Por Ignacio Castro Rey
La Ley se hace para un conjunto de hombres iguales ante la letra de unas tablas, un articulado o unos mandamientos. Teóricamente, en el mundo moderno y no tan moderno, las leyes están ahí como garantía de igualdad entre los ciudadanos. Incluso cuando una dictadura se dota de leyes es un paso, pues da una apariencia de que el simple arbitrio no gobierna, ni el nepotismo, ni el capricho de un solo monarca o una casta.
De algún modo, parece mentira que hoy tengamos que plantear de nuevo la cuestión de la igualdad ante la ley. Casi debería ser una vergüenza que entre nosotros tengamos que volver a discutir que una mujer y un hombre deben ganar el mismo dinero en idéntico trabajo, que un político importante debe pagar como un hombre cualquiera una infracción de tráfico, etc. Pero es evidente que todas las sociedades, incluidas las más democráticas, son una forma de poder y buscan la manera de encontrar su masa útil de desigualdad.
En todo caso, las leyes se hacen para el campo social e histórico, y nunca pretendieron (salvo en los totalitarismos modernos), invadir la vida entera de los hombres, haciéndose cargo de su existencia al completo. Es una vieja distinción de la que muchos juristas y pensadores modernos (de Locke a Arendt) se ocuparon: una cosa es la vida política, otra la existencia privada; una cosa es la historia y otra el devenir (Deleuze). Comunidad y sociedad, diría Tönnies. Dios y el César, en otro lenguaje: la justicia que es negada con frecuencia en el segundo reino puede encontrar en el primero su reparación. O acaso lo contrario, diría un ilustrado.
Es difícil en todo caso, pensando precisamente en la justicia o en la “igualdad”, escapar a algún tipo de dualidad que deje para un horizonte por venir la consumación de las aspiraciones.
Los hombres no son iguales unos a otros en esta vida. Incluso entre hermanos puede haber diferencias (de modo de ser, de carácter, de ideario) irreconciliables. Es justamente esta brutal diferencia cotidiana, siempre a un paso de la lucha de “todos contra todos” (Hobbes), la que fuerza que muy distintos gobiernos tengan que tomar medidas en el campo de las leyes para que encontremos un terreno común de contención y encuentro. En este punto, la amenaza de la ley es garantía también de un espacio de mínimos para el acuerdo, dentro de una comunidad de humanos profundamente dividida por factores religiosos, étnicos, culturales, ideológicos, etc. El Estado es la Ley y el Estado de derecho es el imperio de una ley consensuada, con vocación igualitaria.
Ahora bien, a este repaso escolar del dominio de la Ley se le pueden hacer algunas observaciones importantes, especialmente en el mundo contemporáneo. La primera es, otra vez, el peligro de que la ley acabe invadiendo el espacio entero de la vida real de los individuos y se produzca una normalización, una nivelación que acabe con las imprescindibles diferencias vitales, psicológicas y culturales. Parte de la literatura de comienzos del siglo XX y de la crítica filosófica (de Rousseau a Nietzsche, y a Kafka), alertó contra este peligro de una extensión infinita del campo de la Ley, acabando en un mundo mecanizado donde la alienación personalizada llega a ser la norma. Se puede decir que los Estados y las sociedades tienden naturalmente (si un pueblo no está atento) a este abuso tendencial de la totalización, sobre todo bajo la absolutización moderna de lo histórico.
El fin de la Historia y el gran relato ha devenido en un poder inusitado de la historia sobre la vida, y esto a través del poder microfísico del pequeño relato. Biopolítica, psicopolítica. Se puede decir también que la critica moderna alerta contra la tendencia psicológica del individuo a descansar en una nueva servidumbre voluntaria que le libra del peso de su responsabilidad personal en lograr una forma de vida propia, sin posible transferencia.
No hay, por lo demás, ninguna sociedad que deje de ser potencialmente represiva. Ninguna, por lo tanto, que no busque súbditos en vez de ciudadanos y que, al menos durante un tiempo, no utilice el miedo al exterior (los judíos, los comunistas, los musulmanes, los inmigrantes, los rusos) como disculpa para apretar la cuerda de la seguridad, estrechando el margen de las libertades cívicas y cotidianas. En este punto la corriente norteamericana de los “trascendentalistas” (Emerson, Thoreau y otros) siempre alertó de que la libertad civil, en el espacio de una nación, debe subordinase a la libertad natural.
En otras palabras, la democracia institucional debe depender de la democracia real y popular como invención constante, irrupción y fuerza libre de los hombres. Esto último también quiere decir que las leyes deben ser constantemente forzadas para adaptarlas a los tiempos y las necesidades populares. Por definición, la vida va por delante de la Ley… Y una mentalidad preventiva, tan de moda hoy día, siempre fue una carta blanca para el despotismo de Estado.
Nunca tendremos la garantía de que la Ley se haga cargo de una distribución normativa o “automática” de la justicia. Esta es algo que se logra en cada caso por la fuerza de los hombres, de los movimientos de compromiso y lucha de comunidades distintas. A veces, es una mujer o un hombre en solitario los que se enfrentan al cuerpo inerte de una ley cristalizada. ¿Quiere esto decir que debemos resistir la tendencia a confiar ciegamente en las leyes y en la neutralización anímica y muscular que la vida moderna imprime en los hombres? Aproximadamente, así es.
Paradójicamente, como hace cientos de años, todo depende de la relación que cada quien mantenga con la desigualdad interna que le constituye. En el terreno de la vida cívica, el uso real de la ley depende de la fuerza de una forma de vida (Benjamin) que no tiene otra ley que sus decisiones secretas, no consensuadas.
Por incómodo que nos resulte reconocerlo, es un estado de excepción moral el que permite que se generen nuevas leyes y el que impone el cumplimiento de algunas antiguas que siguen vigentes. Sobre todo, es el absoluto vital de una decisión, un estado de excepción moral lo que permite infringir inteligentemente una ley, inteligencia que algún día conseguirá derribarla.
¿Supone esta verdad el retorno a la “ley de la selva”? No, sólo nos recuerda que la democracia y la historia no son un nuevo Dios al que debamos ofrecer el sacrificio de nuestra radical autonomía, moral y práctica. Pensar otra cosa es un resultado del poder despótico de la historia actual. En otras palabras, un resultado del mito de la transparencia mundial y su mala literatura.