Por Eduardo Luis Aguirre
Siempre ha sido difícil intentar transformar la realidad. Mucho más, en esta etapa singular de la historia. Quizás porque, en primer lugar, la humanidad toda está siendo asolada por el neoliberalismo y la peste. Pero también porque todo cambio implica la trabajosa conjugación de voluntades colectivas. Un encuentro sintético, sincrético y dialéctico donde las mayorías resumen el protagonismo político y cultural, asumen a la conflictividad como un patrimonio y constituyen a pura demanda aquello que denominamos pueblo.
En esos momentos épicos hay dos factores esenciales que sellan en buena medida la suerte de las tentativas plebeyas.
Uno de ellos es la indispensable congregación de la política con la ética. Ninguna epopeya emancipatoria podría avanzar y consolidarse sin adunar la ética con la política. La derecha, en cambio, puede hacerlo sin remordimientos. Prescinde de la verdad y su lógica predatoria y atravesada por un odio criminal es la misma del “ego conqueror”. Pero el pueblo, en cambio, no podría sortear ese mandato cuyo anclaje proviene de la legitimidad de sus reclamos y la vocación intrínseca de habitar un mundo más justo.
El segundo elemento es un ademán especular del requerimiento ético. Si el odio es lo que galvaniza la violencia ilimitada de estas (ultra) derechas, las instituciones y organizaciones populares están obligadas a declinar cualquier pulsión que signifique hacer el mal a un semejante. Se trata de un principio comunitario esencial. El amor al otro y la fraternidad deben ser principios rectores inexcusables. Y ante ellos deben declinar el egoísmo, el pragmatismo, las especulaciones mezquinas, el desdén por la teoría y el conocimiento popular y el cretinismo agobiante de quienes piensan que “el fin justifica los medios”. Esta especulación no pretende trazar ninguna vinculación con la moral. Muy por el contrario, creo que estas y otras miserias conspiran contra la ética política porque, generalmente, van acompañadas de la imposibilidad de percibir las contradicciones fundamentales, las fuerzas en pugna, los antagonismos que existen en toda sociedad. Y ahí, en esa coordenada crucial, pasan a ser meros apéndices del adversario que auguran la frustración del conjunto. (Este posteo es una recensión de un texto hasta ahora incompleto sobre espiritualidad indígena y armonía comunitaria).