Por Eduardo Luis Aguirre

 

 

 

Este capitalismo nos pone de bruces, mirando desde abajo, la enorma fisonomía del poder mundial. Pretende con esa prepotencia convencernos de que no es posible alterar en nada las formas vertiginosas que asume el neoliberalismo. Esa es la parte más sustantiva de su victoria colonial. Domesticar nuestras almas, nuestra cultura, alienarnos hasta convertirnos en súbditos acríticos que naturalizan la domnación. O que a veces, directamente, no la perciben. Pero la historia de la humanidad es pródiga en escenas, en resistencias que pertenecen al mundo de lo real o habitan la leyenda. Pero en todo caso, lo hacen con semejante potencia, que dan cuenta de que no todo está escrito ni definida la injusticia que caracteriza al mundo de nuestros días. Poco nos han enseñado en América de un vasco que en el siglo XVI abandonó su casa pedregosa de Oñati y se unió a una expedición que buscaba oro y el Maranón. Lope de Aguirre fue aquel personaje que conocimos como un loco cruel y que, en la memoria digna e inconmovible de la villa Oñatarra se reparte su célebre carta a Felipe II, un precioso documento donde el pobre le dice a quien fuera (según el revisionismo histórico americano) uno de los monarcas más nefastos del imperio español, en ese momento el más grande de la tierra. La Carta la pueden encontrar en la red. Podrán disfrutar de ella y comprobar cómo este vasco puso todo, incluso la vida de su hija y la propia, para oponerse al Rey, un enviado de Dios. Si alguien  fue capaz de hacerlo en la difícil y riesgosa expedición al "Pirú", es probale que el imperio actual no ta tenga tan fácil. Este es un poema. Un poema a la Carta, no al conquistador díscolo. Un poema que repara en la utilización exquisita del idioma por parte de un personaje nacido en el Euskal Herría profundo.

 

Poema a la Carta a Felipe II

 

Tranquila, que ya se ve la costa

la roca que anuncia

Que ha sido una noche larga

Pero que estoy vivo

Vive Aguirre, y yo vivo

Con la única nobleza

De mi casa en Oñate que,

Como a mí, me ha acompañado

por estos breves siglos.

Aguirre, el Loco, vive.

Vive y resiste en el calor agobiante de junglas y ríos/

en el páramo de la adulación

seguramente bien ganada

por los inútiles que

 ni siquiera ocultan su pereza y su holgazanería

detrás de ti, Felipe II.

Impostores, traidores, y cobardes.

No, no te inquietes,

que vivo en los marañones y en la

búsqueda de un oro metafórico.

Que el otro nunca me ha importado.

Me ha importado el Otro de verdad,

El que sufre y llora por el inexorable

anuncio de la muerte y el padecimiento

en esta vida.

El que se anima a pensar un mundo

diferente, sin reyes, ni castas, ni joyas

Ni ofrendas obligadas de laúdes prietos

y séquitos indolentes de admiración endogámica.

Yo quedé afuera, como quedó al margen

de mi villa, mi casa humilde.

Ahora, sábelo bien, Rey,

tenlo en claro, no te sorprendas.

Adonde se dirige ahora el filo de la espada

del Peregrino intrigante, grosero,  exaltado,

astuto, hábil, rebelde, temerario y, a la

vez, temible, peligroso, fanático, vengativo y libertario

que es lo menos que me han dicho/

porque Dios no ha sido justo

Ni dio a cada uno lo suyo

es a tus admirados hombres del progresista renacimiento,

a los vagos e indolentes,

de allá, y de aquí. También de aquí.


Yo, el Peregrino, he debido saber

que sobrevendrían batallas

y reencuentros que habrían acaecido sólo en tu nombre, Rey

siempre conforme a mis fuerzas y posibilidades,

sin importunar a tus oficiales por paga alguna,

Señor.

Excelentísimo Rey y Señor del más grande imperio,

queremos que sepas que para mis compañeros y yo,

no lo has sido, que has sido ingrato a tanto que te he dado,

incluyendo mi hija, mi salud y mi vida  y que ya no te daré.

Afilamos las armas, observamos las gargantas

de quienes seguramente te han engañado y por quienes

te dejaste, confortablemente, engañar.

Rey Dios, Dios y Rey

No puedo sufrir más desplantes ni crueldades

Que pagarán tus esbirros intocables y mediocres.

He salido con un grupo de valientes,

cuyos nombres no diré, que son muy pocos,

a terminar con la engañosa fe, con el destrato.

Con tu obligación de ver lo que no viste, Príncipe,

Dios o Rey. No lo viste.

Con esos valientes he salido de la obediencia que imponen

los apóstatas marranos/

los que adoran falsos dioses y señores.

Brillará la espada, Señor Príncipe y Dios, pero tu estarás tan lejos

como siempre estuviste, de esta tierra

que crees tuya y en la que te haré la guerra más cruenta

que hayas imaginado.

No eres digno de mí, Dios, Príncipe,

Ni de mis hermanos. Vete, en el tiempo

que te queda con la lisonja de los pérfidos escribas

Y los falsos poetas y las gramáticas mendicantes.

Deja en mis manos pegoteadas de sangre

la lujuriosa justicia de los que no tomaste,

ni siquiera, debida nota.

Y ahora ya es tarde, Rey, porque estarás muerto.

Aguirre, el Loco, que vivió en Oñate

y murió, dignamente,

en este paisaje descomunal,

porque finalmente,

no volví a ver aquella costa

donostiarra que anunciaba mi vida.