Por Eduardo Luis Aguirre
Me causa una entrañable y cálida nostalgia la lectura solitaria de aquellos teóricos magníficos de la denominada “izquierda nacional” que abundaban en los años sesenta y setenta, cuyos libros nos despertaban las pasiones más alegres y nos iluminaban respecto de las contradicciones fundamentales de un país semicolonial.
Tanto Jorge Abelardo Ramos, como Jauretche, Hernández Arregui o Cooke traducían su singular desagrado cuando los izquierdistas clásicos veían en Perón a un fascista o un filonazi. Y como, de la mano de esas oscuridades infranqueables integraron, en 1946, la Unión Democrática, un conglomerado compuesto por la oligarquía, el imperialismo, sectores de la burguesía, izquierdistas y socialistas que, puestos a laudar frente a lo que se venía, no veían otra cosa en el peronismo que el intento de reeditar las derechas extremas que habían caído derrotadas poco tiempo atrás en la IIGM.
Por lo tanto, todo lo nacional era sospechado de nazifascista, y los extraños demócratas criollos no dudaban en marchar y votar con los sectores dominantes de la colonialidad. Transcurrió desde entonces más de medio siglo. Los errores políticos de estos progresistas sin rumbo eran marcados una y otra vez por los principales exponentes de la izquierda criolla. Basta de fascismo, repetían, mientras la línea política del partido comunista argentino bajaba desde Yalta. Para la progresía, el peronismo era una suerte de continuidad del hitlerismo. El resto de la historia, más o menos, lo conocemos (al menos déjenme partir de esa certidumbre mínima).
En el firmamento siempre amenazante de nuestra enorme patria ha aparecido, de la nada (esa es la primera caracterización sobre la que volveremos) un candidato que rompió todas las ecuaciones y previsiones y puede llegar a ser el próximo presidente de la República. No es algo que diga yo, es algo que repiten alborozados algunos medios y lloran compungidos otros escribas del progresismo en franca retirada. Ojalá sea la última, por favor, porque ya sufrimos varias. Voy a citar solamente algunas para que sepan de qué estoy hablando. Borges se asumía como “un europeo en el destierro”. Silvina Bullrich decía que “su hogar estaba en París y su oficina en Buenos Aires”. Cortázar confesaba que se había ido de Buenos Aires porque “los altoparlantes con los bombos peronistas le impedían escuchar los Cuartetos de Bela Bartok” y que “prefería ser nada en la ciudad que lo es todo a ser todo en la ciudad que no es nada”.
Bueno, ahora, ante la concreta posibilidad de que el neoliberalismo más atroz vuelva a ser gobierno reaparece, como una letanía, el miedo al fascismo.
Parece increíble pero no podemos, como pueblo, hacer un ejercicio de anticipación medianamente serio de lo que vendrá. Para nuestras almas bellas Milei equivale al fascismo. Pero además demuestran un desconocimiento llamativo de las ideas en pugna. De la misma manera como el gobierno argentino fue absolutamente incapaz para llevar adelante estudios cualitativos que le permitieran precaverse de lo que se expandía después de la pandemia. Todas las pandemias generaron una furia y una frustración comprensible contra lo establecidos, las autoridades y el estado. Ocurrió durante la peste negra y volvió a acontecer ahora. En estos años, se amasó una silente sensación de frustración profunda que el gobierno no supo, no pudo o no quiso prever. No le puso ni pensamiento ni palabra a lo que ocurría al interior de los sectores populares que eran sus votantes históricos. Sin legado, sin un lugar bajo el sol, las exclamaciones de sus seguidores son penosas. “Vamos a estar peor!”. Esa es la piedra angular de la que se parte. Los adjetivos complementarios quedan librados a la interpretación de cada esclarecido. La pregunta que debería seguir e “¿Quiénes pensamos que vamos a estar peor? ¿todos? ¿seguro? Lo lamento. No todos piensan así. Y no me refiero a sectores o clases sociales. Al contrario, hago un silencio sutil sobre esas categorías. Porque Milei interpela al país, a la nación, al conjunto. Lo interpela hasta fragmentarlo y naturalizarlo. Detesta lo común, lo considera una insoportable anomalía. Desdeña la comunidad, una consecuencia lógica de su animadversión por lo común. Incluso descree de la sociedad, que en teoría está compuesta por socios. Esa sociedad la imagina y la postula rota, inexistente, como la Thatcher. Un sujeto que es capaz de enunciar esos postulados de un liberalismo que abjura del estado y de la comunidad tampoco puede ser tildado de fascista. Conozco las variables permisivas que con los años ha adquirido el término, pero ni con el criterio más laxo debería incurrirse en esa confusión. Por eso lo que viene es más parecido al ochentismo, aunque no igual. Durante los años ochenta y noventa el mundo se veía compelido a realizar una torsión inesperada. La implosión de la URSS y sus países aliados, la hegemonía neoliberal y el consenso de Washington crearon un clima cultural y un panorama económico mundial donde la globalización se llevaba puesta a la soberanía y a la misma idea de estado nación. No es el caso actual. Las naciones resurgen, e incluso lo hacen como bloques. En ese escenario, la frustración de amplias capas de la sociedad, el deterioro en materia de teoría política, la imposibilidad de percibir las nuevas sensibilidades y el corrimiento del argumento como forma de hacer política facilitaron el advenimiento fatal de estos personajes. Más allá de que está por verse cuánto de lo que Milei amenaza podrá concretar en el supuesto de que llegara a ser presidente (permítanme mantener incólume la esperanza en contrario, sigo pensando que los pueblos no se suicidan), lo cierto es que llegó hasta aquí porque ni el gobierno ni la militancia pudo ver lo que ocurría con millones de argentinos, la mayoría votantes históricos del peronismo. Cuento una perla etnográfica que me regala un amigo. La experiencia cualitativa nace de la simpleza de lo coloquial. Me escribe en código wasapero que “nos movemos en microclimas de grupos que las redes y la pandemia han potenciado más. El sábado fui invitado a un asado bien heterogéneo en edades y en términos políticos. Lo que predominaba, tanto en jóvenes como en edades medias, lo socioeconómico suelto, precario en el tiempo, pero con ingresos medios. Oficios. Gente que vive en barrios populares. Nadie que revista en las zonas socio/política/económicas en las que solemos navegar. En 5 minutos te das cuenta que robó Milei ahí. Y si algo se puede percibir a oído débil es el hartazgo. No demasiado fundado. La naturalización de ciertos bienes públicos, y el cansancio por frustraciones de no poder proyectar más que el día a día. Pero no había desocupados. Y la frase era que posiblemente no lo van a dejar hacer lo que ellos creen que Milei viene a hacer. Si girás hacia las ideas que propone, no escucharon ni escuchan”. No sé por qué, lejos de agarrar para el lado del fascismo pienso en algunas tesis de Franco “Bifo” Berardi. El filósofo descree de la eficacia de las contradicciones tradicionales para explicar las sociedades contemporáneas, posteriores a las décadas de los años setenta y ochenta del siglo pasado. Incluso de la lucha de clases en la medida en que no tomen en cuenta las nuevas subjetividades, porque de lo contrario sería imposible entender al mundo en términos dialécticos. El libro de Berardi se llama, precisamente “Generación Post Alfa”, está editado en 2007 y alude a las formas de pensar de lo que él denomina “generación postalfabética”. La primera generación que fue educada más tiempo por los dispositivos electrónicos que por la familia o las escuelas.
Más que contenidos y valores, que es como hablar de ideologías, las nuevas generaciones se guían por novedosas y no siempre conocidas sensibilidades.
Las sensibilidades son tan plásticas como imposibles de ser abarcadas con las categorías estáticas de hace sesenta o setenta años. Ya no se comportan como clases, como fascis o como el trabajador/ intelectual de masas. Ya no hay universos totalizantes.
Las ideologías, en el presente, son herramientas casi en desuso, mediante las cuales una porción muy minoritaria de gente se vale para imaginar el futuro. Esta es la debilidad crítica que caracteriza a las izquierdas y los progresismos actuales. La mayoría de la gente, alrededor del 90% de los habitantes del planeta se aferra a creencias trascendentes y adopta sus dogmas, no los de la política. Por eso es erróneo suponer que Milei representa lo apolítico, que sus votantes están confundidos, perturbados o que son víctimas de un proceso de colonización o alienación cultural. Volvamos al asado. Lo que se desprecia no es la política. Por el contrario, lo que se observa es que los asistentes se habrán de valer de los dos instrumentos más democráticos que tienen en sus manos: el voto o la abstención. Es la ideología la que pierde terreno frente a la inclemencia de la intemperie a la que ha sido sometida un porcentaje dramático de argentinos. La potencia de la palabra, la actualidad rotunda de las sensibilidades (el viejo “buen vivir” de nuestros ancestros) fueron y son ignoradas olímpicamente por quienes tienen la obligación de hacer política.
Imagen: Revista Almagro.