Por Ignacio Castro Rey (*)

 

¿Quién habló de frío en el rostro? A pesar de la deserotización producida por la información y su cansina presión política, a pesar de los ríos de tinta -con frecuencia banales- vertidos sobre la sexualidad, poco se puede decir que esté a la altura de los placeres de la carne, de sus mil delicias compartidas. Deshacer las camas, apartar de una patada los obstáculos, quitarse la ropa en desorden. Perder la compostura, amarse, desbaratar en secreto las reglas de la decencia y la falsa civilización del día. Existe una inteligencia subversiva en el sexo, una verdad corporal vinculada a un feliz subdesarrollo de los afectos, que no tiene fácil comparación con otras cosas. Tampoco con este penúltimo moralista y aburrido llamamiento a un sexo sano y responsable.

¿No deberíamos aprovechar el verano para soltarnos un poco, el cuerpo y las mentes, el pelo y la lengua? Inseparable de la pasión, de un deseo por fin liberado, es posible que el sexo sea una experiencia que arma al blando de corazón y desorienta al poderoso e insensible. Indisociable de una ampliación de los lazos con otra humanidad, con una osada infancia que nunca habíamos perdido, la sexualidad nos devuelve el calor de un tiempo sin contabilidad, de una juventud envolvente que nunca habíamos tenido. La intimidad con alguien nos prolonga mientras nos entregamos, dona otra fuerza jovial en cada uno de nosotros. Poseyendo, somos poseídos. Y eso se nos nota en la cara, todavía al día siguiente. No precisamente por aumentar nuestro egoísmo, sino por permitirnos conquistar el atrevimiento de una frescura que anula muchas reservas.



La pervivencia del sexo entre nosotros, con su inseparable excitación anímica y afectiva, mantiene activa en nuestro cuerpo una naturaleza impetuosa y desenvuelta que un día, intentando económicamente madurar y hacernos racionales, creímos dejar atrás. El impulso sexual sigue siendo un obstáculo amoral para la homologación de las almas, sobre todo en una sociedad que teme al deseo, a la inteligencia de la sangre, como si fuera la peste.

En sus distintas variantes, del sensacionalismo informativo a las grabaciones más impúdicas, la pornografía media de nuestro entorno es un intento cultural, por incultos que sean sus medios, de colonizar una vida primitiva que no cesa. Un intento condenado al fracaso. Como nos recuerda un clásico del pasado siglo, la cultura es el terreno donde lo reprimido retorna. Es significativo que haya de hacerlo, cada día más, por caminos torcidos, que incluso a veces pueden presumir de perversos o monstruosos.

Aunque la verdad es que seguimos teniendo en los secretos del amor sexual el mejor antídoto para resistir las sucesivas oleadas de obscenidad sostenible. Con ella se nos intenta hacer cada día más interdependientes, en suma, más dependientes de una opinión pública que es aburrida y carente de atractivo sexual hasta la náusea.

Madrid, 30/08/21

(*) Filósofo y crítico de arte.