Por Eduardo Luis Aguirre
Hoy quisiera detenerme en el análisis de una conferencia dictada por el filósofo Javier Gomá, en la que el disertante produjo un muy interesante acceso al concepto de descontento. De hecho, la presentación efectuada en la Fundación Duques de Soria se tituló “La causa de nuestro actual descontento” (*).
El pensador introdujo impecablemente la idea de una condición humana no siempre percibida. Nuestra calidad de seres atencionales. De sujetos que estamos donde queremos estar para atender efectivamente a quien creemos que debemos hacerlo. De la misma manera que el niño percibe que el padre que lo conduce a una plaza para lograr un tiempo para leer el diario no está prestándole la debida atención, la contracara de esa atención es la condición latosa, la que quitando atención no da compañía.
Pues bien, si en nuestro idioma, a diferencia de otros casos, la atención se presta, esa atención debe ser devuelta. Debe ser restituida a un hijo, a un contertuliano, a un compañero, a un militante o a un candidato. Hay algo que remite a la reciprocidad y a la generosidad en la conducta de prestar y devolver. Mucho más aún si lo que se da en préstamo es el tiempo, la atención.
Por ende, el que elige una obra teatral, una mesa de bar, una tertulia, un templo, un conferenciante o el acompañamiento de un hijo debe prestar la atención debida. Con mucha mayor razón debe hacerlo quien elige a un candidato en elecciones democráticas.
Con el permiso del profesor Gomá (imagen), he de hacer un necesario recorte a su exposición. Seguiré la misma revisando su estupefacción frente al descontento generalizado en la contemporaneidad. Gomá sostiene que estamos viviendo la mejor etapa de la cultura occidental. Por lo tanto, el descontento o la frustración resultarían estados de ánimo más comprensibles en otros momentos de la historia. Pero que justamente en una era en la que la técnica produjo los más accesibles y sorprendentes adelantos y además el mundo ha evolucionado desde un pasado donde era dominante el derecho de los poderosos a un presente donde se respetan los derechos de los débiles, el descontento resultaría algo así como una anomalía. Este último es un atrevido agregado de mi propia cosecha.
Si de prestar atención se trata, permítanme poner en duda, sólo por un momento, la idea de que las democracias liberales sean el ciclo más elevado de la civilización occidental o que la modernidad haya producido un "progreso moral".
Recordemos las dos guerras mundiales, el colonialismo y el imperialismo, la utilización de bombas nucleares contra población civil, la cultura concentracionaria, los genocidios reorganizadores, la desigualdad creciente, los daños inferidos al planeta, los golpes de estado en cualquiera de sus variantes, el control punitivo global y las intervenciones humanitarias, por citar algunos acontecimientos que caracterizan a la modernidad.
Por otro lado, recordemos que la idea de futuro también es una creación moderna. En el medioevo la expectativa de vida humana era la mitad que la de un país medianamente desarrollado de la actualidad. La idea de futuro se inscribió entre las grandes contribuciones a las que más prestó la atención la modernidad. Por ende, la sociedad moderna, por su propia conformación subjetiva, por un dato cultural verificable en sus evoluciones políticas, no puede vivir sin un futuro. La idea de futuro va asociada al orden y a un progreso indefinido. Ambas son elementos cuidadosamente introducidos y completados por el positivismo, pero que lejos de perder vigencia han reconvertido su fisonomía. No es inocente la concepción del tiempo en eras. Porque cuando la idea de ascenso social y éxito económico (el “sueño americano”) se pone en crisis, sobreviene la frustración y el descontento, a lo que hay que estar tan atento como al niño que llevamos a una plaza. Porque habría que poder explicar que la ecuación entre expectativas y logros se ha quebrantado, quizás para siempre.
Es cierto que somos seres atencionales. Con mayor razón, entonces, debemos saber que prestar (atención) es un estado provisorio que puede y debe anticiparse y honrarse en su cumplimiento, sobre todo cuando el futuro parece esquivo o ficcional para millones y millones. El neoliberalismo, la fase actual del capitalismo, no solo no piensa en honrar sus banderas fundacionales, sino que ha puesto a la humanidad en un riesgo sin precedentes.