Por Ignacio Castro Rey

(La derrota de Occidente, E. Todd, ed. Akal, 2024)

Muy europeo, el libro de Todd es también un largo alegato contra la hermandad que ha sido yugulada entre nosotros. Pero el miedo físico a la delación, incluso a la socorrida acusación de negacionismo, quizá explican la ausencia de debate, en España y en otros países. Todd sitúa ya en la ausencia total de debate en Inglaterra y Francia ante el discurso de Putin del 24 de febrero de 2022, donde anunciaba la entrada de tropas en Ucrania en una «Operación Militar Especial» e intentaba explicar la invasión de Ucrania, un completo descrédito de la democracia. ¿Estamos ante un libro cancelado? Frente a tal censura, algunos intentamos en un debate reciente en Galicia abrir un espacio de libertad dentro del actual ambiente de vigilancia y censura. Acaso aquello fue sólo una primera cala en la naturaleza intrincada de lo que actual y realmente somos, incluyendo en esto las implicaciones progresistas y minoritarias con la hostilidad genocida que practica Occidente. Es posible que la clave de estos tiempos esté menos en la crueldad extrema de nuestros malvados oficiales, admirados o denostados, que en el silencio multitudinario de los justos. 

                Es conveniente no olvidar, para enfocar este libro provocador y difícil, lo que Nietzsche llamaba platonismo: la decidida voluntad occidental de elevarse por encima del común devenir terrenal, una «aversión contra el tiempo y su ‘fue'» que constituye la clave, no sólo de todos los símbolos cuasi religiosos del Progreso occidental, sino también de sus giros conceptuales, nuestra progresiva preferencia por esquemas, conceptos y modelos, en detrimento de la presencia viva de las cosas mortales. Sin la aversión puritana que funda la carrera occidental, fenómeno implícito a La derrota de Occidente, no se entendería ni el inmenso esfuerzo de despegue antisemita del III Reich ni el actual asco democrático ante Rusia, convertida en el negativo de nuestros ideales. Y el problema, para el Nietzsche que Todd no cita, no estriba en la mera existencia del concepto, relativo a una multiplicidad de cosas y útil para ordenarlas y catalogaras, sino en que poco a poco, como es esencial a la modernidad, el concepto acabe sustituyendo a la experiencia física en estado bruto. En ese caso estamos ante una sacralización de lo que nació como un instrumento, en una elevación ficticia donde la realidad desaparece a manos de la organización social. Toda la ardua investigación de Weber sobre el espíritu «platónico» del capitalismo parte de esta intuición nietzscheana, omnipresente en el libro de Todd y, a la vez, apenas mencionada.

I

No es otro el trasfondo filosófico de este libro prácticamente censurado fuera de Francia. Que sepamos, ni siquiera existe una versión para la esfera angloamericana. Giorgio Agamben fue quien lo dio a conocer en España. Curiosamente, en el conservador diario ABC, le dedicaba hace unos meses unas páginas inquietantes. Desde entonces, hasta un reciente artículo de Manuel Cruz, el silencio ha sido clamoroso. Adelantemos que lo grave no parece estar en que el libro de Todd pueda usar fuentes estadísticas discutibles, las utilice abusivamente o mal, en favor de las hipótesis de las que de antemano parte. Fuera del aparato estadístico, que el historiador y demógrafo usa con profusión, lo preocupante de La derrota de Occidente es usar el concepto weberiano de religión, que incluye su potencia cognitiva, para un diagnóstico de nuestra actual decadencia cultural y social, demográfica, económica y moral.

            Cruz tiene razón en que es el concepto antropológico de religión el eje de todo el libro. Muy lejos de Blumenberg o Löwitz, Todd analiza nuestra crisis actual como el resultado de una secularización que de ningún modo podía emanciparse de la trascendencia en categorías inmanentes, toda vez que procede de cosmovisiones religiosas simplemente degradadas. Acaban inevitablemente en una pérdida de fuerza de la religión, donde Todd –siguiendo a Weber- sitúa la savia de una nación y de toda sociedad civil. Es posible que en este punto nuestro antropólogo e historiador, como buen francés, sobrestime el papel del protestantismo norteño en menoscabo del catolicismo sureño. Pero la hipótesis no varía. Lo característico de la modernidad, y esto es lo que ahora ha entrado en crisis, es aferrarse a una religión siempre triunfante, con el agravante de que gradualmente la religión es reducida a un «estado cero» cuya consistencia no sirve para cohesionar una sociedad. No estamos ya en el relativismo escéptico de una posmodernidad donde han caído los «grandes relatos», pero cuya alta cultura aún conserva la ilusión del avance. Ese estadio sería todavía algo así como el grado zombi de nuestras sociedades. Ahora estamos en el grado cero, donde la inercia del adelgazamiento espiritual ha cristalizado en otro dogmatismo, en una redoblada ceguera ante la diversidad del mundo. La órbita neocon que toma cuerpo en la «oligarquía liberal» que gobierna Occidente ha optado por una duplicación de la violencia (p. 47) como forma de disfrazar su crisis de valores, su pérdida de influencia y el vértigo consiguiente.

            Así pues, aunque La derrota de Occidente errase en las fuentes estadísticas, cosa que no es probable en tal rigor historiográfico, se mantendría la provocación de un diagnóstico que ve en el desmantelamiento de la religiosidad la pérdida del vigor social, moral y económico. Para Todd es la liquidación de la energía religiosa, en una variante autista de lo que los escritores rusos del XIX llamaban nihilismo, lo que explica la impotencia de Occidente ante el mundo multifocal que actualmente se abre. El uso de la violencia en Ucrania, en Gaza y medio mundo –incluida la violencia suicida del mass killer– es la expresión de un agotamiento de los recursos morales, ideológicos y religiosos. El declive demográfico y de las estructuras familiares vendría de una crisis religiosa a manos de eso que se llamó nihilismo, que ahora Occidente, en el grado cero de su religión, quiere convertir en una especie de nuevo dogma, aunque carente de verdades comunes y vinculantes. Cuando el nihilismo se convierte en el sustrato social, insiste hasta el final Todd, todo es posible; cualquier cosa, incluido lo peor.

            A la manera de un antropólogo maduro, Todd se sitúa muy lejos de nuestra actual obsesión laica de encontrar una inmanencia correcta que nos salve del reto y la dificultad de lo trascendente. Un extraño y reciente Manifiesto conspiracionista, un libro mucho más agresivo que éste, pero también menos creyente en la posibilidad de corregir el curso antes de que sobrevenga la catástrofe, sostenía una tesis similar: mientras no aceptemos la trascendencia ínsita a cada ser, Occidente está condenado al fracaso cultural ante los mundos exteriores. De ahí el redoblamiento de una violencia genocida, que según Todd ha encontrado en el nihilismo de relevo ucraniano un combustible fatal. Es posible que el analista español Rafael Poch tenga razón al decir que el actual conflicto europeo sólo se explica como un intento por tener las manos libres en Oriente Medio y tapar la masacre de Gaza. En este punto, que atañe al nombre de Israel, Todd es prudente. De cualquier modo, insiste en que emprendemos guerras que no se pueden ganar, incluso con el férreo control del aparato informativo.

II

Adelantemos que el libro de Todd no carece de defectos. Tiene al menos dos bastante llamativos. El primero, y esto  es muy «europeo», es una noción un tanto elitista y parcial de lo que es Occidente, con la ausencia destacada de referencias al universo latino y sobre todo hispano, esos seiscientos millones de personas que son cruciales en el mundo que se abre y que también desdibujan otra clave del libro, la hipótesis de una paulatina desaparición del Estado nación. La segunda carencia, más grave para un diagnóstico preciso de la violencia en este estadio cero de la religión, es la extrema prudencia en el diagnóstico de la violencia israelí, epítome de la violencia occidental en esta crisis terminal. La derrota de Occidente, de acuerdo con la biografía del propio autor y con los miedos actuales europeos, está recorrido por una preocupación constante en torno al judaísmo, también por un socorrido «antisemitismo» que sería índice de la salud democrática de una cultura. Habría que decir que aquí que , como buen francés y europeo, quizá Todd es extrañamente tímido. En el Epílogo de este libro se sigue hablando de un «conflicto palestino-israelí», habitual expresión que obvia una agresión furiosa de setenta años. Se olvida que la Alemania actual no es antisemita y, que sepamos, posee –no sólo en cuanto a Rusia y Palestina- una libertad de expresión y acción limitada. Se olvida también que el Israel actual no es exactamente antisemita, y sin embargo dista mucho de ser un modelo de democracia para los pocos –o los muchos- que disienten de su política mayoritaria.

            Volvamos a unas magníficas e inquietantes novedades. El libro de Todd es «relativamente pesimista» (p. 24). Lo es relativamente porque, aunque los BRICS aparecen muy tarde (p. 243), la emergencia de una posibilidad multipolar es el motivo de fondo de su alerta y su virulencia crítica. Todd no se extiende en esto, pero en un momento genial parte de la base de que uno de los puntos débiles de su libro es presuponer que Putin es inteligente. Para empezar, Insiste Todd, Putin es el producto de un proceso de formación del liderazgo que, como ocurre en China, es muy superior al nuestro.

            Parcialmente oculto en la proliferación de datos sorprendentes y anómalos, propios de un investigador histórico que ha buceado desesperadamente en cifras escondidas, lo más incómodo del libro de Todd es su ejercicio de antropólogo sobre nosotros. Con total impertinencia, nos trata como si fuéramos una tribu. Bajo nuestras pretensiones universalistas, somos para él una etnia local como cualquier otra, con todos los prejuicios, la mitología, los tótems y tabús propios de una cultura limitada en el dédalo de la tierra. Todd está muy lejos de intentar un brillante ejercicio meramente académico. Más bien se dedica a «simplificar» y «exagerar» para hacer visibles tendencias ocultas (p. 124 y p. 142). Las suyas son hipótesis difíciles de demostrar, pero que necesitamos desesperadamente (p. 104). No busca la perfección académica, sino la comprensión de un desastre (p. 190). Se diría que hasta las frecuentes referencias personales a su propia biografía, y a sus anteriores libros, remarcan lo que La derrota de Occidente tiene de libro urgentemente moral, de alegato contra un estadio peligroso de nuestra cultura, su casi completa ceguera con respecto al estadio actual del mundo.

            También en el plano geopolítico, siguiendo a Weber y a Freud, lo irracional e inconsciente (p. 24) es para Todd eje de nuestra poderosa presencia en el mundo. La preocupación de quien ahora (p. 48) ejerce de «antropólogo estadounidense» de los años sesenta, es no salir nunca de la matriz religiosa de las sociedades (p. 24). En tal aspecto, es posible que este libro tenga algo que ver con aquel complejo e incomprendido trabajo de Huntington donde, muy lejos de Fukuyama, se analizaban los conflictos de finales del XX desde el punto de vista de las primarias líneas de empatía religiosa y cultural que recorrían el planeta. Ya entonces El choque de civilizaciones insinuaba que difícilmente la fuerza militar podía compensar la decadencia cultural del espacio angloamericano.

            La constante obsesión de este ensayo es estudiar lo grande, la sociedad y sus grandes emblemas, desde «lo pequeño»: lo comunitario, las estructuras familiares, las discretas prohibiciones y rituales que se repiten bajo las revoluciones culturales y sociales. Nuestra cultura normativa es destripada desde una oculta cultura antropológica: la sociedad (Gesellschaft), analizada desde una oculta comunidad, una más o menos enterrada Gemeinschaft. No hay referencias a Tönnies, pero es continuamente latente en estas casi trescientas páginas. Fijémonos en un caso que podría parecer nimio: ¿qué significa el avance de la incineración frente a las prácticas tradicionales del enterramiento? En suma, qué significa hacer desaparecer los cadáveres, que no quede rastro de la muerte y que esta no pueda tomar cuerpo en una tumba, un lugar donde mirarla de frente? Lo mismo con el matrimonio homosexual o las prácticas de transición sexual. En ningún caso se trata, en este francés laico de origen vagamente religioso, de una vuelta nostálgica a valores tradicionales, sino de estudiar –por ejemplo- qué significa antropológicamente que una sociedad haya de santificar, contra natura, un matrimonio completamente desligado de la descendencia? O una elección de sexo completamente desarraigada del cuerpo real, de la herencia natal. Al margen de una ideología reaccionaria o progresista, el pensamiento de Todd no tiene ningún problema en analizar ontológica y antropológicamente los signos de nuestra deriva hacia la moralidad cero, la cultura cero, la religión cero; también, por cierto, un paralelo humor cero (p. 154).

            Dicho sea de paso, Todd nunca explicita lo que debe en estos conceptos –el nihilismo de la religión cero– a un pensador que descendía de la seriedad con que Bataille consideraba a lo simbólico: Jean Baudrillard, otra bestia negra del progresismo insularizado. Para una noción antropológica de la cultura la tierra está viva. En ningún caso parece haber mapa mudo, pues los territorios y las poblaciones están recorridos por vectores simbólicos de fuerza. La geografía habla siempre a través de las poblaciones. La antropología debe estar atenta a los signos con los que una sociedad se expresa, precisamente a través de sus pequeñas pervivencias comunitarias. Lo oculto de una sociedad puede más importante que sus grandes manifestaciones espectaculares.

            En ningún momento, sea con la religión tradicional o con su declive, esa furia religiosa –de religión cero- llamada nihilismo, Todd deja de poner en el centro de nuestra tribu el papel clave de las creencias. Y tampoco deja de analizar cómo ellas, en su crisis nihilista, han taponado lo que había que ver y oír, los signos reales a los que había que atender para que fuéramos más inteligentes ante la complejidad real que vuelve, después de décadas de predominio de cierta ficción ilustrada. Aunque no se llega a hablar de Ilustración activazombi y cero, es normal que el ciudadano medio español, italiano o francés se enfade con este libro –cosa que se vio también en el seminario de O Picón-, al fin y al cabo en él nos están tocando la religión laica del consumismo en la que hemos trasmutado una vieja pasión religiosa, inevitable en todas las etnias. La humanidad siente miedo ante un exterior que no cesa, así que es normal que se defienda como puede. La religión es clave en ese punto, aunque sea en la forma de un nihilismo furioso. La decisión de oponerse o silenciar este libro es también la vieja furia inquisitorial en negar que tenemos miedo al demonio del afuera, que el rey está desnudo o que la tierra se mueve.

            Todd no se extiende en esta categoría de lo religioso como empalizada de defensa, pero analiza nuestras pasiones laicas –el tamaño, el dinero, el espectáculo, el miedo al otro- como un resultado distorsionado de la centralidad de lo religioso. La tribu tiene miedo a los monstruos del pantano, así que es normal que distorsione todo lo que le recuerde a un exterior anómalo. Y sin embargo, dentro de su relativo pesimismo, La derrota de Occidente parece creer continuamente en la posibilidad de que los herederos de Cristo despierten de su letargo, se liberen del velo estadounidense de furia y oscurantismo y consigan hacer pie en otra comprensión del mundo. Aunque los BRICS aparezcan muy tardíamente, aunque el paradigma de Israel nunca sea radicalmente cuestionado y el universo árabe apenas sea mencionado, los otros –con el nombre preferente de rusos– no dejan nunca de representar la posibilidad de otro Occidente y otra Europa, más atentos a una trascendencia que parece pedir la misma tierra.

III

La insistencia en el nihilismo que estaría detrás de nuestra decadencia, incluso económica, sigue significando la insistencia en poner en el centro las creencias. La última religión laica occidental, y esto nos enfrenta a casi el entero resto del mundo, significa apostar de continuo por una nada segura (Nietzsche) frente al algo incierto de la existencia. Hasta en los muertos tememos ese algo incierto, por eso es necesario de tapar la lenta muerte propia con multiplicando los cadáveres destrozados de los otros. Entre nosotros hay que tapar la muerte haciendo desaparecer el cadáver del ser querido en la incineración. Nada que recuerde a una presencia viva de lo otro, en este sagrado grado cero de nuestras creencias, es tolerable nuestro tiempo lanzado, en una velocidad de escape (0/1) que se multiplica precisamente con un cero limpio, muerto. El cero no existe, pero es precisamente la base de una cultura empeñada en despegar de la naturaleza

            Todd también insinúa que Occidente ha encontrado en el recambio perpetuo, en la movilidad continua, en la obsolescencia programada de toda certeza una forma de esquivar la realidad, cualquier relación con la verdad. Religión cero también significa moralidad cero y verdad cero. En un mundo donde basta que un hombre puede sentirse mujer para hacerse mujer, o viceversa, ¿qué queda de cualquier referente. Por ejemplo, ¿cómo creerse que un pacto con Irán no puede violarse al cabo de tres meses? En general, ¿qué lugar puede ocupar alguna noción de verdad en un mundo invadido de narcisismo, individual, nacional y «global»?

            Es preciso insistir en que esta nueva visión global de nuestra condición no tiene nada que ver con el celebrado Imperio de Negri. Si bien Todd no niega que la nube de las abstracciones repetidas sea una de nuestras armas favoritas para escurrir la realidad, achaca continuamente la responsabilidad de esa huida ontológica a centros de poder bastantes precisos, particularmente, la sordera cultural de la insularidad angloamericana. Aislamiento imperial del que Europa, también la dulce Francia, lleva décadas endeudada, en parte para huir de lo trágico que es común a la especie. Todd insiste en que la decadencia cultural e ideológica de Occidente, el cénit del nihilismo, también ha significado redoblar su grado de violencia. En cierto modo, tenemos en el mass killer estadounidense –metáfora individual de lo que Chomsky llamaba primer estado delincuente– la imagen de un nihilismo que sólo encuentra en la destrucción algún tipo de referente. Como si la liquidación de todo referente exterior, como hace Israel –el ejemplo prohibido en Todd- con sus vecinos, fuera la única posibilidad de que nuestra condición democrática cero no tenga espejos, ningún destello externo que le devuelva su condición aberrante.

            Occidente destruye los mundos exteriores, sataniza a Rusia y China, para blanquear su malestar, la intuición de que en realidad ya no tiene nada que ofrecer. Esto también es el nihilismo, una conversión íntima a la nada… que debe acompañar la reducción del otro a nada. Todd llega a mostrarse piadoso (p. 245) a la hora de seguir diagnosticando este nihilismo y ponerle más nombres. ¿Por Israel, otra vez? De hecho, en su libro jamás se habla de un judaísmo cero, que tal vez sería una buena categoría para designar la nula relación con la alteridad, la de la verdad, de la sociedad hebrea actual, esa verdad que un día fue el maná de una existencia peregrina.

            Lo nuestro, parece decir Todd, es simplemente un ombligo expandido con el opiáceo de una violencia que hasta ayer ha sido impune (p. 272). Pues bien, ya no lo es, y el mundo pasa cada vez más la factura por ella. La derrota de Occidente centra en la Rusia de Putin nuestro odiado Otro, recordando que es una nación inmensa cargada con toda clase de recursos naturales. Recuerda incluso que hubo un momento en que la administración estadounidense, y la misma CIA, reconocía en los rusos una profunda diferencia cultural que había que atender, para tratarlos o combatirlos. Nunca, hasta la llegada maniquea de los neocon, se pretendió borrarla del mapa, anularla o fragmentarla. A veces Todd sugiere (p. 177) que hemos inventado a Rusia como chivo expiatorio ideal. Insiste en que la Federación Rusa es una región de la tierra vasta y despoblada, con un índice de natalidad bajo y aquejada de una dramática falta de hombres. Esto, junto con su admiración por Occidente hacen ridículo el temor de que Moscú quiera adueñarse de Europa. Quizá no es tanto eso, se sugiere en este portentoso libro, como el temor europeo y occidental hacia un contagio populista que podría venir de Rusia. Esa sería la más temible invasión de esta «democracia autoritaria» que es la actual Rusia, facilitando tal vez que los pueblos europeos se subleven contra las élites correctamente minoritarias que los maltratan.

            Sólo había tres reivindicaciones rusas innegociables (p. 84) frente a Ucrania: Crimea, la seguridad en el Donbass y la neutralidad de una Ucrania no nuclear, fuera de la OTAN. No es tan lejano a lo que pedía Kennedy en la crisis de los misiles cubanos. Pero la Francia actual, la Europa y los EEUU actuales no sólo han preferido ignorar esas tres reivindicaciones razonables. Todd repasa someramente toda la lista de agravios y agresiones que, mucho antes de Maidan y el apoyo europeo a los neonazis, han forzado a Rusia a tomar la determinación de una operación militar que Todd insiste que es militarmente muy limitada. Sólo 120 mil soldados, una cantidad proporcional a las que empleaban las naciones occidentales en las guerras coloniales (p. 86). Antes Minsk fue sólo una farsa, pero todos necesitaban entonces ganar tiempo.

            El comunismo ruso, se insiste en este libro, el comunitarismo no nació de la mente calenturienta de Lenin, sino de la propia estructura de la familia jerárquica rusa, cosa que ya reconocían viejos análisis y que hubo un tiempo que la propia CIA entendió. El mismísimo KGB, ocupándose de todos al detalle, no dejaba de ser un remedo del viejo paternalismo familiar. Nunca entendimos, para empezar, que la URSS no cayó por las presiones externas de Occidente, sino por razones internas (p. 14). Por eso mismo la gigantesca nación, para sorpresa general, se hundió con Yeltsin. Es posible que ese hundimiento haya facilitado la ilusión óptica de un estallido ruso, dificultando la comprensión de que con Putin ha vuelto para quedarse una Rusia indestructible. Todd, sin ambages, repasa los logros de este hombre, a quien considera –insistiendo que este es el punto más débil de su libro- un político inteligente. Para empezar, tiene una relación íntima con el capitalismo de libre mercado. En segundo lugar, está atento –¿lo hace Von der Leyen?- a las reivindicaciones de la clase obrera y a las necesidades populares. Ha metido en cintura a la clase oligárquica de Moscú y San Petersburgo como, por cierto, el Estado ucraniano no ha hecho con sus oligarcas. Además de esto, Putin ha logrado un descenso en picado de la mortalidad infantil, una bajada drástica del índice de suicidios, del nivel de alcoholismo y de los homicidios (p. 30). Cualquier parecido con Stalin, insiste Todd, es un disparate. Dentro de los parámetros que en este libro se denomina una «democracia autoritaria», Putin permite además una libertad casi total para entrar y salir del país. Lo que para Todd es muy importante, ha logrado un índice muy bajo de antisemitismo. Lo peor de todo, insiste La derrota de Occidente, es que Putin alimenta sin cesar un populismo peligroso para nosotros, pues nos recuerda sin cesar la forma despótica, propia de una oligarquía liberal, con que la UE y Occidente olvidan y maltratan a sus pueblos.

            Menos mal que Putin es de extrema derecha y así sólo puede tener relaciones fraternales con China, Cuba, Venezuela, Irán y Corea del Norte. ¿Es posible que tampoco a ese hombre le perdonemos sostener una intransigencia común, tradicional y humanista que el progresismo minoritario, elitista y políticamente correcto, ha querido liquidar? En el análisis de Todd, Putin es uno de los nombres de una sensibilidad para lo común que el puritanismo de nuestra cultura insular, apoyada en el elitismo de unos medios que giran en bucle, ha bloqueado.

IV

Como antropólogo e historiador, aunque se muestre conocedor de la idiosincrasia eslava, Todd apenas entra en detalles del carácter de la cultura rusa, su pasado y su presente. Sólo recordemos que la abolición de la servidumbre en Rusia se produce en 1861, unos años antes que la abolición estadounidense de la esclavitud. Sólo recordemos que la ciencia y la literatura rusas son, desde el siglo XIX, de primer orden comparados con sus homólogos occidentales. El Caramillo de Chéjov, de 1887, dibuja ya el mapa completo de las preocupaciones actuales sobre la contaminación y la extinción de especies vegetales y animales en la tierra. El beso, del mismo médico rural llamado Anton Chéjov, es de tal complejidad, de tal panteísmo anímico donde mal y bien se mezclan –la nobleza y la servidumbre, las mujeres y los hombres, la dicha y la desdicha-, que una mentalidad típicamente occidental naufragará cien veces antes de tener una visión final equilibrada. Toda la literatura de Dostoievski está asimismo recorrida, en esa tierra tan cristiana, por un anti-puritanismo donde el Altísimo y lo Ínfimo se mezclan inextricablemente, haciendo de casi cada personaje una encarnación bifronte del endemoniado y el salvado. Estamos, no hace falta decirlo, a años luz de la predestinación protestante, muy lejos del maniqueísmo puritano que se ha adueñado en los últimos tres decenios de la cultura woke y anti-woke estadounidense.

            Si nos asomamos a Limónov, sólo el retrato de Nueva York contenido en Soy yo, Édichka, nos desbordará por todas partes a la hora de reconciliar esa audacia cognitiva con los tópicos turísticos de una cultura atrasada y brutal. Hubo un tiempo en que la literatura y el teatro angloamericanos giraban en torno a los motivos y las formas rusas. ¿Qué sería de El guardián entre el centeno sin Memorias del subsuelo? ¿De la Calle 42 sin el Tío Vania? Etcétera, etcétera. Fijémonos sólo en un detalle cultural nimio, la diferencia en el diseño de dos armas de dos de las naciones más poderosas de la tierra: el M-16 y el fusil de asalto AK 47 (Kalashnikov). Nada que ver, ni en la forma ni en la funcionalidad, entre uno y otro. En uno prima la limpieza del diseño; en el otro, capaz de hundirse en el barro y seguir disparando, prima una complejidad rústica que los rusos y sus aliados manejan muy bien. Es la misma diferencia que hay entre El beso y un relato occidental contemporáneo. De un lado, la rugosidad terrenal; del otro, la limpieza moral. Inmoral para nosotros, una rugosidad terrenal es parte de la pasión rusa por la forma, desde el contructivismo hasta la mística del cuadrado en Malévich.

            Esto por no hablar del cine de Sokurov, por ejemplo en Taurus. De Polustanok, del bielorruso Sergei Loznitsa. Si escuchásemos con atención –no lo haremos- una reciente entrevista de Duguin con Tucker Carlson, asistiríamos a un «repaso» a los orígenes de nuestro individualismo que está a cien años luz de lo que Inglaterra y EEUU nos han vendido como modernidad, una dialéctica infernal entre el aislamiento solipsista y su histérica conexión posterior. Todd no se extiende sobre toda esta constelación de señales, pero da la impresión que las tiene muy en cuenta en su toma de distancias con respecto a nuestro reciente –no tan reciente- racismo anti-eslavo. Revolotea por La derrota de Occidente, sin ser tematizado expresamente nunca, la idea de que nuestro furioso nihilismo no soporta la rugosidad panteísta de la cultura rusa, un laberinto terrenal ajeno al maniqueísmo y donde bien y mal se mezclan sin cesar. El comunitarismo se vincula también con eso, pues supone la afectividad de un cara a cara personal que se asienta en un dédalo de herencias, de tierras, ríos, apellidos y linajes.

            Religión cero, verdad cero, moralidad cero, humor cero: nuestra ortodoxia nihilista. ¿Cuál es la clave de la cultura rusa? La certeza, incluso matemática, incluso decimonónica y «nihilista», de que no existe el cero. En Chéjov y Tolstoi la vulgaridad mayoritaria está sometida a una intensa variación. Nadie es nada, tampoco en Limónov. De modo que toda nuestra cultura digital está allí envuelta por una poderosa cultura analógica de alta indefinición. Una mística del cero, en forma de llanura, de nieve infinita, de oscilaciones del rubor en los rostros, está detrás de la cultura rusa. Una mística del cero donde el vacío o la nada son siempre algo, al menos una cualidad real mínima, a veces casi imperceptible: las oscilaciones de la luz en Taurus, los estados de ánimo de los personajes en Dostoievski. El frío donde se puede pasear… o donde no se puede ni cazar.

            Muy europeo, decíamos, el libro de Todd es también una larga queja por la hermandad que ha sido yugulada. El cero como ilusión occidental cualitativa, el cero que está tras la mitología redentora de la IA y de nuestro nihilismo. El cero del recambio perpetuo, el de la pantalla en nieve y el guarismo mágico de la multiplicación del uno. Vivimos en un nihilismo consumado. Aunque ese ideal sea una forma de suicidio y lleve a la destrucción violenta de todo lo que encuentre a su paso. Todd insiste en que en el nihilismo todo es posible, hasta lo más inimaginable. Sin embargo, las ondas de expansión de este nihilismo ondulatorio se estrellarán una y otra vez contra el rompeolas ruso. Todd calcula cinco años ante la catástrofe completa de Occidente en el Este. Y su aliado privilegiado, un nihilismo ucraniano en cuya trampa ha caído Washington, no correrá mejor suerte. Las cosas han ocurrido como si el propio nihilismo ucraniano, paraíso hasta ayer de los vientres de alquiler, fuera una copia aguada del ruso. Una copia carente de raíces, lo cual ha impedido que ese nihilismo pueda volver sobre sus pasos. Las explicaciones de La derrota de Occidente sobre el suicidio lento de las élites ucranianas ante Rusia (p. 83) oscilan entre el masoquismo, la ceguera y un inconsciente paneslavismo que ha atrapado a Ucrania en una espiral de autodestrucción: «una necesidad de conflicto que revela una incapacidad para separarse». 

            Todd no es para nada un reaccionario, pero ve el cero del nihilismo en el descenso drástico de la natalidad; en la incapacidad para descender, apearse del supremacismo urbano-ilustrado y bajar a tierra. La conquista del matrimonio igualitario, donde la descendencia es imposible, nos iguala a todos en el cero. Desgajados de las raíces naturales, de la singularidad natal, personal y de género, se nos condena a flotar en la ficción un espacio virtual. Es el nihilismo llevado hasta los extremos suicidas de la intervención en el cuerpo.

            En esta economía libidinal y nihilista el mismo Estado, frente al mercado, o la derecha frente a la izquierda, dejan de tener otro sentido que el meramente escénico. Igual que las diferencias entre los ciudadanos woke y los anti-woke, pues todo es intercambiable en este fondo de indiferencia que nos arma. Es en este panorama antropológicamente transgénico donde los verdes alemanes pueden apoyar con argumentos de izquierda el sionismo y donde el ardor bélico feminista –al estilo Kaja  Kallas- se ha convertido en una fuerza nueva para las iniciativas armadas de un Occidente en estado terminal. Sin el racismo progre que ha alimentado la endogamia occidental, la indiferencia ante la matanza de Gaza sería incomprensible. Tanto en Israel como fuera, lo que asombra hoy, y hace a Occidente moralmente inferior, no es la sevicia de los malvados, sino el silencio de los justos y la ausencia de debate. RT está prohibida en Europa.

            Empujados a la indiferencia de la igualdad aritmética, Todd no tiene reparos en extenderse sobre una especie de racismo LGTBIQ+. El vacío del nihilismo empuja a una variación espectacular. Si es el individuo aislado y estresado quien ha de multiplicar los contactos, no es tan difícil imaginar la relación entre la atomización social individualista y la histerización del contacto, de la sexualidad. El espectáculo más o menos pornográfico –primeramente en la información media- es el cemento que vincula una atomización siniestra. Los hombres están separados por una versión tecnocrática de aquello mismo que les vincula. La derecha divide con el Mercado; la izquierda sistémica conecta los restos con el Estado. Una se alía con la otra para que el bloque resultante sea inapelable. Es en estas circunstancias, las de un complot político contra lo real, donde el choque con fuerzas exteriores es imprescindible para que Occidente despierte de su sueño. Minoritario y a la vez supremacista.

            El capítulo VII, «Del feminismo al belicismo», no deja de ser la crónica de una versión perversa de la consigna «Lo personal es político». Ya hace mucho que los argumentos sensibles de la mujer tienen un papel impresionante en nuestro ardor guerrero, antes de Golda Meir y Margaret Thatcher. Después de Condoleeza, Madeleine Allbright y Hillary, Kamala Harris, Sanna Marin, Úrsula y Kaja Kallas, la Viceministra europea que pidió, en nombre de los derechos humanos, partir a Rusia en trocitos. Esa ha sido nuestra estrategia «feminista» con los estados y las culturas incómodas: balcanizar y fragmentar; devolver a la edad de piedra del enfrentamiento tribal y después, si acaso, confederar. Después de las bombas de fragmentación, McDonald’s para reunirse. El progresismo vigilante aporta en el actual capitalismo sensible, no weberiano (p. 164), la fuerza que a la sola derecha le faltaría. Donde no llega Nancy Pelosi llegan Trudeau, Bono o Tarantino. Pensemos en Harari como modelo anglobal: joven y guapo, judío y progresista, homosexual y vegano, es ideal como fuerza «moral» de apoyo a la incesante campaña de Occidente sobre el exterior atrasado, despótico y heterosexual, del mundo eslavo o árabe. Evidentemente, los tiempos están cambiando. Aunque no en el sentido que pensamos en los años sesenta, pues hoy un progresismo minoritario dirige la violencia militar de un capitalismo atomizador.

            Verdad cero. ¿Qué sentido tiene mentir sobre la posibilidad de cambiar un par de cromosomas XY por otro XX? (p. 202). Si todo se puede elegir, ¿en qué queda la más mínima obligación de verdad? Si lo común tiende a cero, también lo harán la sexualidad, la seducción y el amor. ¿No es este panorama poshumano de nihilismo, donde el otro es sólo una punta estadística de nuestro capricho narcisista, donde se extiende el cultivo de mascotas como avatares ideales, gemelos de uno mismo? La libertad de expresión individualista ha pulverizado la igualdad, la fraternidad, y también la relación corporal y anímica con uno mismo. En este panorama, Todd pone a Rusia como el índice exterior de un iceberg fatal que nuestro Titanic masivo ha creado. Entiendo que en la invitación que hace este libro de atender a Rusia se nos está invitando primeramente a atender de otro modo a los pueblos, a la alteridad infinitamente minoritaria que constituye a las mayorías. 

Ignacio Castro Rey.