Por Eduardo Luis Aguirre

 

 



A veces pienso que quienes oficiamos de escritores sin presumir de ello, estamos mucho más vinculados a ordenar la materialidad que a la amenidad de la estética. Siempre me he sentido más cómodo intentando la tarea agotadora del que lo da todo, observando y recolectando fragmentos de realidad y luego ordenándolos en base a una lógica que existe únicamente en nuestro interior. Hay más ansiedad que placer en esa tarea, más desesperación que brillo, muchos más miedos y rebeldías que rimas y cantares. Observar, recolectar y ordenar. Una dinámica paleolítica. Una obstinación por la supervivencia y una forma de politizarlo absolutamente todo. Así como alguien dijo que sería imposible que hubiera poesía después de Auschwitz, creo que tampoco hubiera sido posible comprender el mundo y su dialéctica sin Marx. La relación del oficial escritor con Marx es similar a la que mantiene un marino con las estrellas y los faros. Para pretender ordenar el caos, como ya lo planteaban nuestros pueblos originarios, el marxismo se convierte en una herramienta imprescindible. Después podemos interpretarlo a gusto de cada uno y hasta reivindicar esa visión del mundo intentando actualizarla. En cualquiera de los casos, las contradicciones fundamentales, las relaciones y modos de producción, la lucha de clases, la alienación del capital, por ejemplo, habrán de servirnos para interpretar la historia pero también las intrincadas cavidades actuales de eso que, a falta de mayor precisión lingüística, denominamos neoliberalismo.

Así caracterizado, más que relatar, el escritor formula preguntas. Antes que una afirmación, se espera de él que haya realizado la recolección correcta. Que tenga para compartir, con todos, montículos cenagosos de preocupaciones y que esas cavilaciones resistan de la mejor manera un orden de prelación. Desde el funcionamiento de las estructuras y las superestructuras hasta los factores de poder explícitos o arduos en su visibilidad, que componen los grandes antagonismos, las grandes luchas, los agonismos y las alianzas posibles. Pero ese trabajo de labranza dista de ser una mera enunciación. Debe ser siempre precedido por la inclaudicable vocación de distinguir lo esencial de lo accesorio. Sobre todo porque en los enunciados accesorios suele anidar subrepticia y clandestinamente el enemigo.

Si hay algo que no tiene asegurado el escritor es el confort de las continuidades. Se rompe y se transforma. Sabe que así como llega, puede irse. No aspira a acertar, solamente a convidar a pensar en lo común.

El escritor migra. Ningún éxodo es placentero y ninguna renuncia es gratuita. Lo único que le garantiza ese nomadismo es la derrota, que viene a ser el costo de las convicciones o la consecuencia de un formateado dogmatismo. Las diferencias, en este caso, no son significativas. Porque el escritor es fungible y contingente. Esporádico e ignoto.

Menos mal, porque eso asegura que muchos otros seguirán ejerciendo el oficio desértico de formularse preguntas.