Por Ignacio Castro Rey

¿Qué aspecto tendrían nuestros antepasados hace un millón de años? Esta cuestión no importa tanto, en realidad, para algunas preguntas que se reiteran. No hay ningún posible ser –tampoco el homo erectus– que no esté tocado por el salto ex-nihilo que es el pensamiento, esa ausencia espectral que sostiene toda entidad animal o vegetal, un absoluto siempre actual, omnipresente. De ahí que ninguna teoría de la evolución explique nada del ser del hombre como semblante o voz del pensamiento, un fondo de niebla que ha de ser asumido para enmarcar la evolución de las cosas y de cualquier especie.

En realidad, por desarrollados que nos sintamos siempre nos acompaña una sombra erguida, una especie desconocida, remota silueta viva –inhumana planta o animal: anomal, dice Deleuze– sin la que ningún ser es humano. Aunque los hombres rozaran la santidad, después del miedo y otros espectros siempre habrá un animal que perdura como uno de los mejores amigos del hombre. Y esto no solamente en el sentido de la sentencia atribuida a Diógenes: "Cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro". No es bueno que el hombre esté solo, pero el hombre nunca está solo: quien no tiene pareja, tiene sus extraños pensamientos. El hombre, cuya imagen ha cambiado mucho y a la vez poco, es un ser que se pregunta, incluso por sí mismo, dentro de la esfera irrebasable del pensamiento, de un pensamiento que envuelve toda experiencia posible.

Igual que el cerebro, la conciencia es otra de las imágenes del pensamiento, que el pensamiento subsume en su esfera. La ventaja de la palabra psiqué es que reconocía en el hombre un fondo sin fondo, la presencia del pensamiento en estado puro, sin imagen: solo una especie de gruta sin fin de la que salía una voz, un daimon. Se comprenderá que ninguna teoría de la evolución afecta a esta experiencia crucial y vertiginosa de la presencia real en el pensamiento, que incluye un ser extático y enigmático del tiempo. En este punto la teoría de la evolución no puede ser menos "creacionista" que ninguna otra, ni puede dejar de recurrir en algún momento a un salto ex-nihilo que explique la materia. Si hablamos del homo, como un género determinado de animal, hablamos de una presencia más dentro de este misterio del espacio en el tiempo, de la materia "extensa" en el pensamiento inextenso. Es posible que la cuestión contemporánea de la "muerte del hombre" –en Nietzsche, en Heidegger y Foucault– sea una revisión de esa vieja certeza de que no es un ser particular llamado hombre quien piensa o siente, sino el pensamiento, algo interior al hombre y muy distinto a él; envolvente para él, aunque plegado en su más profunda intimidad.

El pensamiento no es propio y exclusivo del hombre, sino lo contrario. El hombre es hijo del pensamiento, no menos que la anémona o los cantos rodados. El vértigo de la razón humana, su temor a la locura, proviene de esta certeza, de la presencia inmediata –dentro de ella– de algo para siempre ausente. Todas las religiones, esa conciencia sorda de ser en lo abierto que –no sólo según Rilke, Deleuze o Watts– compartimos con los animales, dan cuenta de esa sombra real que nos sostiene y nos acompaña. También el universo judío, errante por medio mundo y mezclado con él, pero sin implicarse del todo en él, no deja de expresar a su manera el ser del hombre, esa terquedad a dejarse asimilar por el mundo, a pertenecer del todo a este mundo. Como si la tierra, la tierra prometida, siempre fuera otra. Peregrinos son los que se aferran a una esperanza o promesa que no cabe en ningún sitio. De ahí que la especulación urbana, intelectual y económica, en los judíos, haya sustituido en el pasado a la preferencia por el sedentarismo de la agricultura.

Alma del cuerpo o cuerpo del alma, las dos expresiones nos sirven. El perfil de un feto en un monitor es ya la sombra de cualquier ser: antepasado reptil, primate, anciano, alienígena o bulto animado. Por eso la cuestión de la concepción -y del aborto- es delicada, pues implica también la pregunta de qué es el hombre y desde qué momento aquel bulto es humano... Suponiendo que todo bulto vivo no tenga ya algo de humano, de una presencia que, en la medida en que ocurre en una mente, ya no puede ser simplemente inmunda. Es una pregunta que es mejor no tener que hacerse. La propia indecisión médica acerca de la cuestión de en qué momento aquello ya es un hombre, esa ambigüedad fisiológica y ética, vuelve a insinuar que el ser del hombre no reside en su morfología y su organismo. Al fin y al cabo, si la humanidad residiera en la fisiología, un tonto, un retrasado, un niño ferino o un discapacitado con síndrome de Down –por no hablar de algún raro espécimen urbano–, no sería considerado uno más de los nuestros. Y afortunadamente no es así. La presencia desconcertante de un "discapacitado" entre nosotros ya arroja serias dudas acerca de lo que seamos, en nosotros mismos y en relación a otras especies afines. En la invisible línea de separación entre lo que sea el hombre y lo que sean el resto de seres vivos, la frase de Whitman con la que empezábamos este libro es suficiente. El misterio de una humanidad que alienta ya en la figura de un guijarro nos protege y nos asedia por todas partes. Lo "poco de humanidad que adorna la tierra" (Levinas) no deja de recordarnos la espiritualidad de nuestro suelo físico.

Lo queramos o no, el devenir de especies e individuos se da dentro de un enorme horizonte que no se mueve, porque constituye el fondo infinito de una razón posible que, por esa vastedad, no es abarcable. Dentro de ese fondo inaccesible cada forma de vida, por primaria y unicelular que sea, es un vértice de actividad y esfuerzo. No hay masa que no sea una central de energía. No hay partícula sin ondulación discontinua, localidad sin genio ni organismo sin metamorfosis. Todo animal y planta es en tal aspecto vertical, erguido, pues lucha contra la entropía y la gravedad. También el gusano se yergue, se levanta y se arrastra por el suelo, de un modo con el que nuestra vanitas tiene una inevitable relación íntima.

Sea en el amor o en la cólera, la euforia, la tristeza o cualquier estado de ánimo intenso, todo momento culminante del hombre supone una entrada impetuosa de la planta o el animal en nosotros. Todo momento de contemplación o theoria es una reconciliación terrenal, una especie de banquete donde una fluidez espectral establece otros tipo de relaciones entre los seres y con el hombre. Existe de hecho una infinita variedad de mundos perceptivos, todos perfectos por igual y vinculados entre sí como en una gigantesca malla. En Monadología (§ 14) cada cuerpo es como un órgano del resto del universo, una perspectiva organizada, una fulguración de la divinidad: "El estado transitorio que envuelve y representa una multitud en la unidad o en la sustancia simple no es sino lo que se llama percepción, que debe distinguirse adecuadamente de la apercepción o de la conciencia, como luego se verá. Y precisamente en este punto los cartesianos han caído en un grave error, por no haber tenido en cuenta las percepciones de las que no nos apercibimos. Y eso también les hizo creer que solo los espíritus eran mónadas y que no existían las almas de los animales ni otras entelequias". Y también: "Pues como todo está lleno, lo cual hace que toda la materia esté ligada, y como en lo lleno todo movimiento produce algún efecto en los cuerpos distantes, de esta manera cada cuerpo es afectado no solo por aquellos con los que está en contacto, y de algún modo siente todo lo que les ocurre, sino que también, a través de ellos, siente a los que tocan a los primeros (...) de todo esto se sigue que esta comunicación llega a cualquier distancia. Y, en consecuencia, todo cuerpo siente todo lo que pasa en el universo".

En medio de la separación urbana, el arte no deja de ser un bloque de sensaciones, un compuesto de perceptos y afectos que acoge el devenir no humano del hombre, el descubrimiento de una zona de indeterminación donde cosas, animales, plantas y personas se reencuentran de una extraña manera. Ora en el ocio o en el amor, ora en la belleza o la contemplación, la verdad humana se alimenta de estas zonas de indeterminación entre distintos reinos, recreando por doquier las marismas primitivas de la vida. En tales zonas ocasionales todo es encuentro, huida, ataque, alimento, búsqueda, rodeo, caricia, paseos, sueño, retiro, ocio, transformaciones, juego, pasos, carreras y saltos. En suma, el demonio de una constante relación con seres exteriores o anómalos. La vibración ecológica de un territorio es tal –también dentro del cuerpo del hombre– que las interacciones crean una nueva tierra, unos nuevos cuerpos. El superhombre de Nietzsche es el hombre del subsuelo, alguien capaz de establecer nuevas relaciones anímicas con los objetos antes de regresar otra vez al mundo de los hombres. Y es muy posible que, finalmente, el movimiento de la tierra sea la desterritorialización misma, el desierto de Deleuze o lo que Whitman o Rilke llaman lo invisible.