Por Ignacio Castro Rey
Anatomía de una caída es una película impecable que conviene ver. Thriller sobre nuestras intimidades acosadas, está fabricada casi al detalle y mantiene la atención durante sus más de dos horas. Obviamente ambiciosa, es consciente de su nivel. Así se le debe juzgar. No habría por qué juzgar nada, lo propio sería dejarse llevar. Pero como uno sufrió, y al final no acaba encantado, lo justo es explicar esa incomodidad.
Alpes franceses. La nieve y el frío configuran un elegante drama de altura. A diferencia de otros clásicos nórdicos, sin embargo, ahora no hay un fuerte debate humano y real que permita apearse del frío, compensarlo. Salvo la periodista que Sandra (Hüller) intenta seducir, y quizá el fiscal, todos se desenvuelven en el diseño de escenarios de élite. Samuel (Theis) y Sandra son escritores, pero sus respectivas pasiones literarias giran en torno a las sucesivas pruebas y argumentos que sacan de sus vidas. Pero no cualquiera puede elegir la nieve. Cuando Sandra se queja de que su marido la ha arrastrado a su lugar natal, y se vanagloria de no sonreír a los vecinos, está expresando la misma seguridad fría que vimos en la Sandra Hüller de Tony Erdmann. Naturalmente, Sandra es bisexual, como toda la gente de alto rendimiento que ha de buscar en el sexo un experiencia de riesgo. Anatomía de una caída es la «disección asombrosa» de un rompecabezas afectivo. No tan asombrosa, se podía decir, si tenemos en cuenta que los afectos están amortiguados en los cadáveres afectivos que son los personajes de esta cinta, como cuerpos dispuestos para el análisis.
Esta historia es sórdida, pero la directora sabe que juega con nuestra adaptación, blanqueando la inercia. Lo peor de la película es que lleva al extremo la habitual propia sordidez y, al hacerlo con tan buena hechura, al final salimos de la sala casi aliviados. Ante Sandra y su mundo, no nos va tan mal. El hecho de que la trama esté llena de palabras y mantenga su largometraje en un control estricto de los giros –a veces un tanto fatigosos- que saturan la historia de Sandra, no tan apasionante, pone en duda ese hechizo polémico que la directora pretende. Voluntad que también se manifiesta en el detalle insólito de que la protagonista, Sandra Hüller, presente off de record el apasionante debate que van a ver los espectadores. Y la propuesta de una ficción que debe envolver a la realidad, adelantarse a ella. Tal vez por eso los personajes de Sandra y Samuel se llaman en esta narración igual que los actores que les dan vida.
Justine Triet intenta atrapar al público con el morbo de una relación con lo peor, pero lo hace de modo tan milimetradamente abierto, con tal indeterminación calculada, que cualquier suceso de la narración tiende a la impunidad moral. En la historia apenas hay lugar para una humanidad que no esté ahormada por la ambición de la inteligencia, omnipresente en un alto nivel de confort. Los problemas económicos de los protagonistas son también de altura, casi bursátiles. Los conflictos psíquicos, amortiguados por una educación que ha hecho del niño un talento musical. Expresión de esta Europa clonada, nadie parece sufrir a fondo. Ni siquiera Daniel (Milo Machado), el hijo ciego, que pronto se sostiene en su propia y secreta estrategia. Todos además se expresan maravillosamente, incluso en los peores momentos. De algún modo, como es tradicional en los escenarios urbanos, el encanto de la vieja humanidad pasa a las mascotas. En este caso, al perro del chalé alpino.
El hecho de que en la casa de los Theis todo pueda estar grabado –servido para un juicio- indica la emoción y la inteligencia artificiales que sostiene a os protagonistas, logrando una ficción que en cierto modo se adelanta a la realidad. La importancia de lo jurídico en esta historia no deja de señalar la relevancia de la copia, la prueba y la argumentación, en un universo encauzado por el diseño. Hasta el pequeño Daniel se adapta con relativa facilidad a la crueldad del formato jurídico. Ya antes de la muerte de Samuel, la vida en esta casa parece transcurrir virtualmente, duplicada.
La relación profesional y personal entre Sandra y Vincent (Swan Arlaud), a pesar de una atracción antigua por parte de él, nunca se precipita en nada. Es un buen ejemplo de la suspensión que atrapa a los personajes. A diferencia de otras muestras del «cine procedimental», incluso en la reciente El caso Villa Caprice, apenas ninguna lágrima es creíble, ninguna humanidad sin argumentos. Todo gira en una presencia calculada, sin calor ni unas entrañas que puedan pensar. Tendría gracia recordar con precisión el detalle insólito de esa protagonista, en otro juego que funde realidad y ficción, presentando al principio el apasionante debate que verán los espectadores. Igual que tantos progres empoderados, Sandra y Samuel no parecen contener nada de la vieja humanidad de sus padres. Incluso ellos dos, como padres, no tienen mucho de padres. Y esto ya antes de una ceguera filial que parece desdorar tan luminosa familia.
En esta historia la ficción se apodera otra vez de la realidad, que es justamente lo que el público quiere. A todo cerebro, sin nada de vísceras, deseamos una realidad donde no haya referente cognitivo ni moral. De ahí la importancia de lo jurídico y lo periodístico. Incluso cuando Sandra por fin llora, poco antes cuenta un buen chiste. Ella, podríamos decir, es una especie de elegante evasora de afectos. Nunca parece dejarse llevar. Como si apenas conociese la derrota, la caída sin red. Se supone que vive en un laberinto afectivo. En realidad, ¿dónde están aquí los afectos, libres de las estrategias de cálculo? Hasta el niño y el perro parecen tener coartadas.
El mercado de la opinión, las redes, el sexo, el Estado. Todo son mecanismos de desgaste donde nadie se enfrenta abiertamente a nadie. Cuando esto ocurre, se produce un juicio para resolverlo. Ahí es donde el fiscal, en un escenario de laboratorio, simula una especie de indignación moral. Pero la relación con el diablo, con la caída que es vivir, es mínima en este cine procedimental. De alguna manera imitando a América, ocurre como si las vidas ya no fuese posibles sin el Estado y su sistema judicial, si la amenaza de la ley no propicia un encuentro. En este sentido, la película de Triet responde a la judicialización de los últimos resquicios de la vida cotidiana, simétrica a la vigilancia obscena de un público voyeur. Estado judicial y mercado amoral se alternan. Occidente ha llegado al límite de sus fuerzas, no tiene mucho más que ofrecer. Expoliados los territorios de ultramar, ahora se dedica a los resquicios recónditos de la subjetividad.
Buscando el alivio de su propia miseria, todos opinan, son opinadores descorazonados. El morbo del público responde al interés de que alguien haya caído más bajo que uno mismo. Estamos ante una película muy bien hecha, pero de interés relativo. Bajo su piel brillante, Anatomía de una caída es monótona igual que un capitalismo avanzado donde todas las diferencias son consumibles. El trabajo de Triet sólo gana enteros gracias a nuestras vidas de mierda, que ponen la pasión que en la cinta falta. El conformismo de la expectación compensa la ausencia de sangre.
Como nadie es bueno, excepto un poco el perro, salimos a la calle más dispuestos que nunca a renunciar a cualquier decisión personal, desnuda. Según Triet, todo depende de estrategias. Y del suplemento de un «sucio secretito» francés que debe lavar las almas. Estamos ante una película hecha desde el apartheid moral que nos caracteriza. Después de aguantar dos horas y media, el escándalo del mundo y sus matanzas es menor al ver que también entre nosotros hay matanzas, aunque normalmente sin tripas. No hay nada como un buen conflicto existencial para que los verdugos puedan disculpar sus crímenes en lo mucho que sufren.
Finalmente, el suspense está otra vez al servicio de una suspensión de las decisiones, cambiando recuerdos y sensaciones. ¿Es casual que Sandra tenga que hablar en inglés, la lengua del nihilismo que nos nivela, cada vez que se enfrenta a una encrucijada? Igual que en los cenáculos de la UE, se habla inglés para no decir nada, ninguna verdad. La élite que sobrevuela la realidad usa una lingua franca para relacionar lo que no tiene relación. Puro comercio de sentimientos: Triet trabaja con este nihilismo. Casi nadie en esta historia –un poco el abogado Vincent, un poco la periodista seducida- posee el erotismo de alguna inocencia. Si todos se expresan en público con una excelente oratoria es por estar entrenados en el reino del espectáculo, aunque estilizado al modo europeo. Anatomía de una caída tiene poco nuevo que contar, pues su caída ocurre con red. En bucle, como la versión musical que es obsesiva en esta historia.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 27 de diciembre de 2023