Después de la puesta en práctica en Paraguay de una nueva tecnología institucional destituyente, manipulada por el Imperialismo y sus socios locales, no faltaron aquellos que -con lógica preocupación- inscribieron el inmediato movimiento sedicioso policial de Bolivia en una escalada destinada a debilitar las bases del nuevo bloque de países sudamericanos con gobiernos democráticos y progresistas.
La respuesta de los países de la región no pudo ser más contundente: acaban de incluir a Venezuela en el MERCOSUR, en lo que constituye un hecho sin precedentes que puede llegar a modificar la geopolítica del Continente.
Estados Unidos tendrá ahora muchos problemas para ensayar un embate contra el gobierno socialista bolivariano, a quien se viene exhibiendo como "aislado del mundo" y proclive a entablar relaciones diplomáticas con países "no democráticos". Venezuela forma parte ahora -como miembro pleno- de un bloque de 250 millones de habitantes, poseedor de una de las mayores reservas acuíferas del mundo, de recursos alimentarios impresionantes y reservas energéticas envidiables.
El "destino común" latinoamericano parece dejar de ser un sueño de los padres fundadores, para asumir la forma de una realidad efectiva cada vez más homogénea, reconocida y gravitante en el mundo.
Este salto cualtitativo, en un contexto global donde priman las lógicas de los hechos consumados, se aplica el derecho de los poderosos y se vive en un sistema de permanente excepción, exige prontamente articular insumos comunes para consolidar la paz, prevenir los intentos desestabiliadores y proveer a la seguridad común.
El concepto de "seguridad hemisférica" adquiere, ahora, un significado dual, porque las demandas securitarias de los poderosos se van a plantear en dos planos.
En el plano externo, urdiendo nuevas formas de intervención políticas, comunicacionales, culturales, tecnológicas y -por qué no- militares.
En el orden interno, convirtiendo el neologismo intencionado de la "inseguridad" en un instrumento tendiente a socavar la legitimidad y la confianza de los gobiernos populares.
En ambos casos, la respuesta debería ser la misma: articular estrategias continentales de seguridad humana, basadas en el derecho, la democracia y las máximas garantías que los Estados puedan brindar a sus ciudadanos, por oposición a la tendencia histérica de recorte de derechos y garantías en que se ha convertido el sistema de control global internacional. Desde Honduras hasta Libia, pasando por Irak, Egipto y Siria, los ejemplos sobran en este sentido. Por algo el hijo de Kadhaffi clama por ser juzgado por la Corte Penal Internacional, que no es un organismo dechado de virtudes, justamente, pero que le garantiza un final menos cruento que las ejecuciones brutales que celebra Hillary Clinton (continuará).