Pelo verde, ojos amarillos, género sentido: es la extensión del terrorismo de la moda, del consumo y el capricho hasta el infinito, sirviéndole a los ciudadanos -especialmente jóvenes, explotados también hasta el infinito- un demagógico campo de decisión en terrenos secundarios. Con la salvedad de que, en cuanto al cuerpo y su sexo, las decisiones pueden ser irreversibles. No estamos vendiendo humo, sino ilusiones letales. Es como si el poder que nos maltrata mayoritariamente quisiera blanquear con la rareza minoritaria y el mimo del narcisismo la enorme sombra de sospecha con la que hoy carga ante los ciudadanos. Dios nos libre de estar en contra de ningún trans, de ningún ser que sufre o ninguna minoría discriminada. Lo que incomoda en este penúltimo espectáculo «progresista» es que no deja de ser sospechoso de levantar una enorme trampa política. La sensibilidad extrema hacia las minorías, por exiguas y raras que sean, es una cortina de humo para tapar el desprecio mayoritario y correcto, sin sangre a la vista, del que todos somos objeto por parte del sistema.
Ocurre además que cuanto mayor es la perversidad en el maltrato popular, es el caso de EE.UU., más ideología encubridora se necesita, mayor corrección formal y lingüística en las élites. La cultura minoritaria parece haber ocupado el lugar de la vieja ideología ilustrada, que se había quedado rancia como coartada para la explotación. Es tal el desprecio al que se somete a unos pueblos exprimidos sin cesar -económica, social y simbólicamente-, que hemos encontrado en lo minoritario, desde la corrección en el lenguaje hasta el cuidado de las mascotas, la disculpa perfecta para que sea invisible nuestro modo masivo de invasión, un maltrato democrático de la realidad popular de la que algunos populismos llevan tiempo sacando partido.
Vayamos a la disforia de género, a este ya célebre sentirse a disgusto con el propio cuerpo, con la biología heredada y el sexo en el que se ha nacido. Recordemos primero que el cuerpo es un signo de lo que no hemos elegido, de una vida que en su raíz natal es siempre una herencia inconsciente. El cuerpo es un recipiente de lo no sabido, la anatomía de un destino complejo que se desenvuelve muy poco a poco y conocemos lentamente. Lo corporal nunca le ha pedido permiso a la conciencia, a la autopercepción consciente, para estar adecuado a nuestro ánimo. Tener un cuerpo no es poseer un instrumento a la mano, sino un continente de influencias que hemos de escuchar y en el que con frecuencia -aunque seamos blancos, varones y heterosexuales- nos sentiremos extraños.
¿Disociados del cuerpo? Por supuesto, tener un cuerpo es la expresión de que la vida no es de nuestra propiedad, como lo es -pongamos por caso- nuestro coche o una cuenta corriente. De algún modo, esa disociación corporal nos ocurre a todos, seamos tradicionales amas de casa o deportistas de élite. Tener un cuerpo, no siempre glorioso, implica no estar plenamente de acuerdo con él. El cuerpo es una prisión para el alma, el alma es una prisión para el cuerpo. Alma y cuerpo son campos de fuerza, retos necesarios sin los cuales el otro polo no es nada. Además, cada vez que -como si fueran una carga- intentamos emanciparnos del cuerpo heredado, del alma heredada, caemos en manos de prisiones todavía peores. Por ejemplo, la medicina, los expertos, la opinión pública… y un mercado que nos promete mil recetas para la solución final al tormento de vivir. Nunca en tarifa plana, dicho sea de paso. Como se suele decir, cuando la oferta es estatal y gratuita es que el precio eres tú, un material humano que el capitalismo especulativo ha convertido en la primera mercancía.
Al margen de esta nueva e insólita presión estatal para entrar en los cuerpos, todos sufrimos, siempre hemos sufrido. Incluidos los conservadores y los imbéciles, todos estamos atravesados por un involuntario proceso de tránsito que dura la vida entera y al que le costará mucho ser «reconocido». Menos mal que tampoco lo necesita. La histeria de la visibilidad y el empoderamiento, siempre en grupo, es algo muy puritano, pues parte de la base de que puede haber una sociedad que descienda por fin a la vida y la salve del trauma de su carne y su sangre, sus pasiones y contingencias individuales. Creer en una sociedad que sea transparente y por fin no represiva, es el ideal de nuestro estatismo continuo. A veces parece que nos hemos limitado a cambiar un Dios por otro, el de la Historia, quizá porque este no es menos despótico que el otro. No obstante, a diferencia de la antigua religión, hoy estamos ante una ilusión muy distinta, más perversa. El nuevo progresismo convierte la exquisitez de las rarezas metropolitanas en nueva norma para la humanidad entera. También la de las afueras, esa inmensa y tradicional mayoría que, luchando por sobrevivir, nunca entiende de qué hablan las vanguardias urbanas.
Volvamos entonces a la llamada «reasignación de género». ¿Decidida por quién, si la adolescencia es por definición confusa o el joven en cuestión está incluso hundido? ¿Decidida por los expertos, por el estado, por una medicina puntera y su negocio multimillonario? Parémonos en el documental The Trans Train (2019). En la confusión juvenil del deseo, sin plazos siquiera para darse tiempo y pensar, la presión social de las modas se convierten en un nuevo dios. Y a la carrera. De modo siempre tortuoso, con mil dificultades por en medio, nadie nace en un cuerpo equivocado. Si desde siempre soy bajito, mi conciencia y mi inconsciente están configurados por esa estatura. Igual que el tono de mi voz, el sexo, la complexión muscular y el color de ojos, que no he elegido, esculpen mi manera de ser, son parte de mi carácter. La anatomía es un destino que hay que descifrar a lo largo de un análisis interminable. Pensemos en las escaras que adornaban los cuerpos en las antiguas culturas precolombinas. Muy antiguas, las intervenciones en el cuerpo, del peinado al maquillaje, de las escaras a los tatuajes, tienen la función de adornar, acentuar y revelar lo corporal, buscando la polisemia que late en una fisionomía. Lo otro, entender las intervenciones estéticas sobre el cuerpo como una forma de transformarlo con la ayuda de una élite de expertos en cirugía plástica, es el penúltimo invento de un totalitarismo urbano que no soporta lo terrenal, el difícil imperativo natal y anímico de «llegar a ser lo que ya eres». Estamos en esta vieja vía, aunque acelerada.
La anatomía es una tarea interminable. Esto significa que siempre hay que estar atento a ella, sudando en su laberinto. El cuerpo no es un avatar manejable, algo que se pueda escoger y manipular a voluntad. Los casos patéticos de tantos ídolos de culto que se sometieron a un tratamiento corporal multimillonario, para acabar convertidos en muñecos atormentados que ya ni pueden morir dignamente, deberían advertirnos de adónde lleva esta fiebre contemporánea por elegir un cuerpo. Ilusión que no está lejos, digámoslo de paso, del sueño de una selección nacionalsocialista que no nació precisamente muy lejos de nosotros. Lo que ocurre es que ahora nuestra nueva voluntad ariodigital está plegada a la diversidad de los estilos de vida. Manipulación genética de la descendencia, maquillaje, tatuajes, ropa de marca, intervenciones quirúrgicas… El último peldaño es la manipulación del sexo.
Encontrar un género reasignado. La identidad de género es una disculpa genial para ignorar la existencia, un individuo singular que hoy por todas partes es asediado. Vale decir, para reprimir la soledad común a que nos obliga el hecho inconsciente de haber nacido, de haber sido concebido. Debíamos sospechar siempre del prefijo auto. La percepción nunca es «auto», pues percibir significa siempre la entrada de una alteridad -no pedida- en nosotros. De otro modo no es percepción, sino la típica aplicación de modelos cognitivos, también heredados, a la alteridad real.
Igual que el alma, el cuerpo es precisamente lo que no se elige. Tampoco se elige haber nacido. Ahí estriba el riesgo y la grandeza de ser humano, teniendo que atender a la parte de mezcla, de duda y ambivalencia que nos toca. Nadie se corresponde con su biología, pues lo heredado es siempre un dédalo complejo, plagado de Minotauros. Tampoco el pasado está escrito, sino que se reescribe conforme vivimos. Así pues, no deja de ser una extensión del desarraigo capitalista, personalizado y extendido milimétricamente a la masa corporal, este imperativo actual de intervenir en los órganos para clonarlos según un modelo adaptado a la voluntad consciente, a su narcisista auto-percepción. Intervenir el cuerpo según la identidad pensada y después sentida, es nuestra segregación, aunque cara y personalizada. ¿Apartheid portátil? Estamos ante una especie de racismo corporal, una transfilia subvencionada por una cultura que no soporta la primera tarea humana de atender a lo no elegido, empezando por la sucia existencia.
Trastorno rápido de disforia de género (ROGD). Hormonas y cirugía, amputaciones e implantes. Pero ni unas ni otras son fácilmente reversibles. Ni siquiera la medicina, que con muchas dificultades ha estado a la altura de la reciente pandemia, encontró un método inocuo para deshacer un simple tatuaje. El tormento creciente de los numerosos casos de detransición es un fenómeno del cual en muchos países avanzados ni se puede hablar. No importa, lo crucial es que el estado espectacular y sus nuevos ídolos aparezcan derribando los últimos tabúes. Mientras tanto, entonces, tratamiento hormonal de por vida. Y bloqueadores de pubertad, cuyos efectos son desconocidos a largo plazo. ¿El corazón sufrirá, el plano cognitivo? ¿La osteoporosis? No importa, lo que cuenta es el cortoplacismo de siempre, la imagen elitista de la diversidad transparente. Importa la foto rápida del impresionismo informativo y sus impactos virales, en red.
Y además, ya se sabe, los jóvenes no piensan en mañana. Así que se los utiliza, a veces con el acuerdo de sus padres, como carne de cañón y cantera experimental. Nuestro odio a lo natural nos obliga a vender a toda prisa mágicas soluciones «científicas», caras o subvencionadas por el estado, a un sufrimiento que suele ser encarnizado y obedecer a una causalidad muy compleja. No deja de ser significativo que gran parte de los adolescentes que se someten a tránsito estén también inmersos en serias patologías paralelas: anorexia, depresión, esquizofrenia, posibles abusos, autismo… En ese caldo de cultivo adolescente, incluso contra la opinión de los padres, es donde cierta medicina puntera, cara y transhumana, hace su agosto y convierte a los jóvenes, que tal vez padezcan un sufrimiento propio de la edad -de cualquier edad-, en enfermos de por vida, en pacientes crónicos de un tratamiento que los hace eternamente dependientes.
¿Recuerdan aquel escandaloso libro alemán, Cabeza de turco, contando cómo los grandes laboratorios y la industria farmacéutica usaban a los inmigrantes para probar medicamentos inciertos? Estamos en la mismo, solo que ahora el desconcierto juvenil es nuestro vivero. Si la eugenesia antigua, y toda clase de pruebas con medicamentos dudosos, se cebaba en pobres e inmigrantes, en delincuentes «voluntarios», en homosexuales o alcohólicos, ahora utilizamos la adolescencia como un fácil banco de pruebas. Liberados de sus padres, que quizá sean cristianos o padezcan -se dice- el típico oscurantismo familiar, caen en manos de las últimas corrientes de opinión. Y de un acéfalo estado que, más que el antiguo Dios, no tiene que rendir cuentas a nadie.
Todo vale, con tal de seguir experimentando un huida de lo real que es el canon de Occidente, pero esta vez arraigada en lo más íntimo de la carne. Al individuo acosado por todas partes, que ya no es libre de dar ningún paso sin papeles -hasta el suicidio tiende a estar legislado en eutanasia-, se le permite a cambio una batida en sus propios órganos. Sería delicioso escuchar a Foucault, al Illich de El género vernáculo (1982) o a Pasolini, disertar sobre este uso policial de una identidad consciente expandida. Más la felicidad casi obligatoria, el derecho a no sufrir, a no aguantar nada y sentirse auto–realizado. Toda esta apoteosis del sentimiento narcisista depende de una legión de expertos que nos dictan cómo sentir y pensar. Llegamos así al nombre sentido, al sexo sentido. A la edad sentida también, auto-percibida. Casos hay donde el ciudadano demanda al estado porque se siente de cuarenta años, mientras en su carnet de identidad figuran cincuenta y nueve. Esta hilera de disparates narcisistas son el índice de la oferta inmensa de un consumo de «libertad de expresión» que debe tapar nuestra nula libertad de decisión. Al ciudadano controlado por todas partes, que ni puede decidir qué come sin atender a la normativa vigente, se le concede el privilegio de sentirse como quiera. Solo a condición de que solicite el correspondiente certificado oficial a un estado, maternal e interactivo, cuyo poder ha dejado en pañales al antiguo capitalismo fordista, su denostado heteropatriarcado.
Ya ven, el padre expulsado por la puerta entra, con semblante de madre, por la ventana. No obstante, igual que nuestras mascotas, Blancanieves puede transformarse en un ser despótico, una Cruella de Vil armada de sonrisas y dentadura perfecta. Goza, sé quien quieras ser. We can, claro. El filósofo coreano-alemán Han se ha extendido en la perfidia de un poder que se presenta con un hedonista tú puedes, en vez del clásico y aburrido tú debes. La disciplina «heteropatriarcal» de antes era ingenua, fácilmente sorteable. El control flexible de la diversidad, casi un líquido amniótico, es mucho más sibilino.
Un último temor, a modo de suma. Parece que el papel de la nueva izquierda -que ha roto toda fidelidad humanista- es completar la labor de la derecha hacia dentro, hacia nuevos campos microfísicos que se atrevan con lo antes vedado al capitalismo. Ya no se trata de remover los huesos de los muertos, sino los órganos de los vivos. Completada la explotación de los territorios de ultramar, nos queda los cuerpos. La propia humanidad aparece, valga la contradicción, como última materia prima. Así la fresca izquierda empoderada transformar la vieja superestructura en espíritu renovador. Y la economía en cultura progresista. Algo que la derecha no habría podido hacer.
Ignacio Castro Rey. Santiago, 12 de diciembre de 2022
* Una feminista recuerda que al definir a «la mujer» por un sentimiento, esto pone los espacios reservados a las mujeres (baños, cabinas para cambiarse, centros de atención a mujeres…) al alcance de cualquiera que decida cambiarse legalmente de género. La «Ley Trans» española, dice esta chica, permite que los jóvenes se auto-diagnostiquen (Art. 39.9). Cualquier objeción y contraste profesional será llamada «terapia de conversión» (Art. 17). Obliga, bajo amenaza de multa o despido, a realizar «terapias de afirmación» que fomentan hormonas y operaciones quirúrgicas (Art. 75). Promueve la transición social que conduce a la transición médica (Art. 55). Etcétera. Se puede consultar en internet «Nuestras denuncias no son bulos. Contra el borrado de las mujeres». Con todo, subsiste una pregunta. ¿Cómo es posible que el feminismo actual apenas se pronuncie por el hecho de que el número de mujeres que piden el tránsito haya aumentado escandalosamente en los últimos años, como lo denuncia The Trans Train y el libro Nadie nace en un cuerpo equivocado?