Los sistemas de creencias, la cultura, el acervo de los pueblos, se construyen lentamente, a través de avances y retrocesos, casi siempre de luchas (que no otra cosa es la historia).
Esa cosmovisión colectiva, siempre totalizante, no es producto del tránsito desde una situación de equilibrio preexistente hacia un nuevo consenso pacífico, sino que, por el contrario, responde a una dialéctica de permanente conflicto. La relación de fuerzas sociales, siempre asimétrica, despareja, extremadamente injusta, resignifica, imposta, desfigura y deconstuye muchas veces las coordenadas fundamentales de la historia. Y esa historia comienza a ser, así, patrimonio de los vencedores.
Frente al intento de remover el nombre de Roca de una avenida emblemática de nuestra ciudad, se han alzado voces contestando que el mismo es anacrónico, que puede ser leída en clave de “revancha”, o que en definitiva debería ceder por accesorio frente a otros problemas, que son propios de los procesos de profunda fragmentación y transformación social inherentes a la tardomodernidad.
No he de detenerme a analizar el genocidio y las horrendas violaciones a los Derechos Humanos perpetrados por el militar, porque eso ha sido motivo de ocupación tanto de la historiografía no oficial, cuanto de parte de los propios impulsores de la iniciativa.
Me interesa, en cambio, desde lo simbólico, indagar qué significa la supervivencia del nombre de Roca en los espacios públicos y cuáles serían, desde esa misma perspectiva, los motivos que ameritarían su sustitución.
Lo simbólico, conjuga los significados y significantes que condicionan la conciencia de los individuos, sin que ellos de ordinario lo perciban. De hecho, el lenguaje es un conjunto de símbolos. Y con esa simbología y esos códigos compartidos aunque igualmente impuestos, generaciones enteras de argentinos, se educaron creyendo acríticamente en las narrativas épicas hegemónicas de “La Conquista del Desierto”. Incluyendo el más descarnado racismo, las justificaciones más extremas y la naturalización de la masacre de los Pueblos Originarios.
Pero, esencialmente, desde lo simbólico, la supervivencia de Roca en las nomenclaturas oficiales significa una reivindicación de las lógicas binarias y violentas como forma de resolución de los conflictos.
No hay demasiadas diferencias ontológicas entre la limpieza étnica roquista (incluyendo el hallazgo de prácticas concentracionarias en pleno siglo XIX) y la concepción de la alteridad y la diversidad como un "problema", respecto del cual es posible y está permitido “hacer algo”, pese a que no recibamos agresión alguna de ese “otro”. Roca es al “desierto” lo que la doctrina de la guerra preventiva a los nacionalismos subalternos y a los “peligrosos”, “distintos”, “vagos” y “merodeadores”. A los “anormales”, en suma, que describía Foucault.
Constituye el precedente análogo de una ideología intolerante y antidemocrática que promueve un país para pocos y que no deja lugar al multiculturalismo, siempre en nombre de la patria, el pueblo, el derecho, la seguridad, la familia y el progreso.
Nuestra sociedad ha sido sacudida, en los últimos años, por conflictos de naturaleza y complejidad desacostumbrada, muchas veces saldada por la violencia, sea ésta “legítima” o “ilegítima”. El resultado de estas circunstancias puso de relieve el protagonismo de la “multitud” como nuevo sujeto social y político, y el deterioro de los viejos paradigmas que durante casi dos siglos disciplinaron al conjunto.
Si lo que se intenta, entonces, es cambiar el nombre actual de la avenida por otro que reivindique la cultura aborigen, no estaríamos dando un paso menor.
Casi todas las civilizaciones originarias de América apelaron a métodos no violentos, a formas restaurativas para reestablecer el equilibrio afectado por el conflicto.
Ni el retribucionismo extremo, ni el prevencionismo retrógrado, ni el castigo sistemático e institucional inspiraron a las culturas precolombinas como forma de regular las diferencias. En un contexto donde la tierra no era de los hombres sino los hombres de la tierra, donde la naturaleza y el equilibrio ecológico eran valores preeminentes, no es difícil adivinar que la solidaridad fuera el núcleo duro que galvanizaba esas sociedades.
Esas sociedades no solamente no castigaban (ni encerraban) a los niños, sino que los consideraba “sagrados”, y era únicamente la reparación lo que debía buscar el equilibrio entre la realidad que antecedía conflicto y el presente modificado por éste.
Reivindicar a los pueblos originarios, entonces, encarna desde esa mirada la asunción de la perversidad de la violencia en cualquiera de sus formas, la posibilidad de resolver nuestras diferencias honrando las mejores tradiciones humanísticas y admitiendo que el otro no es un enemigo, sino alguien al que debemos tolerar y con quien debemos convivir armónicamente aún en la diferencia.
Como creo observar, lo simbólico, entonces, nos pone ante la disyuntiva histórica más severa, que -en este caso sí- está en nuestras manos resolver.