Por Lidia Ferrari

 

 

 

Venía caminando por la calle Libertad y, delante mío, una señora desgarbada, mal vestida, chancleteando unos zapatos viejos, miraba desconfiada a su alrededor para luego ofrecer su sonrisa. Pero no bajó su vista, desafiando a un bien vestido señor cuando le fijó su mirada despreciativa.

¿Una linyera de Recoleta? Crucé la calle, perdiéndola de vista. Llego a la esquina de Santa Fe y escucho los rezongos piazzolleanos de un fuelle. Me detengo. Un señor de más de 80 años está tocando Piazzolla y muy bien. Amago a seguir viaje, pero vuelvo sobre mis pasos. Le pregunto si lo puedo filmar. Asiente con una sonrisa. Luego me contará que toca el bandoneón desde los 10 años, que no tocó en orquestas de tango sino en orquesta filarmónica, que ya no se fabrican bandoneones y que el suyo tiene 90 años. Cuando dejo mi agradecimiento y me estoy yendo se acerca la señora cuasi linyera y le arroja al músico un “ !Qué valiente es usted! mientras le deja unos billetes. Ella se me escapa de la foto, pero me queda grabado su gesto decidido de ayudar al músico. Pensé (sentí) inmediatamente que esos dos seres me estaban salvando el día de mis pensamientos dolorosos acerca de este plan mundial de convertirnos a la mayoría en más y más pobres. Ese dolor porque en Italia están sacando las pocas medidas de protección a los más débiles. Mi dolor por esta rica Argentina esquilmada por los poderosos, empobrecida cada vez más, en uno de esos ciclos que retornan y donde resuena esa ranchera famosa de la mishiadura de los años 30 ¿Dónde hay un mango, viejo Gómez? Y la desazón sin consuelo de que tantas personas, hasta humildes víctimas de ese plan mezquino de empobrecimiento generalizado, defiendan las políticas y los políticos que les sacan a los pobres lo poco que les queda para hacer más ricos a los más ricos.
Estos seres de luminosa alma son mis semejantes. Ellos me sostienen. Nos sostienen cuando todo parece caerse.