Por Ignacio Castro Rey (*)

 

 

El éxito del pensamiento de Marx se debe a una reacción defensiva contra el individualismo antisocial, esa feroz competencia que está en la base de la moderna cultura urbana. Pero una de las cosas sobre las que hay que insistir es en la idea de que la base del pensamiento de Marx, precisamente por su naturaleza reactiva, es el individualismo moderno, una concepción del hombre que es básicamente liberal, pura inversión aritmética de la misma concepción insular propia de la economía liberal. Sólo a  partir de esta atomización antropológica, que Marx hereda del capitalismo, es posible y necesaria la máquina de guerra del socialismo científico, la conexión a través del trabajo, la socialización forzosa y el Estado.

Marx conecta por fuera un hombre aislado en su misma alma. Este hombre carece de ella, pues sólo tiene el contexto “material” que le determina. La rapidez de la locomotora soviética vendría después. Por eso se puede decir que Marx ha sido clave para la penetración de la modernización capitalista en Rusia o China. Pero el problema no es el estalinismo soviético, sino nuestro “estalinismo” democrático, la furia actual de la socialización. Sin ir más lejos, ¿la manida “crisis” no es un producto de nuestra disciplina de masas, de nuestro funcionamiento en bloque, de esta interactividad mundial del individualismo? Es este imperio social de lo masivo lo que permite una corrupción de masas, una visibilidad desarmada frente a lo invisible.

Mientras no volvamos a una noción fuerte de la individuación, la de un individuo (nación, movimiento, localidad, sujeto) que tiene en sí una comunidad latente, el capitalismo ha triunfado como cultura y la acumulación es lo único que nos queda. Que es justamente de lo que se puede acusar a Marx, de cambiar una acumulación por otra. Tanto el justicialismo peronista, como la caridad cristiana, como el comunitarismo musulmán y toda clase de populismos, están justificados por el nihilismo feroz de nuestra cultura, en versión liberal o en versión socialista.

Lo problemático de Sociedad y barbarie no es que señale insuficiencias en el marxismo, sino que se plantee precisamente prescindir del pensamiento de Marx “en bloque”. Y esto no se hace apelando a un deseable “repliegue” que representarían Nietzsche y Stirner, sino justamente lo contrario, planteando un urgente salto hacia delante, hacia una concepción no “dialéctica” del hombre y lo real. Y acusando al pensamiento de Marx, en conjunto, de constituir un inusitado repliegue del pensamiento.

Precisamente una de las tesis a considerar es que el pensamiento de Marx se ha incrustado en la cultura del capitalismo, ha configurado incluso al capitalismo como cultura, gracias a ese feroz repliegue… Retroceso intelectual del cual las aberraciones históricas (menos el estalinismo soviético que el estalinismo alternativo que hoy triunfa por doquier, cerrando la coacción social sobre las vidas) son sólo un signo externo.

Repliegue que consiste en pensar lo real desde los presupuestos de la economía liberal y la economía política burguesa. Según cierto punto de vista, el famoso “materialismo histórico” no es más que la ideología capitalista llevada hasta sus últimas consecuencias, justo lo que la época quería oír para poder absolutizar el universo occidental burgués (no sólo hasta Rusia y China). Hay que referirse aquí a una “metafísica de la presencia” que entiende lo real en términos de contexto estadístico, contable y visible, a través de grandes movimiento de clase que reproducen la disciplina de masas.

Tal principio de realidad se ha convertido desde entonces en científico. Lo real, lo verdadero es desde entonces este totalitarismo de la actualidad que funciona en grandes rasgos contables, sociológicos, de clase, etc. Esta ideología define de manera arrolladora un terreno de juego dentro del cual la política occidental se dilucida entre alternativas que juegan el mismo partido.

La usura sobre lo real, contra la cual se han opuesto heroicamente algunas Vanguardias del pasado siglo, recibe en Marx un espaldarazo definitivo al convertirse en “materialismo” histórico-dialéctico que santifica el papel de la economía. No debe ser ajena a esta reducción filosófica la íntima relación del pensamiento de Marx con el periodismo de la época.

Si entendemos que el materialismo histórico configura nuestro “terreno de juego” poco hay que hacer después, sólo arañar migajas al orden capitalista de la acumulación, cosa que es más o menos lo que se ha limitado a hacer la izquierda en los últimos cien años.

Por el contrario, cerca de tomar en serio la poesía como ciencia del ser único, del ser único que es en cada caso lo real (una nación, un movimiento, una localidad, un individuo), en Sociedad y barbarie se plantea que todo acto subversivo es una acto singular de desclasamiento, acto que irrumpe en virtud de romper con la lógica de los bloques y el imperio del contexto. ¿Breton frente a Trotsky? ¿Artaud frente a Breton? De cualquier manera, casar las visiones de Nadja con cierta visión mecánica del mundo, por dialéctica que sea, quizás fue comprensible entonces; seguir haciéndolo ahora roza lo indecente.

Que le pregunten a los habitantes de medio mundo, a esa monotonía (con su correlativo culto al espectáculo) que se ha apoderado de las vidas entre Alemania y Texas. Parece una auténtica desgracia para las aspiraciones de liberación de la gente, que siempre son a la vez singulares y colectivas, esa ideología del tablero sociológico de juego. Toda apuesta, en una medida u otra rupturista, ha partido de romper con la idea del “terreno de juego” para entender que la violencia del juego, del juego sin suelo, es más bien lo que hace el “terreno”.

Es difícil poner en juego parte de nuestro bagaje de tradiciones intocables. Pero va siendo hora de hablar un poco claro en esta maraña que nos paraliza. Maraña que sigue complementando el dictado mayoritario de la economía con encantadores juegos florales-culturales para las minorías que buscan otro culto.

La cuestión se dilucida entre tomar el arte radicalmente en serio, como modelo de lo político (con los consiguientes peligros totalitarios, de acuerdo), o entender el arte, y las culturas exteriores, como un exótico arreglo de fin de semana destinado a sedar la humillación diaria. El arte insiste en que lo exterior, una mutación que aparece por fuera, es la verdad, la “cultura”. Si entendemos que ahí no hay ninguna lección para la política, estamos condenados a repetir hasta el infinito el tedio y la atenuación diaria en que se ha convertido la vida media en Occidente.

(*) Filósofo y crítico de arte. Madrid, 2012.