Por Ignacio Castro Rey
Paolo Virzì nos quiere contar en Locas de alegría la épica de una escapada a un planeta incomprensible, con unas posteriores aventuras que oscilan entre el horror y la risa. Como en El Quijote, aunque los papeles de Sancho y el Hidalgo son aquí intercambiables, las dos protagonistas nunca entiende nada. De ahí la energía sentimental de esta comedia negra, salpicada de desolación y una extraña alegría. Virzì también aborda la enfermedad mental al margen de cualquier diagnóstico médico, indagando en dos intrincadas biografías donde víctimas y verdugos se mezclan. Lejos de la cultura genérica de la queja, sus protagonistas Beatrice y Donatella tampoco son dos mujeres maltratadas solo por los hombres, aunque los varones no salimos precisamente bien parados. Es como si la evasión de ellas dos, y el riesgo múltiple que corren en esa fuga, pusiera en valor la cordura del refugio psiquiátrico en el que viven, haciendo que las personas de esa institución las echen en falta como una parte de su razón de ser.
El entorno es una sociedad en la que el músculo de la tristeza, el mismo que el de la alegría, está atrofiado por las prótesis. "Siempre se termina así, con la muerte. Pero primero ha habido una vida, escondida bajo el bla, bla, bla, bla, bla. Todo está resguardado bajo la frivolidad y el ruido, el silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo. Bajo los demacrados e inconstantes destellos de belleza, la decadencia, la desgracia y el hombre miserable. Todo sepultado bajo la vergüenza de estar en el mundo". Este inolvidable soliloquio final de La gran belleza, a la que este trabajo de Virzì hace algún guiño, podría figurar como frontispicio de una película que muestra una vez más que Italia es un país muy distinto a otros europeos, incluídas las vecinas España y Francia. En medio de cualquier corrupción imaginable, los italianos tienen una libertad no solamente cinematográfica, no solo estética y ética, que a otras naciones, agarrotadas por cierto moralismo político, les falta. En correspondencia con el espléndido pasado histórico que ha heredado, es como si Italia encontrase una y otra vez en la belleza la inmediatez ética que el mundo contemporáneo ha perdido en los pasillos del imperio económico y de una vida civil carcomida por el lucro. Será cierto un calentamiento terrenal. Mientras tanto, parece evidente que todo lo humano se ha enfriado en el cálculo, aunque este enfriamiento esté teñido de pornografía y espectáculo. Éste es el decorado de fondo de Locas de alegría, donde los locos, a veces peligrosos para sí mismos y para los otros, parecen compensar la cordura demente en la que ha entrado el conjunto de la economía social.
Y todo ello, en este trabajo feroz de Virzì, con un perfil bajo de cualquier coartada ideológica o política que busque culpables parciales. Hasta el laicismo de Locas dealegría es menos maniqueo de lo acostumbrado, capaz de cierta mística de la relación donde lo más trágico es aliviado por el simple hecho de ser abrazado, sin dejar nada fuera. El trasfondo de Locas de alegría es mucho más corrupto y a la vez más moderno y metafísico de lo habitual. Existe una libertad de pensamiento y percepción que dudamos mucho que se diera con esa fuerza en la ilustrada Europa. Ésta siempre "nada en torno a los padres", decía un cinéfilo y pensador del pasado siglo. Y sin embargo, desde los primeros planos, la cinta de Paolo Virzì navega en mar abierto, con una libertad (de imágenes, de conceptos y perceptos) que no es propia del encorsetado viejo mundo. Tiene gracia que, sin ahorrarse ninguna desolación, cierto culto de la superficie haga al cine italiano tan fresco, capaz de una cruda actualidad difícil de hallar en otros universos culturales.
Locas de alegría se puede hacer larga, hay que decirlo, y durante un tiempo se teme que se encharque en la tragicomedia o en el esperpento sadomasoquista. Pero Virzì levanta una y otra vez su historia para huir de los tópicos y mantenernos en vilo. Cuando al final todo desemboca en una especie muy sutil de final feliz, ha costado tanto el camino que ese final se agradece porque ya no es exactamente "feliz". El afecto funciona finalmente porque abriga en su seno lo irremediable. La larga historia solo se remansa en el hilo del amor, un lugar híbrido (entre la clínica y el convento, entre lo institucional y lo personal) en el que quedarse, refugiándose del frío de un mundo que ha enloquecido a demasiados humanos.
Tampoco es la lógica de la antipsiquiatría, que tuvo en Italia uno de sus pilares, la que preside este largometraje. No es que Virzì venga a decirnos que en un mundo gobernado por locos inteligentes, los bipolares, histéricos, paranoicos, esquizofrénicos o depresivos son víctimas del sistema y deben estar sueltos en la calle. No, la condesa Beatrice (V. Bruni-Tedeschi) es un poco idiota, como todos nosotros, y más bien despótica. Embustera, arrolladora, teatral, liante, a veces carece de la más mínima empatía. No le falta una gracia enloquecida, la de una ex-condesa clasista, pero su histeria es casi siempre falocéntrica. No es que sea racista, que lo es de manera exagerada, sino que su egoísmo delirante ha arruinado demasiados hogares, demasiadas vidas. En sutil contrapunto, es la belleza demacrada de Donatella (M. Ramzzotti) la que salva a Beatrice de una completa brutalidad. Solo al final ésta última logra algo tan sencillo como llorar.
Donatella se presenta casi siempre escuálida, ajada, como de vuelta de una fiesta dantesca. Sus magras palabras, sus silencios, el pasado trágico y casi criminal, esa inmensa tristeza que le embarga le convierten poco a poco en una princesa, aunque flote en el exilio de un reino sin cetro. Es ella la que gradualmente llena la película con su figura desgarbada y su pasado sórdido. Aparentemente, Beatrice devuelve a Donatella un mínimo principio de realidad y al reencuentro con su hijito, necesariamente perdido en brazos de otra madre. En realidad es más bien al revés, pues es el drama de Donatella el que devuelve a Beatrice a un mínimo de cordura y empatía para reencontrar el único hogar posible en este mundo enloquecido por la obscenidad, las prisas y la usura.
Curiosamente, ese hogar está protegido por el amor de cierto vago cristianismo y una hermandad sin dogma, más unos compromisos morales que bordean los protocolos con los que el norte se ha impuesto en el orden europeo. Tiene gracia que, otra vez, finalmente sea la contrarreforma católica del sur, barroca y comunitaria, la que se abre camino para socorrer a los feos humanos que nadie quiere en un orbe de diseño. En este punto Italia vuelve a aparecer, con sus viñedos y sus restaurantes de lujo, sus pobres chulos y sus piscinas, como una pequeña república donde todavía se puede abrir un limbo de respiro en un imperio normativo. Resistiendo el poderoso puritanismo que ha arrasado las almas con el orden del progreso, cierta hermandad comunitaria teje el hilo vivo de una conciencia. En este sentido, no lejos de un paleo-cristianismo sin doctrina, Locas de alegría consigue tender un puente hacia otra humanidad desde la misma furia contable que nos ha convertido en autómatas.