Por Ignacio Castro Rey
Cogido desde hace días entre varios fuegos que se turnan en la rabia, Rubiales nunca fue un ejemplo. Tampoco su comportamiento en Sidney, él mismo lo ha reconocido ampliamente, fue ejemplar. Sin embargo, la jauría que pide ver rodar su cabeza es lo que da más miedo.
No olvidemos que el miedo sigue siendo lo que lleva a mucha gente normal a participar, en plena democracia vegetariana, en auténticas carnicerías medievales. Entre muchos otras, recordemos la de Dolores Vázquez. Son dos personajes muy distintos una y otro, pero asediados por similar infamia, la misma horda de fondo.
¿Quién dijo que la democracia no necesita sacrificios humanos? Ninguna sociedad deja de ser represiva. Menos que ninguna, aquella que ha depositado el riesgo de vivir en consigna, en el trastorno bipolar del Estado-mercado. Con una mano mayoritaria nos maltrata y convierte en inválidos; con la otra, minoritaria, nos consiente una obscena libertad de expresión y nuevas formas de sangre. La misma sociedad que, dirigida por la furia puritana del norte, bombardea cada día lejanos países y revienta los cuerpos –mujeres y niños primero-, se escandaliza ahora por un «pico» robado. Si eso es violencia, ¿cómo le llamamos a la cotidiana caza del hombre que decretan los medios? Todo ello en una sociedad post-patriarcal en la que un feminismo vigilante avanza mientras los feminicidios crecen, aunque en estos días la barbarie real haya sido tapada por una ficción unánime de justicia vengadora.
¿Alguien duda que, si los sexos de este psicodrama nacional estuvieran invertidos y la presidenta de la Real Federación hubiera besado de igual modo a un jugador, el tema no habría suscitado ningún escándalo? Da vergüenza decir que ello se debe a una histeria justiciera basada en una imagen mariana de la mujer, supuestamente incapaz de ningún deseo turbio. Es humillante para el feminismo esta victimización purificadora, pero así están las cosas.
La actual orgía taurina española, sobre un hombre impulsivo que ha facilitado su acoso, no se explicaría además si esta sociedad no tuviera la necesidad ansiosa de buscar un suplemento de inocencia que alivie la frustración general. Encontrando un chivo expiatorio, la tribu exorciza el malestar que provoca una democrática mutilación diaria, esta servidumbre interactiva en la que todos hemos caído. De paso que se purifica, un país turístico que siempre está pendiente de cómo le miran los otros cree limpiar la imagen de la marca España a los ojos del mundo.
El tradicional auto-odio hispano tiene esta capacidad fabulosa, que encanta a quienes en Occidente nos desprecian, de convertir una victoria en derrota clamorosa. España ya no es campeona mundial del fútbol femenino, sino del abuso masculino y los gestos groseros. Y además, igual que en la pandemia, durante días y días no habrá otro tema, pues el periodismo encuentra una amplia franja horaria servida de titulares baratos. Es tal la presión ambiental que la víctima oficial de esta telenovela puede cambiar de versión en tres días, mientras los anteriores amigos y empleados del monstruo se arrepienten en público de su tibieza inicial.
¿Se acabó la espontaneidad, la amistad y la seducción, la alegría de vivir sin consentimiento? Tal solución final a la incorrección es un triunfo inquisitorial, aunque dirigido por una elitista vigilancia horizontal nacida en el estreñimiento Wasp. Muchos intelectuales progresistas se plegarán al conductismo vociferante, que al fin y al cabo nos brinda la posibilidad de poder odiar democráticamente. De manera que el haz –fascio– igualitario del rencor nos vuelve a unir, pero guiado esta vez por una multitud de víctimas puras. Sin necesidad de ningún Führer visible, un solo rebaño se vuelca en red contra una interminable hilera de enemigos de diseño. Después de muchos otros, le tocó el turno a Rubiales, que sin duda llevaba un tiempo de aspirante. Con su sacrificio, la sociedad de lisiados que somos se sentirá por un momento aliviada. Y Europa volverá a respirar tranquila al ver que esta nación vicaria vuelve a su sitio, arrepintiéndose de sus gestos eufóricos y castigando al culpable.
Todos contentos. No pasarán, se repite. Pero para ocultar que la bestia –como en el primer Alien– ya está dentro, en el cerebro de un sistema que, sin resto alguno de corazón, no puede tolerar una existencia opaca y distinta. El estalinismo de Estado, consintiendo la interactividad del linchamiento, logra tapar la depredadora desigualdad del mercado. Mientras la izquierda virtual blanquea la mayoritaria crueldad con conquistas minoritarias, convierte de paso el capitalismo en cultura, fingiendo un sistema al fin orgullosamente despierto e inclusivo.
Ignacio Castro Rey. Santiago, 6 de septiembre de 2023