Por Ignacio Castro Rey
Grandes urbes, aglomeraciones de cristal, de acero y rostros maquillados. Rascacielos, pantallas gigantes, conexiones multiplicadas. Y el espectáculo de unas luces perpetuas que nos cubren con un cielo de diseño. Como si no fuera suficiente la simple vida, estamos embarcados en una metafísica de la elevación, de la que tampoco es fácil librarse a través de ninguna de nuestras respetadas minorías LGTBI. El elitista debate en torno a la maternidad subrogada oculta tal vez que nuestra vida y nuestra sensibilidad son ya subrogadas, puesto que hace tiempo que somos incapaces de existir como no sea a través una perpetua conexión tecnológica, una promiscuidad con los otros cuerpos y con el estruendo de la transparencia mundial.
La cultura que nos protege lo hace con una velocidad expansiva, por no decir explosiva, que guarda una pésima relación con el reposo, una quietud que parece recordarnos demasiado al arcaico claroscuro de vivir; por tanto, a todos los demonios. Hemos perdido la fórmula para detenernos. Nuestra única solución es no parar, como aquella orquesta del Titanic que siguió tocando mucho después de que fuera inevitable la tragedia.
Asomémonos a los vídeos de Ariana Grande en YouTube, bastante ingenuos comparados con muchos otros. Tampoco Grande deja de jugar en ningún momento con la provocación, el perfil espectacular de caras y cuerpos, la promiscuidad incestuosa de las almas. En cierto modo sólo hace falta una chispa, una espoleta, para que todo el escenario salte por los aires, puesto que esa escenografía desearía vibrar en una tensión extrema. Es como si el terrorismo yihadista pusiese sólo una vuelta de tuerca, la bomba de negatividad que falta en nuestro cenit de positividad exultante. Los cuerpos solteros se han convertido en una torre radiante, con una exhibición que tienta al estallido y a la entropía, igual que lo hicieron las Twin Towers. Cualquier alumna, cualquier alumno de 13 años -la paridad funciona ante todo en esta velocidad unisex, en el juego fatal de una expresión explosiva- es incitado hoy a jugar con el descaro de una provocación acelerada que no siempre será fácil parar a tiempo.
Pero no podemos evitarlo. No soportamos habitar la tierra, de ahí que no podamos dejar de correr, sea en el frenesí tecnológico y laboral, en la ficción espacial o en el turismo existencial de nuestro ocio. No nos queda más que una libertad de expresión explosiva, una flexibilidad mórbida que -al haber perdido las vidas su vacuola de silencio- no tiene literalmente nada que decir. Hasta el sexo, en franco declive como relación física con lo otro, ha tenido que apuntarse al terrorismo del impacto, a una línea alternativa de penetraciones transversales que deben resucitar un deseo y una erección cada día más dudosos. ¿Cómo no va estar en crisis el deseo si se alimenta de la penumbra de los límites y estos están liquidados en un relámpago de iluminación que no cesa durante las veinticuatro horas?
Las cantidad ingente de personas que desaparecen, que se fugan sin dejar rastro, indican que una ética de la desaparición -similar a la pantalla en nieve que resume todas las pantallas- es el horizonte de nuestra velocidad de escape. Antes muertos que sencillos. Antes espectrales que sólidos de cuerpo real, con una buena relación con lo trágico de la finitud.
De manera que el modelo en el que nos encerramos es el del terrorismo estructural, espectacular. Busquemos un anuncio que se aleje de este modelo del impacto y juegue con la calma: probablemente tendrá un fracaso asegurado. El encuentro anual de la MTV, con Miley Cyrus o Beyoncé meneando frenéticamente sus nalgas mientras lamen vergas imaginarias en el aire. La idiotez luminosa de Eurovisión, con todas las estrellas gritando lo mismo en inglés. Dani Mateo acribillando en la televisión a una decrépita Rita Barberá, ya tocada de muerte. O también Slavoj Žižek, componiendo escabrosos chistes "lacanianos" para adornar un conductismo masivo que no es puesto en cuestión. Así hasta el infinito. Casi todo obedece al mismo formato de violencia porque nuestro modelo salvífico es lo que se ha llamado el "terror de la inmanencia" (Han). En un mundo sin dios, el nuevo dios debe serlo el estallido del mundo, repartiendo unas esquirlas de escándalo que harán más normal la vuelta al trabajo mañana. Ya se sabe que, aun por la puerta de atrás, la religión siempre triunfa. Y hoy solamente el demonio de un mal exterior, que nos roce continuamente, puede endiosar a una sociedad que no cree ni debe creer en nada.
El terrorismo del impacto es la única forma que hemos encontrado de lograr un buen simulacro de continuidad en una cultura que ha de fragmentar la vida mortal, huyendo de su duración como de la peste. El encadenamiento de estallidos informativos logra una especie de continuum que cubre el día con una atención cautiva. El terrorismo de los medios, generando alarma social, crea también el público masivo de un medio supra-conductor del miedo, pues esa humanidad concentrada -con cada aislamiento pegado al del prójimo- apenas tiene relación con la comunidad de un suelo. Sólo quedan a flor de piel las emociones espasmódicas, flotantes. En caso de estallido, de bomba real, el pánico se extiende como un virus en las redes.
El terrorismo del espectáculo nos expropia el presente, se dijo en su tiempo, pero eso es exactamente lo que se busca: que el silencio arcaico de las vidas no pese. Por la vía del aislamiento real y la conexión virtual, buscamos el nuevo dios de una transparencia celeste.
En cierto modo cada bomba que estalla lo hace sobre una explosión anterior, una infraestructura cultural que ya es viral. Es normal entonces que esa segunda bomba real desborde la masa crítica de lo social y cree una histeria generalizada. Pero antes del atentado, el espectáculo de turno -sea Ariana Grande o Eagles of Death Metal- ha preparado el terreno, poniendo al público al borde del estallido. Después sólo hace falta una chispa, a veces una broma o una alarma falsa, para que la tragedia se desencadene.
Fijémonos en dos detalles. En sala Bataclán, la noche del 13 de noviembre, el estruendo era tal que durante unos segundos el público y los propios músicos de Eagles of Death Metal -significativo nombre- creyeron que los estallidos eran parte del espectáculo. Con la misma lógica, Baudrillard recuerda que la mañana del 11 de septiembre las dos Torres Gemelas, impresionantes en su elevación, parecieron casi derrumbarse a la señal de los dos aviones. Antes, durante minutos y minutos, los periodistas neoyorquinos no podían dar crédito a lo que veían sus ojos, pensando que todo era producto de un accidente provocado por la geometría imponente de las torres. A toro pasado, recuerden, hubo que censurar novelas y portadas de discos que anunciaban una catástrofe parecida, como si ya la soberbia elevación de nuestra cultura llamase al desastre. En realidad, nuestro sistema entero sueña con la catástrofe, necesita la hecatombe como único modo de justificar la separación de una vieja vida mortal con la que ya no podemos.
Así pues, el fundamentalismo del burka y las barbas largas tiene su simétrico reverso -aunque éste es anterior- en nuestro fundamentalismo de los cuerpos radiantes, desnudos y brillantes de crema, de cirugía estética y moreno niquelado. Igual que en las nuevas series televisivas, el primer terrorismo está del lado del orden civil y estatal, con esas sonrientes policías que manejan sofisticadas tecnologías y nunca serían capaces de sentir odio por nada ni derramar sangre con pasión.
Entendámonos. Nadie sugiere que el Daesh no sea un problema político y militar acuciante. No se está diciendo que el terrorismo yihadista, que capta también a la juventud europea de origen inmigrante, sea la sucursal de algún otro poder oculto. Cualquier teoría de la conspiración es ingenua porque el eje de nuestro poder -y de nuestra impotencia- es el vacío, la voluntad nihilista que una y otra vez ha de rellenarse de estruendo. El vacío es lo único que para nosotros puede ser universal. Y el fundamentalismo islámico ha aprendido a utilizar bien ese modelo, aprovechando nuestra velocidad explosiva y las concentraciones masivas para lograr un estallido que haga añicos nuestra frágil comunidad. Pero el terrorismo es ingenuo en este punto, pues encarna un mal que por fin es exterior y tiene culpables, reforzando de manera insólita nuestra inestable cohesión nihilista, que no puede creer en nada. ¿Será por esta razón que cada atentado no logra más que reforzar el sistema, la seguridad militar de un espectáculo civil que no puede parar?