“Paisaje creador: ¿por qué permanecemos en la Provincia?”
(7 de marzo de 1934)
En una abrupta cuesta de un amplio y
alto valle de la Selva Negra se levanta un pequeño refugio de esquiadores
(“kleine Skihutte”) a 1.150 metros de altura sobre el nivel del mar. Su planta
mide de 6 a 7 metros. El bajo techo recubre tres cuartos: la cocina, el
dormitorio y un gabinete de estudio. En el estrecho fondo del valle y en la
ladera opuesta, igualmente abrupta, yacen dispersas las granjas de los
campesinos, ampliamente emplazadas, con el gran techo que pende sobre ellas.
Cuesta arriba se extienden las praderas y las tierras destinadas a pastos, las
dehesas, hasta el bosque con sus viejos, enhiestos y negros abetos. Todo lo
domina un claro cielo soleado en cuyo resplandeciente espacio dos azores se
elevan trazando círculos.
Este es mi mundo de trabajo (“Arbeitswelt”) visto con los ojos
contemplativos del huésped o el veraneante. Yo mismo nunca miro realmente el
paisaje. Siento su transformación continua, de día y de noche, en el gran ir y
venir de las estaciones. La pesadez de la montaña y la dureza de la roca
primitiva y ancestral, el crecimiento contenido de los abetos, el lujo luminoso
y sencillo de los prados florecientes, el murmullo del arroyo de la montaña, la
austera simplicidad de los llanos totalmente recubiertos de nieve; todo esto se
agolpa y vibra allá arriba a través de la existencia diaria (“das tägliche
Dasein”). Y, nuevamente, esto no ocurre en los instantes deseados de un
sumergimiento gozoso o de una compenetración artificial, sino solamente cuando
la propia Existencia (“das eigene Dasein”) se encuentra en su propio trabajo
(“Arbeit”). Sólo el trabajo abre el ámbito de la realidad de la montaña. La
marcha del trabajo (“Der Gang der Arbeit”) permanece hundida en el acontecer
del paisaje.
Cuando en la profunda noche del invierno una furiosa tormenta de nieve
brama sacudiéndose en torno al refugio (“die Hütte”) y oscurece y oculta todo,
entonces es la hora propicia de la Filosofía. Su preguntar debe tornarse
entonces sencillo y esencial. La elaboración de cada pensamiento no puede ser
sino ardua y severa. El esfuerzo por acuñar las palabras se parece a la
resistencia de los erguidos abetos contra la tormenta.
Y es así que el trabajo filosófico no transcurre como una especie de
ocupación apartada de un extraño, sino que tiene una íntima relación con el
trabajo del campesino (“die Arbeit der Bauern”). Mi trabajo se asemeja al del
joven campesino cuando sube la pendiente remolcando el trineo de montaña y
luego, una vez bien cargado con leños de aya, lo dirige a su granja en
peligroso descenso; al pastor cuando con su andar lento y meditabundo arrea su
ganado pendiente arriba; al del campesino cuando en su granja dispone en forma
adecuada las innumerables tablillas para su techo. Allí arraiga su inmediata
pertenencia (“unmittelbare Zugehörigkeit”) a los campesinos.
El hombre de la ciudad (“Städter”) piensa que se ‘mezcla con el Pueblo’
(“unter das Volk”) tan pronto condesciende a entablar una larga conversación
con un campesino. Por las tardes, cuando durante la pausa del trabajo me siento
con los campesinos en torno de la estufa o en la mesa junto al rincón donde
está la imagen del Señor, casi nunca hablamos. Fumamos nuestras pipas en
silencio. Que el trabajo se termina en el bosque, que en la noche anterior se
metió una marta en el gallinero, que posiblemente mañana una vaca parirá, que
el campesino Oehmi ha tenido un ataque, que el tiempo pronto ‘cambiará’. La
íntima pertenencia (“innere Zugehörigkeit”) del propio trabajo a la Selva Negra
y sus hombres viene de un centenario arraigo Suabo-Alemán
(“alemannisch-schwäbischen Bodenständigkeit”) al suelo, a la tierra que nada
puede reemplazar.
Al hombre de la ciudad una estadía en el campo, como se dice, a lo más lo
‘estimula’ (“angeret”). Pero la totalidad de mi trabajo está sostenida y guiada
por el mundo de estas montañas y sus campesinos. Ahora, mi trabajo allá arriba
se ve interrumpido a menudo por largas pérdidas de tiempo debido a gestiones,
viajes para dictar conferencias, discusiones y la actividad docente de aquí abajo.
Pero tan pronto retorno arriba se aglomera, ya desde las primeras horas de
estadía en mi refugio, todo el mundo de las antiguas preguntas y, por cierto,
en la misma huella con que las dejé. Sencillamente soy trasladado al ritmo
propio del trabajo y, en el fondo, no domino en ningún caso su ley oculta
(“inneres Gesetz”). Los hombres de la ciudad se maravillan a menudo de este
quedarme sólo tan largo y monótono entre los campesinos y las montañas. Sin
embargo, esto no es ningún mero y simple quedarme sólo: pero sí soledad. En
verdad en las grandes ciudades el hombre puede quedarse sólo como en ningún
otro lugar es posible. Pero allí nunca puede estar a solas. Pues la auténtica
soledad tiene la fuerza primigenia (“ureigene Macht”) que no nos aísla, sino que
arroja a la totalidad de la Existencia (“Dasein”) del hombre en la extensa
vecindad de la Esencia de todas las cosas (“des Wessens aller Dinge”).
Es posible convertirse fuera de allí en una ‘estrella de cine’
(“Berühmtheit”) en un instante mediante los periódicos y las revistas. Este es
siempre, por cierto, el camino más seguro por el que el sentimiento más
auténtico sucumbe al malentendido y llega al olvido profunda y rápidamente.
Por el contrario, la memoria campesina (“bäuerliche Gedenken”) tiene su fidelidad
(“Treue”) sencilla, segura, oculta e inaccesible. Hace poco le llegó la hora de
su muerte a una campesina allá arriba. Ella conversaba conmigo a menudo y de
buena gana, y me enseñaba viejas historias del pueblo. En su lenguaje enérgico
y lleno de imágenes conservaba todavía muchas palabras viejas y diversas
sentencias que habían llegado a ser ininteligibles para los actuales jóvenes de
nuestro Pueblo y, así, han desaparecido del lenguaje vivo. Todavía el año
pasado, cuando yo vivía semanas enteras en mi refugio, esta campesina, con sus
83 años, subía a menudo la abrupta cuesta que conduce a él. Quería ver, como
decía, si yo todavía estaba allí y si no me había robado de improviso algún
duende. La noche que murió la pasó conversando con sus parientes y, hora y
media antes de su fin, envió todavía un saludo al ‘Señor Profesor’ (“Herrn
Profesor”). Tal recuerdo vale incomparablemente más que el más hábil
‘reportaje’ de un periódico de circulación mundial (“Weltblatt”) sobre mi
pretendida filosofía.
El mundo de la ciudad (“städtische Welt”) está en peligro de sucumbir ante
una falsa creencia (“Irrglauben”) corruptora. Una impertinencia muy ruidosa y
muy activa y muy estetizante parece, a menudo, preocuparse por el mundo de los
campesinos y su Existencia (“Dasein”). Pero con ello se niega precisamente lo
que ahora sólo hace falta: mantener la distancia de la existencia del campesino
(“bäuerlichen Dasein”); abandonar, ahora más que nunca, a la existencia del
campesino a su ley interna; ¡fuera las manos!… para no arrastrar a la
Existencia en una falsa habladuría de literatos sobre lo popular-racial
(“Volkstum”) y el amor al suelo (“Bodenständigkeit”). El campesino ni quiere ni
necesita en ningún caso esta exagerada amabilidad del hombre de la Ciudad. Lo
que ciertamente necesita y quiere es el tacto reservado respecto a su propia
esencia y a su propio modo de estar (“Eigenständigkeit”). Pero muchos de los
procedentes de la gran ciudad y de los turistas, y no en último término los
esquiadores, se comportan a menudo en la aldea o en la granja del campesino
como si se ‘divirtieran’ en sus salones de entretenimiento y diversión de la
gran ciudad. Tal ajetreo destruye en una sola noche más de lo que puede
fomentar jamás un adoctrinamiento científico de varios decenios sobre lo
popular-racial (“Volkstum”) y las costumbres del Pueblo (“Volkskunde”).
Abandonemos toda intimación condescendiente y todo falso culto de lo
popular-racial (“Volkstümelei”); aprendamos a tomar en serio allá arriba
aquella existencia sencilla y dura. Sólo entonces nos podrá decir algo.
Hace poco recibí la segunda llamada a la Universidad de Berlín. En una
ocasión semejante me retiro de la ciudad a mi refugio. Escucho lo que dicen las
montañas, los bosques y las granjas. Voy a lo de mi viejo amigo, un campesino
de 75 años. En los periódicos ha leído sobre el llamado a Berlín. ¿Qué irá a
decir?.. Lentamente desliza la segura mirada de sus ojos claros en los míos,
mantiene los labios fuertemente apretados, me coloca su mano fielmente
circunspecta sobre mi hombro y sacude su cabeza en forma apenas perceptible.
Esto quiere decir: ¡irrevocablemente no! (“unerbittlich nein!”).
Traducción: del original alemán por Nicolás González Varela