Por Eduardo Luis Aguirre
El voto de la contemporaneidad desborda los límites de las instituciones y organizaciones. Es capaz de ponerle fin a los gobiernos y desafiar las autoridades establecidas. De ir por fuera de las organizaciones sindicales, barriales y sociales que deberian contenerlo. De prescindir de tradiciones e identificaciones familiares. De saltear las condiciones de clase y los imperativos conjuntos. El voto actual está compuesto en un porcentaje altisimo de un ensimismamiento incógnito cuya construcción surge de una subjetividad impredecible. Es una opción indignada, descreída, muchas veces iracunda y nihilista. Es condional y esecialmente cambiante. Hay una ruptura fibrilar pero decisiva de las fidelidadds de antaño y un dogmatismo acelerado en tránsito hacia otras creencias, en muchos casos trascendentes.
Es un voto exógeno, expresivo y a la vez utilitario, enfadado y urgente. Hay un reclamo imperativo de revertir la falta. La falta se percibe, como lo es, enorme. El quedar afuera del mercado prometido, también. Como la percepción asumida de que nunca habrá justicia para con el emisor de ese sufragio. Y el votante no yerra. Esa injusticia se traslada mediante vasos comunicantes a veces perversos, muchas otras erráticos, hacia situaciones que no lo implican pero que son más que suficientes para pensar que viven en un mundo injusto, que habitan una realidad que los excluye. Ya no son las marchas ni las grandes consignas revolucionarias las que los motivan. Son, más bien, los templos, los crímenes, la sordidez de las castas que conocen o imaginan pero que en cualquier caso están dispuestos a ajusticiar. El voto se nutre de ese malestar en la cultura del neoliberalismo. Y el neoliberalismo hace honor a los enormes dispositivos de que dispone para capturarlos. Es un voto que proviene del afuera de las matrices convencionales del pensamiento de otrora, que por acción o por defecto de la política y lo político brama desde su capacidad indiscutible de definir el futuro. Es, también, un voto condicionado por una cultura del algoritmo. También de la prédica mendaz de los medios. Pero estas evidencias, si se invocan como argumento, huelen a naftalina. Se reproducen como una excusa perfecta para las izquierdas y los progresismos que desde hace décadas participan de su reconocido desconcierto.