Por Ignacio Castro Rey
Después del ridículo de la inteligencia israelí en el espantoso y extraño atentado del 7 de octubre, se trataba de restaurar el pánico a «la única democracia de Oriente Medio». El rock de Apocalypse now, mientras se mataban vietnamitas, tenía así que ser ampliamente superado. Lo nuestro es un fascismo ambiental adornado con música techno, como el de esos jóvenes de las FDI que, con cualquier orientación sexual, bailan frenéticamente después de reventar palestinos con sus temibles Merkava. Pero algunas lluvias de sangre caen sobre almas mojadas. Aunque el mismísimo Elon Musk reconozca que cada niño asesinado genera diez milicianos de Hamás, ¿no se trata precisamente de hamasizar, de fanatizar al máximo el orbe musulmán? ¿Lo conseguiremos? Nos vendría de perlas para tener los misiles siempre listos y justificar de antemano el amasijo sanguinolento de cadáveres civiles. Habrá que destrozar a muchas mujeres pero, ahora que hemos aflojado la generosa ayuda humanitaria a Ucrania, municiones no nos faltan. Tampoco bombas de fósforo ni proyectiles de uranio empobrecido.
¿Qué pinta, en este espléndido panorama de carnicería ejercida en plena democracia vegetariana, las constantes alarmas tipo Que viene el Coco? Milei, Le Pen, Abascal, Trump, Orbán, Meloni… ¿De qué hablamos cuando hoy usamos el miedo a un retorno del «fascismo»? Es esencialmente una patraña, la impostura de un espantapájaros manejable. Es la coartada encubridora que hace todavía más invisible la violencia perfecta del sistema, el glamour de diversidad con el que opera el narcisismo genocida de nuestras costumbres. La matanza apocalíptica de Palestina, impune para Israel y para Estados Unidos, no se explicaría sin la inquisición institucional en que han entrado hace tiempo las democracias, una ferocidad neocon que convierte al fascismo clásico en un exótico trampantojo. Como el nihilismo occidental cree no tener ya ningún referente exterior y ha conseguido sentirse rodeado de una jungla bárbara –más sus representantes interiores, los ultras-, se puede permitir el lujo de no tener nada vitalmente afirmativo que ofrecer. Le basta con sus horribles enemigos, así que dedica buena parte de su energía a satanizar el resto de la tierra.
Ni vale la pena volver a repetir la lista de bestias, personificados o culturales, que semana tras semana acosan y refuerzan las fronteras de «Occidente». Es preciso darle forma incansable a los fantasmas externos. Intramuros, el ejemplo ideal de todos ellos es el viejo fascismo, trasmutado también en islamismo radical o en despotismo paneslavo, viejos fantasmas que blanquean la interactiva y limpia violencia simbólica del sistema. Si puede, incluso sexy. Fijémonos en el confort sonriente de cualquier reunión de Davos, la OTAN, el FMI o el G7. Las élites sionistas, de cumbre en cumbre; los pueblos, de abismo en abismo. Para justificar esta escandalosa desigualdad no hay nada como una posibilidad todavía peor, el retorno de los fachas.
¿Para qué los necesitamos? Pensemos otra vez en la suave Úrsula. Aunque partidaria impasible de la venganza sangrienta de Israel, no es de «extrema derecha». Al menos, comparada con Javier Milei. Pero a fin de cuentas qué más da, pues si ella no es «fascista» es sólo para cumplir mejor el despotismo neoliberal del imperio. ¿Recordemos con qué aplomo frío y serpentino encaraba las críticas del diputado irlandés Boyd? Igual que otras elegantes muestras de nuestro bestiario democrático –Trudeau o Rishi Sunak no le van a la zaga-, ella representa un «fascismo» tan encarnado y consumado que puede prescindir de cualquier simbología totalitaria. Mientras avanza con su casco de peluquería en la aplicación de la agenda 2030, sonríe levemente. Apenas se notan los hilos de veneno occidental en las comisuras de sus labios pintados. La izquierda debía tomar nota de este fascismo correcto, casi cool, que ya no se llama fascismo. ¿Lo hará? No, está demasiado ocupada en servir a un capitalismo reciclado.
Von der Leyen se basta sola con su equipo de maquillaje democrático. Le sobra Le Pen, ya no digamos Orbán, que serían un estorbo demasiado creyente y vehemente, demasiado explícito. ¿Para qué exhibir un ideario agresivo y abiertamente racista si este ya está cristalizado en la marcha imparable de la conspiración europea? Asomémonos a The Great Narrative, el documento Schwab & Malleret que es guía de fondo de la azulada agenda colectiva. Úrsula se basta en ella con su inglés cuasi perfecto, su resolución fría y democrática. Investida de dolor solemne, sólo hay que verla desfilando en el monumento al Holocausto de Berlín para imaginarse qué nuevos hornos crematorios, pero a fuego lento, están en su mente inescrutable. Este es el fascismo que viene, la pulcritud silenciosa de su globalismo en jet. ¿Alguien se imagina a esta mujer gritando, no ya por los niños de Gaza, sino por la muerte de su propia madre?
Tiene razón Marine Le Pen cuando insiste en que no es de extrema derecha. Con este tipo de inteligencia artificial encarnada que nos lidera, sobra el fascismo. Lo mismo vale para Yolanda Díaz, Jacinda Ardern o Boris Johnson. ¿Qué queda en ellos de corazón, de espontaneidad, de pasiones primarias? Nada. Les une la niebla, la tibieza flexible de su centrismo mundial. Se dijo cien veces, pero nadie estaba escuchando, que el calentamiento global es la cara virtual de un analógico enfriamiento local. Es fácil que Marx se haya quedado corto al retratar la crueldad sibilina, la ausencia absoluta de alma en esta burguesía socialdemócrata o derechista que nos dirige. Netanyahu arrasa Gaza y Cisjordania no con el racismo primario que explicitan algunos de sus subalternos, sino ante todo con el odio sistémico y tranquilo de una Hillary Clinton, una Kamala Harris, un Scholz. Racismo democrático que admite la bandera LGTBIQ+ ondeando sobre los tanques que aplastan palestinos. Es el sistema el que el radical en su voluntad integral de desarraigo y obediencia interactiva, y esto nos ahorra vociferantes extremistas. Estando al mando el estado de gracia democrática en la planificación del espanto, los radicales sobran. Son sólo un eventual adorno, útil para jugar con su amenaza y enseguida desmarcarse de ellos. Nuestro fascismo es fluido, como las pantallas de plasma. Hay inevitables daños sangrientos al defender la democracia, pero al menos no rajamos mujeres indefensas al estilo de Hamás o Hezbolá. Siempre hay algo potencialmente mucho peor, y eso es lo que hace sostenible el sistema.
En el reino de la trasparencia democrática el odio ha de ser modulado y progresista. Si puede, esbelto. Se dice que Sánchez no descuida el espejo ni el cuidado diario de su cuerpo. Igual que su adorado Obama, tiene mucho cuidado en no recordar la corpulencia campesina del húngaro Viktor Orbán, no digamos de Trump o Putin. Nuestro airoso despotismo ni siquiera debe parecerse a Juncker, cuya relativa humanidad le llevaba a beber como un cosaco. ¿Qué significan en realidad estos signos de adelgazamiento anímico? La gobernanza occidental debe alejarse lo más posible de lo que se llamaba carácter y su rastro de vicios, de cualquier espontaneidad, con sus gases en el vientre y sus pulsiones visibles. Hasta las emociones han de ser de centro. Si buscamos en los diccionarios el significado de «psicópata» o «sociópata», diagnósticos aplicados hasta ayer a nuestros asesinos en serie, veremos que ambas categorías clínicas se ajustan a nuestros líderes de trajes y rictus impecables. «Déficit de afectos y de remordimiento». «Narcisismo y alta capacidad intelectual». «Uso malicioso de la seducción». «Manipulación de los otros en función de un fin escondido…». Todas las variantes de un trastorno bipolar son cada día más compatibles con una normalizada visibilidad, con los recomendables ademanes telegénicos donde sobra el mal aliento y la espuma de feria en la boca.
Los medios se pasan el día denunciando formas groseras de la violencia –el machismo, la extrema derecha, el islam homófobo, la caza y los toros…-, pero todo esto es un enredo para lavar las conciencias, el dispositivo de blanqueo de una violencia interactiva tan plana como las pantallas de moda. En el plano de nuestra arrogancia autista, sigue siendo útil la frase de la socialdemócrata Golda Meir: «Podemos perdonarle a los árabes que maten a nuestros hijos. No podemos perdonarles que nos hayan obligado a matar a los suyos». Y es esta violencia afelpada, común al amplio espectro del sistema, lo que hace que Massa se sienta tranquilo y confiado ante el triunfo de Milei, incluso tras sus loas al Estado que sigue asfixiando niños prematuros en los destartalados hospitales que quedan en Palestina.
Ignacio castro Rey. Madrid