedad, y que inclusive cuando el acto prescripto por una autoridad es malo, es mejor ejecutar la orden que quebrar a la estructura de la autoridad. Hobbs afirmó más: que un acto así ejecutado no es de ninguna manera la responsabilidad de la persona que lo ejecuta, sino solamente de la autoridad que la ordena. Pero los humanistas sostienen la primacía de la conciencia individual en tales cuestiones, insistiendo que los juicios morales del individuo deben supeditar a la autoridad cuando los dos están en conflictos.
          Los aspectos legales y filosóficos de la obediencia importan enormemente, pero un científico empírico llega al punto eventualmente de querer pasar del reino del discurso abstracto a la observación cuidadosa circunstancias concretas. Para poder estudiar más de cerca el acto de obedecer, instaló un experimento sencillo en la Universidad de Yale. Eventualmente, el experimento involucró más de mil participantes y fue repartido en varias universidades, pero al principio, la concepción era sencilla.
Una persona viene a un laboratorio de psicología y le dicen que ejecute una serie de actos que entran cada vez más en conflicto con su conciencia. La pregunta principal es, ¿hasta dónde el participante cumplirá con las instrucciones del experimentados antes de negarse a ejecutar las acciones que se le exigen?
          Pero el lector necesita saber algún detalle más acerca del experimento. En esta situación dos personas vienen al laboratorio de psicología para participar en un estudio de memoria y aprendizaje. Uno de ellos está designado como “maestro” y el otro como “alumno”. El experimentado explica que el estudio se trata de los efectos del “refuerzo negativo”, sobre el aprendizaje. Al “alumno” se lo llevan dentro a un cuarto, lo sientan en un sillón, se le sujetan los brazos para evitar el movimiento excesivo, y se le fija un electrodo a la muñeca. Se le dice que debe aprender una lista de pares de palabras, cada vez que comete un error recibe un “refuerzo negativo”. La cualidad civilizada del lenguaje enmascara el hecho sencillo de que el hombre va a recibir unos choques eléctricos dolorosos. El foco verdadero del experimento es el “maestro”. Después de observar mientras el “alumno” lo atan al sillón, ése es llevado al cuarto de experimentos principal y lo sientan delante de un generador de choques impresionante. Lo más notable de este aparato es una línea horizontal de treinta llaves que varían desde 15 voltios hasta 450 voltios, con incrementos de 15 voltios.
Hay también títulos que varían desde “choque leve” hasta “peligro choque severo”. Al “maestro” se le dice que debe administrar el test de aprendizaje al hombre que está en el otro cuarto, leyendo la primera palabra de cada conjunto de pares de palabras.
Cuando el alumno responde correctamente con la segunda palabra del par, el maestro sigue con el próximo ítem, cuando el otro hombre da una respuesta incorrecta, el maestro le debe dar un choque eléctrico. Debe empezar el nivel más bajo de choques (15 voltios) y aumentar el nivel cada vez que el hombre comete un error, pasando por 30 voltios, 45 voltios y así sucesivamente.
          El “maestro” es un sujeto verdaderamente ingenuo que ha venido al laboratorio para participar de un experimento. El alumno, o víctima, es un actor que en realidad no recibe ningún choque. El objetivo del experimento es simplemente averiguar ¿hasta dónde procederá una persona en una situación concreta y mensurable en la cual le ordenan que infringe cada vez más dolor a una víctima al experimentador?
          El conflicto surge cuando el hombre que recibe el choque empieza a indicar que experimenta desagrado. Hasta el choque de 75 voltios no hay respuesta de protesta; a los 75 voltios, el alumno gruñe. A los 120 voltios, se queja verbalmente, a los 150 exige que lo saquen del experimento. Sus protestas continúan a medida que los choques se elevan, llegando a ser cada vez más intensivas y emocionales. A los 285 voltios su respuesta puede describirse únicamente como un grito de agonía.
          Los observadores concuerdan que la cualidad angustiosa del experimento se oscurece bastante en las palabras escritas. Para el sujeto, la situación no es un juego; el conflicto es intenso y manifiesto. Por un lado, el sufrimiento patente del alumno lo presiona para que desista. Por otro lado, el experimentador, una autoridad legítima con quien el sujeto se siente algo comprometido, le ordena que siga. Cada vez que el maestro vacila en administrar un choque, el experimentador aplica, sucesivamente, cuatro estímulos verbales: “Siga, por favor”; “El experimento requiere que usted siga”; “Es absolutamente necesario que usted siga”, o finalmente, “Usted no tiene otra alternativa que seguir”.
          Para desprenderse de la situación, el sujeto debe hacer una rotura clara con la autoridad. El objetivo de esta investigación era encontrar cuándo y cómo la gente desafiaría a la autoridad frente a un imperativo moral claro.
          Es verdad que entre ejecutar las órdenes de un oficial superior en tiempo de guerra y ejecutar las órdenes de un experimentador, hay diferencias enormes. Sin embargo queda la esencia de una determinada relación, porque uno puede preguntar de modo general: ¿Cómo se comporta un hombre cuando le dice una autoridad legítima que actúe en contra de un tercer individuo? En todo caso, podríamos postular que el poder del experimentador sería bastante menor que el del general, dado que ese no tiene ningún poder para reforzar sus imperativos, y porque la participación en un experimento psicológico ciertamente no evoca el sentimiento de urgencia y de dedicación que se engendra en la guerra. A pesar de estas limitaciones, pensé que sería valioso empezar una observación cuidadosa de la obediencia en esta situación modesta, a la espera de que estimulara algunos “insights” y rindiera unas proposiciones generales que se pudiera aplicar a una variedad de circunstancias.
            La reacción inicial de un lector a este experimento podría ser: ¿Para qué se molestaría una persona cuerda en administrar los primeros choques? ¿Por qué no se pararía simplemente, para luego salir caminando del laboratorio? Pero el hecho es que nadie jamás lo hace. Como el sujeto ha venido al laboratorio para ayudar al experimentador, está muy dispuesto a iniciar el procedimiento. Esto no es nada extraordinario, especialmente porque la persona que va a recibir los choques parece ser cooperativo inicialmente, aunque algo nervioso. Lo que sorprende es hasta dónde llegarán los individuos normales para cumplir con las instrucciones del experimentador. Verdaderamente, los resultados del experimento fueron a la vez sorprendentes y desalentadores. A pesar de que muchos sujetos experimentan stress, a pesar de que muchos de ellos le protestan al experimentador, una proporción considerable sigue hasta el último choque del generador.
          Muchos sujetos obedecerán al experimentador por más vehementes o insistentes que sean las demandas de la persona choqueada, por más dolorosos que le sean los choques, y por más que ruegue, grite o implore que lo suelten. Esto se vio repetidamente en nuestros estudios y ha sido observado en varias universidades donde se ha repetido el experimento. Es esta complacencia extrema de los adultos para hacer casi cualquier cosa bajo órdenes de una autoridad que constituye el hallazgo principal del estudio, y es el hecho que demanda más urgentemente una explicación.
          Una explicación ofrecida comúnmente es que los que choquearon a la víctima en el nivel más severo eran monstruos, el margen sádico de la sociedad. Pero si uno considera que casi dos tercios de los participantes están en la categoría de sujetos “obedientes” y que representan a la gente común de las clases trabajadoras administrativas y profesionales, entonces el argumento se torna muy difícil. Por cierto, recuerda mucho la polémica que surgió a raíz del libro Hannah Arendt Eichmann in Jerusalem. Arendt mantuvo que el esfuerzo de parte del acusador para pintarlo a Eichmann como monstruo sádico era fundamentalmente equívoco, que éste se aproxima más a un burócrata sin imaginación que simplemente se sentaba en su escritorio y hacía su tarea.
          Por adelantar estas ideas, Arendt llegó a ser objeto de bastante desdén, e incluso de difamación. De alguna manera, se consideraba que los actos monstruosos ejecutados por Eichmann exigía una personalidad brutal, perversa y sádica, el mal personificado. Después de ver cómo cientos de personas comunes se someten a la autoridad en nuestros propios experimentos, debo llegar a la conclusión de que la idea de Arendt de la trivialidad del mal se acerca más a la verdad de lo que uno se atreve a imaginarse. La persona común que le aplicó los choques a la víctima lo hizo por un sentimiento de obligación, una concepción de sus deberes como sujeto, y no por tendencias especialmente agresivas.
          Esta es, quizás, la lección más fundamental de nuestro estudio: que la gente común, simplemente haciendo sus tareas y sin ninguna hostilidad especial de su parte, puede llegar a ser agente de un proceso destructivo terrible. Además, aún cuando los efectos destructivos de su trabajo se les hacen patentes, y se les pide ejecutar acciones que son incompatibles con las pautas fundamentales de la moral, entonces son relativamente pocas las personas que tienen los recursos necesarios para resistir a la autoridad. Entra en juego una gama mayor de inhibiciones en contra de desobedecer a la autoridad, las cuales consiguen mantener a la persona en su lugar.
Sentados cómodamente en nuestros sillones, nos resulta fácil condenar las acciones de los sujetos obedientes. El que condena a los sujetos los compara con su propia capacidad para formular dictámenes morales ideales. Pero esta comparación es injusta. Muchos sujetos, en el nivel de la opinión declarada, están tan convencidos que cualquiera de nosotros del dictamen moral de no acción contra una víctima indefensa. Ellos también saben, en términos generales, lo que se debe hacer, y pueden declarar sus valores cuando surge la ocasión. Tiene poco y nada que ver con el verdadero comportamiento bajo la presión de las circunstancias.
          Si se le pide a una persona su juicio moral acerca del comportamiento adecuado en esta situación, verá siempre la necesidad de desobedecer. Pero no son los valores las únicas fuerzas que entran en juego en la situación real. No son más que una banda estrecha de causas en todo el espectro de las fuerzas que se ejercen sobre una persona. Muchas personas son incapaces de realizar sus valores en acciones y se encuentran en la posición de seguir con el experimento aunque protesten sobre lo que están haciendo.
          La fuerza causal que ejerce el sentido moral del individuo es menos efectiva que lo que nos hiciera el mito social.
Aunque tales prescripciones como “no matarás” ocupan un lugar preeminente en el orden moral, no ocupan una posición firme correspondiente en la estructura psíquica humana. Algunos cambios en los titulares de los diarios, un llamado a la conscripción, las órdenes de un hombre con charreteras, llevan fácilmente a que los hombres maten. Incluso las fuerzas reunidas en un experimento de psicología irán lejos en el proceso de apartar al individuo de los controles morales. Se puede poner de lado los factores morales con bastante facilidad a través de una reestructuración calcada del campo informacional y social.
          ¿Qué entonces, hace que la persona siga obedeciendo al experimentador? La respuesta consta de dos partes. Primero, hay un conjunto de “factores de enlazamiento” que encierra al sujeto en la situación. Incluyen factores tales como cortesía de su parte, su deseo de mantener su promesa inicial de ayudar al experimentador, y la dificultad implicada en retirarse. Segundo, ocurren una cantidad de reajustes en el pensamiento del sujeto que sabotean su resolución de romper con la autoridad. Los reajustes ayudan al sujeto a mantener su relación con el experimentador y a la vez reducen el stress que se debe al conflicto experimental.
          Estos reajustes son típicos del pensamiento que surge en las personas obedientes cuando una autoridad les instruyó que actúen en contra de individuos indefensos.
            Uno de los mecanismos es la tendencia del individuo a quedarse tan absorto en la mera ejecución técnica de la tarea que pierde de vista las consecuencias más amplias de su acción. La película “Dr. Strangelone” satiriza brillantemente la absorción de los tripulantes de un avión de bombardeo en el procedimiento técnico preciso y exigente para bombardear un país con armas atómicas. Análogamente, en este experimento, los sujetos queda inmersos en el aparato, leyendo los pares de palabras con una dicción exquisita y apretando las llaves con gran cuidado. Quieren producir una ejecución competente, pero muestran una preocupación moral correspondientemente más estrecha. El técnico es la persona que tiene la competencia y la habilidad necesarias para ejecutar exitosamente una acción, pero que no se preocupa por las consecuencias humanas más amplias. Análogamente, el sujeto asigna las tareas más amplias de fijar metas y evaluar la moralidad, a la autoridad experimental que sirve.
          El reajuste de pensamiento más común en el sujeto obediente es simplemente percibirse como no-responsable de sus acciones. Se deshace de la responsabilidad en cuanto atribuye toda iniciativa al experimentador, a una autoridad legítima. No se percibe como una persona que actúa de manera moralmente responsable, sino como el agente de una autoridad externa. En la entrevista post-experimental, cuando se les pregunta por qué siguieron, los sujetos responden típicamente: “no lo hubiera hecho por mi cuenta. Yo hacía simplemente lo que me dijeron que hiciera”.
Incapaces de desafiar la autoridad del experimentador, le atribuyen a él toda la responsabilidad. Es la vieja historia de “simplemente hacía mi deber” que se escuchó repetidamente en la declaración de defensa en Nuremberg. Pero sería una equivocación considerarla una disculpa formulada para la ocasión. Al contrario, es el modo de pensar fundamental de una gran cantidad de gente, una vez que esté encerrada en una posición subordinada en una estructura de autoridad. La desaparición de un sentido de responsabilidad es la consecuencia de más alcance del sometimiento a un sistema de autoridad.
          Las personas que están debajo de una autoridad ejecutan acciones que parecen violar las pautas de conciencia, pero no sería verdad declarar que el sentido moral ha verdaderamente desaparecido. En vez, adquiere un foco radicalmente diferente. Una vez que ha entrado en un sistema de autoridad, la persona no responde con un sentido moral a las acciones que ejecuta. Al contrario, su preocupación moral se cambia ahora para una consideración por cuanto satisface las expectativas que tiene de él la autoridad. En época de guerra, un soldado no se pregunta si es bueno o malo bombardear un pueblito; no experimenta ni vergüenza ni culpa cuando destruye una aldea; en cambio, siente orgullo o vergüenza en función del grado de eficacidad de su ejecución de la misión que le fue asignada.
            Otra fuerza psicológica que actúa en esta situación puede llamarse “contra-antropomorfismo”. Desde hace unas décadas, los psicólogos han tratado la tendencia primitiva entre los hombres a atribuir las cualidades de la especie humana a los objetos y fuerzas inanimadas. Una tendencia contravalente, sin embargo, es la de atribuir una cualidad impersonal a las fuerzas que son esencialmente humanas en su origen y su conservación. Algunos individuos tratan a los sistemas de origen humano como si existieran arriba y más allá de cualquier agente humano, más allá del control del capricho o del sentimiento humano. Se niega el elemento humano detrás de las agencias e instituciones. Entonces, cuando el experimentador dice: “El experimento requiere que usted siga”, el sujeto siente un imperativo que pasa más allá del deseo humano. No hace la pregunta que parecería ser tan obvia:“¿De quién es el experimento?” ¿Por qué se debe servir al diseñador mientras sufre la víctima’
Los deseos de un hombre –el diseñador del experimento- llegan a incorporarse en un esquema que ejerce una fuerza sobre la mente del sujeto que trasciende lo personal. “Debe seguir. Debe seguir”, se repite uno de los sujetos. No se da cuenta que es un hombre tal como él quien quiere que siga. Para él agente humano se ha borrado del cuadro y “El Experimento” adquiere un ímpetu propio.
          El contexto domina a la significación. Ninguna acción tiene por sí sola una cualidad psicológica inalterable. La significación de cualquier acto puede alterarse al colocarlo en el contexto apropiado. Un diario norteamericano citó recientemente a un piloto quien concedió que los norteamericanos estaban bombardeando a los hombres, mujeres y niños vietnamitas pero quien sentía que el bombardeo era por una “causa noble y que de esta manera se justificaba. Análogamente, la mayoría de los sujetos del experimento ven a su comportamiento dentro de un contexto más grande que es benévolo, y útil a ña sociedad, o sea, la búsqueda de verdad científica. A través de su articulación con la sociedad más grande, el laboratorio psicológico tiene un fuerte título la legitimación, y evoca la fe y la confianza de los que viven allí para actuar. Una acción, tal como choquear a una víctima que aisladamente parece maligno, adquiere una significación totalmente diferente cuando se lo coloca en este marco. Pero permitir que un acto sea dominado por el contexto, sin considerar debidamente las cualidades esenciales del acto que uno esté ejecutando, puede ser peligroso en extremo.
          Finalmente, un rasgo esencial de la situación en Alemania no se estudió aquí, eso es, la intensa desvalorización de la víctima antes de la acción en contra de ella. Durante más de una década, una propaganda antisemita violenta preparó sistemáticamente a la población alemana para que aceptara la destrucción de los judíos. Paso por paso, los judíos fueron excluidos de la categoría de ciudadano nacional, y finalmente se les negó el status de seres humanos. La desvalorización sistemática de la víctima provee en alguna medida una justificación psicológica para el trato brutal de la víctima, y esa ha sido el acompañamiento constante de las masacres, programas y guerras. Con toda seguridad, nuestros sujetos hubieran experimentado mayor facilidad en choquear a la víctima si ésta hubiera sido representada como vil criminal, perverso.
          Es bastante interesante, sin embargo, el hecho de que muchos sujetos desvalorizan duramente a la víctima como consecuencia de haber actuado en contra de la víctima. Comentarios tales como: “Era tan estúpido y cabeza dura que mereció ser choqueado”, fueron comunes. Una vez que habían actuado en contra de la víctima muchas personas aparentemente tenían necesidad de considerarla un individuo indigno, cuyo castigo fue inevitable a razón de sus propias deficiencias de intelecto y de carácter.
            Muchas personas que fueron estudiadas en el experimento estaban, en algún sentido, en contra de lo que le hacían al “alumno” y muchos protestaban incluso mientras obedecían. Pero entre los pensamientos, las palabras y el  paso crítico de desobedecer a una autoridad malévola, se interpone otro ingrediente, esto es, la capacidad para transformar a las creencias y valores en una acción. Algunos sujetos estaban totalmente convencidos de la maldad de lo que hacían, pero no podían llegar a una rotura abierta con la autoridad. Algunos estaban satisfechos con sus pensamientos y sintieron que, por lo menos dentro suyo, habían estado del lado de los ángeles. Lo de que no se dieron cuenta es que los sentimientos subjetivos son mayormente irrelevantes mientras no se transformen en acción. El control político se efectúa a través de la acción. Las actitudes de los guardias en un campo de concentración no tiene ninguna consecuencia cuando de hecho están permitiendo la matanza de personas inocentes delante de ellos. Análogamente, la llamada “resistencia intelectual” en Europa ocupada –en la cual personas por un giro de pensamiento sintieron que habían desafiado al invasor- era meramente entregarse a un mecanismo psicológico consolador. Las tiranías se perpetúan por hombres tímidos que no poseen el coraje para actuar de acuerdo con sus creencias. Reiteradas veces en el experimento, la gente desvalorizaba lo que hacía pero no podía juntar los recursos internos para traducir sus valores en acción.
          Otra situación experimental representa a un dilema que es más común que la que expusimos anteriormente: en esta condición hay tres “maestros” delante del generador de choques que le dan choques a la víctima que protesta. Dos de los “maestros” son aliados del experimentador. El sujeto ingenuo no llega a apretar el gatillo que manda el choque a la víctima; ejecuta el acto subsidiario de cerrar una llave maestra antes de que uno de los demás entrega el choque. En esta situación, treinta y siete de cuarenta adultos de la zona de New Haven siguieron hasta el nivel de choque más alto del generador. Tal como habíamos pronosticado, los sujetos disculparon su procedimiento diciendo que la responsabilidad era del hombre que realmente apretaba el gatillo. Esto ilustraría una situación peligrosamente típica en la sociedad compleja: es psicológicamente fácil desconocer la responsabilidad cuando uno está involucrado en una cadena de acción malévola, pero al mismo tiempo está lejos de las consecuencias finales de la acción. Aun Eichmann se sintió enfermo cuando visitó los campos de concentración, pero para participar en el homicidio en masa no tenía que hacer nada más que sentarse en un escritorio y manipular papeles. Al mismo tiempo el hombre en el campo que tiraba el Cyclon-B a las cámaras de gas puede justificar su comportamiento con la razón de que está solamente cumpliendo las órdenes de arriba. De esta manera, hay una fragmentación del acto humano total; ningún hombre solo decide llevar a cabo el acto malévolo y es enfrentado con sus consecuencias.
Quizás sea ésta la característica más común de la maldad socialmente organizada en la sociedad moderna.
            El problema de la obediencia, entonces, no es enteramente psicológico. El tipo y la forma de la sociedad y la manera de que se está desarrollando tienen mucho que ver con ello. Hubo una época, quizás, cuando los hombres podían dar una respuesta plenamente humana a cualquier situación, porque estaban plenamente absorbidos en ella como seres humanos. Pero en cuanto hubo una división del trabajo entre los hombres, las cosas cambiaron. Mas allá de un determinado punto, la fragmentación de la sociedad en personas que cumplen tareas limitadas y muy especiales quita parte de la cualidad humana del trabajo y de la vida. Una persona no tiene la posibilidad de ver la situación entera, sino que conoce sólo una pequeña parte de ella, y por esto, no le es posible actuar sin alguna especie de dirección global. Sin embargo, para las elecciones morales importantes, creo, el individuo debe insistir en reservarse el derecho final de decisión.
          Por supuesto, el ejército es un área donde se espera la obediencia. Sin embargo, hay cada vez más índices de que la obediencia no puede ser la regla suprema de la vida. Hay dos ejércitos en el mundo en los cuales un soldado tiene la obligación legal de desobedecer a las órdenes inmorales. Son los ejércitos de Alemania Occidental y de Israel. Quizás los judíos y los alemanes, más que nadie, han tenido la oportunidad de aprender que los hombres están perdidos si actúan solamente dentro de las alternativas que les son transmitidas desde arriba.
(*) Publicado originariamente en www.psicoanalisisfreud1.com.ar/downloads/obedienciacriminales.doc