Publicado originariamente en http://www.soloespolitica.com/blog/2010/11/valor-y-cultura-en-la-era-digital-iii-postmodernidad-y-globalizacion/
Habitualmente se considera como postmodernidad al período posterior a 1975, y a Lyotard como el padre del pensamiento postmoderno. Además durante las últimas décadas del siglo XX se ha venido usando el concepto de globalización, indisolublemente ligado al de postmodernidad. Ambos términos poseen un valor, nos son términos débiles, sino fuertes, como señala Brünner, en Globalización, cultura y postmodernidad, poseen connotaciones poderosas. La primera pregunta que debemos plantearnos es en qué sentido están ligados ambos conceptos. Si entendemos la globalización como el capitalismo extendido sobre la totalidad del planeta, y aceptamos que ésta se ha acentuado tras la caída del bloque comunista, así como por la proliferación de las redes de comunicación e información, podemos plantear la postmodernidad como aquel “estilo cultural correspondiente a una realidad global” (Ibid.).
La consecuencia de una cultura global consiste en la fragmentación de la cultura, ésta cultura se compondrá a su vez de ideología fragmentarias, pluralista, autorreflexivas, y en definitiva, como señala Rorty, relativistas (DEUTSCH., E. (ed.), Cultura y modernidad: perspectivas filosóficas de Oriente y Occidente). La globalización de la postmodernidad necesariamente presupone el relativismo de la cultura, puesto que la postmodernidad niega toda esencia, toda naturaleza común.
El postmodernismo se nos presenta fundamentalmente nominalista, al no haber esencias todo se reduce a nombres, todo es cuestión de términos, en última instancia somos esclavos de nuestras palabras, aún más, como ya dijo Wittgenstein en su Tratactus logico-philosophicus nuestras palabras condicionan nuestro ser y configuran nuestro mundo.
La realidad pierde peso, pierde interés, lo importante es el lenguaje, y en el mundo en el que el lenguaje tiene un peso tan fundamental, la comunicación se convierte en uno de los ejes transversales que configuran el mundo. La industria cultural y los mass media confeccionan la estructura central de la conciencia del mundo.
La industria cultural se convierte así en la gran fábrica de signos y símbolos, que a su vez, por obra de la globalización, se tornan universales, globales. En cualquier lugar, por remoto que sea éste, se conforma un sentido común, se crea una atmósfera artificial, mental, que es externa al hombre, pero que éste interioriza.
La construcción de símbolos y signo globales supone la creación de una red de valores invisibles que universalizan los patrones de conducta, pero además éstos símbolos no son fijos, sino que son mutables, aún más, son fugaces, se producen, se utilizan se consumen y se agotan, y fruto de esta cultura de la brevedad, surge a inestabilidad. Las tradiciones y las novedades son devoradas por la vorágine postmoderna.
La fugacidad se configura así como una de las características esenciales de la cultura postmoderna, mientras que la globalidad ensancha el horizonte hasta el infinito, la postmodernidad lo reduce a la fugacidad. Pero la fugacidad da la impresión de no llevar dirección alguna, carece de sentido, ¿qué ocurre entonces con la vieja concepción del progreso?
La industria de la cultura ofrece bienes de consumo que tienen que ser agotados, como dice H. Arendt:
“Panis et circenses, es verdad, van juntos (…) hay que producirlos y ofrecerlos una y otra vez, para que el proceso cierre para siempre. Las normas para juzgarlos han de ser la frescura y la novedad” (ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro: ocho ejercicios sobre la reflexión política.)
Es éste el autentico peligro para la sociedad actual, ésta es la auténtica amenaza para el mundo cultural. El problema tiene su origen en que la sociedad de masas no quiere cultura, sino entretenimiento, con el que “rellenar” su cada vez mayor tiempo libre, los bienes de esta sociedad, necesariamente, deben ser perecederos.
La realidad del problema se encuentra no en el entretenimiento, sino en la destrucción de la cultura para ofrecer entretenimiento. Un objeto es cultural en la medida en que puede prevalecer, y puede prevalecer en la medida en que está cargado de valores, como decíamos en la introducción. Pero los objetos de consumo de la sociedad postmodernna carecen de valores y por ello carecen de valor cultural, su única finalidad es el entretenimiento.
La funcionalidad de los objetos de consumo agota su propio valor, al dejar de ser útiles carecen de su único valor, poseen valor solo un instante, fugazmente, inconsistemente, y fruto de ello la cultura postmoderna es una cultura de la fugacidad, de la inconsistencia.
La visión postmoderna del mundo se opone frontalmente a la tradicional, frente a la visión de un orden temporal y jerarquizado surge la visión de un mundo caótico sin orden ni razón de ser. Frente al proyecto racionalista, ilustrado, empirista se erige el desproyecto postmodernista. Porque el postmodernismo más que un proyecto es un desproyecto, más que postmodernista es antimodernista.
Por todo ello, no podemos menos que concluir que nuestro mundo es un mundo de ilusiones sin nada detrás que las respalde, no hay esencias que sustenten la pura cultura, no hay valores que cimenten el armazón.
Antes el capital cosificaba las relaciones humanas, ahora la comunicación las interioriza, surge así una conciencia narcisista, el mundo se subjetiviza, es multiinterpretable.
Además surge una nueva problemática en nuestra era de las comunicaciones, el problema de la corporalidad. La ausencia de ésta en la esfera de las comunicaciones electrónicas, y aún más, la pretensión de hallar en ello una ventaja, la realización de un ideal, de una utopía, pone de relieve la importancia de la problemática. La carencia de una referencia corporal en la comunicación, lejos de suponer el ideal comunicativo, dificulta todo intento de una comunicación real y efectiva.
La carencia de una corporalidad sobre la que asentar los modelos de comunicación, propicia la distorsión de roles en la esfera internauta, al desposeerse del cuerpo, no solo se crea un modelo de identidad virtual, y bajo pseudónimos que mantienen el anonimato, sino que el interlocutor puede plantearse el usar múltiples personalidades, múltiples identidades, de tal modo que la comunicación se hace inconsistente, insustancial, irreal.
La corporalidad es una pieza esencial en la base de toda identidad, renunciar a la corporalidad supondría renunciar a una parte integrante de la personalidad, sería renunciar, o aún peor, rechazar la propia identidad, en pos de una multiplicidad de identidades fragmentarias.
Las relaciones virtuales en la red, jamás pueden compensar la carencia de las relaciones personales, intercorporales, puesto que no somos únicamente mente, sino que también somos cuerpo, en el sentido estricto que significa ser. No tenemos un cuerpo, somos un cuerpo, sería preciso reivindicar aquel clásico principio spinozista del paralelismo entre cuerpo y mente, “no sabemos ni siquiera lo que puede un cuerpo” (SPINOZA, B. , Ética demostrada según el orden geométrico). Las relaciones cibernéticas entre internautas, por mucho que éstas se multiplicasen, jamás pueden soslayar este punto, puesto que al negar la corporalidad de nuestro ser caemos de nuevo en uno de nuestros mayores temores, el temor a la soledad. Sin relaciones corpóreas, jamás podremos dejar de sentirnos solos, pues parte de nosotros, del nosotros que somos, estará solo.
Ante el panorama que se nos presenta cabría preguntarse si existe posibilidad alguna de acercarse a un análisis crítico de nuestro mundo, más aún ¿nos hallamos ante un nihilismo existencial irrebasable? Todo es, pero todo carece de valor, nada tiene valor, luego el todo es la nada.
Si el darwinismo proclamaba que la evolución no se rige por ninguna ley progresiva, ¿por qué no hacer bueno la ley darwinista en el mundo cultural? ¿Está el hombre postmoderno condenado a lanzarse sobre las ruedas del azar? ¿Estamos condenados a este nihilismo existencial?
El postmodernismo se nos presenta fundamentalmente nominalista, al no haber esencias todo se reduce a nombres, todo es cuestión de términos, en última instancia somos esclavos de nuestras palabras, aún más, como ya dijo Wittgenstein en su Tratactus logico-philosophicus nuestras palabras condicionan nuestro ser y configuran nuestro mundo.
La realidad pierde peso, pierde interés, lo importante es el lenguaje, y en el mundo en el que el lenguaje tiene un peso tan fundamental, la comunicación se convierte en uno de los ejes transversales que configuran el mundo. La industria cultural y los mass media confeccionan la estructura central de la conciencia del mundo.
La industria cultural se convierte así en la gran fábrica de signos y símbolos, que a su vez, por obra de la globalización, se tornan universales, globales. En cualquier lugar, por remoto que sea éste, se conforma un sentido común, se crea una atmósfera artificial, mental, que es externa al hombre, pero que éste interioriza.
La construcción de símbolos y signo globales supone la creación de una red de valores invisibles que universalizan los patrones de conducta, pero además éstos símbolos no son fijos, sino que son mutables, aún más, son fugaces, se producen, se utilizan se consumen y se agotan, y fruto de esta cultura de la brevedad, surge a inestabilidad. Las tradiciones y las novedades son devoradas por la vorágine postmoderna.
La fugacidad se configura así como una de las características esenciales de la cultura postmoderna, mientras que la globalidad ensancha el horizonte hasta el infinito, la postmodernidad lo reduce a la fugacidad. Pero la fugacidad da la impresión de no llevar dirección alguna, carece de sentido, ¿qué ocurre entonces con la vieja concepción del progreso?
La industria de la cultura ofrece bienes de consumo que tienen que ser agotados, como dice H. Arendt:
“Panis et circenses, es verdad, van juntos (…) hay que producirlos y ofrecerlos una y otra vez, para que el proceso cierre para siempre. Las normas para juzgarlos han de ser la frescura y la novedad” (ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro: ocho ejercicios sobre la reflexión política.)
Es éste el autentico peligro para la sociedad actual, ésta es la auténtica amenaza para el mundo cultural. El problema tiene su origen en que la sociedad de masas no quiere cultura, sino entretenimiento, con el que “rellenar” su cada vez mayor tiempo libre, los bienes de esta sociedad, necesariamente, deben ser perecederos.
La realidad del problema se encuentra no en el entretenimiento, sino en la destrucción de la cultura para ofrecer entretenimiento. Un objeto es cultural en la medida en que puede prevalecer, y puede prevalecer en la medida en que está cargado de valores, como decíamos en la introducción. Pero los objetos de consumo de la sociedad postmodernna carecen de valores y por ello carecen de valor cultural, su única finalidad es el entretenimiento.
La funcionalidad de los objetos de consumo agota su propio valor, al dejar de ser útiles carecen de su único valor, poseen valor solo un instante, fugazmente, inconsistemente, y fruto de ello la cultura postmoderna es una cultura de la fugacidad, de la inconsistencia.
La visión postmoderna del mundo se opone frontalmente a la tradicional, frente a la visión de un orden temporal y jerarquizado surge la visión de un mundo caótico sin orden ni razón de ser. Frente al proyecto racionalista, ilustrado, empirista se erige el desproyecto postmodernista. Porque el postmodernismo más que un proyecto es un desproyecto, más que postmodernista es antimodernista.
Por todo ello, no podemos menos que concluir que nuestro mundo es un mundo de ilusiones sin nada detrás que las respalde, no hay esencias que sustenten la pura cultura, no hay valores que cimenten el armazón.
Antes el capital cosificaba las relaciones humanas, ahora la comunicación las interioriza, surge así una conciencia narcisista, el mundo se subjetiviza, es multiinterpretable.
Además surge una nueva problemática en nuestra era de las comunicaciones, el problema de la corporalidad. La ausencia de ésta en la esfera de las comunicaciones electrónicas, y aún más, la pretensión de hallar en ello una ventaja, la realización de un ideal, de una utopía, pone de relieve la importancia de la problemática. La carencia de una referencia corporal en la comunicación, lejos de suponer el ideal comunicativo, dificulta todo intento de una comunicación real y efectiva.
La carencia de una corporalidad sobre la que asentar los modelos de comunicación, propicia la distorsión de roles en la esfera internauta, al desposeerse del cuerpo, no solo se crea un modelo de identidad virtual, y bajo pseudónimos que mantienen el anonimato, sino que el interlocutor puede plantearse el usar múltiples personalidades, múltiples identidades, de tal modo que la comunicación se hace inconsistente, insustancial, irreal.
La corporalidad es una pieza esencial en la base de toda identidad, renunciar a la corporalidad supondría renunciar a una parte integrante de la personalidad, sería renunciar, o aún peor, rechazar la propia identidad, en pos de una multiplicidad de identidades fragmentarias.
Las relaciones virtuales en la red, jamás pueden compensar la carencia de las relaciones personales, intercorporales, puesto que no somos únicamente mente, sino que también somos cuerpo, en el sentido estricto que significa ser. No tenemos un cuerpo, somos un cuerpo, sería preciso reivindicar aquel clásico principio spinozista del paralelismo entre cuerpo y mente, “no sabemos ni siquiera lo que puede un cuerpo” (SPINOZA, B. , Ética demostrada según el orden geométrico). Las relaciones cibernéticas entre internautas, por mucho que éstas se multiplicasen, jamás pueden soslayar este punto, puesto que al negar la corporalidad de nuestro ser caemos de nuevo en uno de nuestros mayores temores, el temor a la soledad. Sin relaciones corpóreas, jamás podremos dejar de sentirnos solos, pues parte de nosotros, del nosotros que somos, estará solo.
Ante el panorama que se nos presenta cabría preguntarse si existe posibilidad alguna de acercarse a un análisis crítico de nuestro mundo, más aún ¿nos hallamos ante un nihilismo existencial irrebasable? Todo es, pero todo carece de valor, nada tiene valor, luego el todo es la nada.
Si el darwinismo proclamaba que la evolución no se rige por ninguna ley progresiva, ¿por qué no hacer bueno la ley darwinista en el mundo cultural? ¿Está el hombre postmoderno condenado a lanzarse sobre las ruedas del azar? ¿Estamos condenados a este nihilismo existencial?