Un artículo del P. Massimo Pavarini *
I. El título de la presente contribución deja “provocativamente” entender que existe una relación de dependencia funcional entre el instituto y/o la práctica de la mediación penal y el proceso de reducción de la respuesta privativa de la libertad en el sistema de justicia penal de menores, relación que es científicamente improponible. La instrumentalidad funcional del primero respecto del segundo —ya sea se quiera entender que efectivamente el recurrir a la mediación penal contribuye a la reducción de las tasas de carcerización, o bien se quiera expresar solamente el deseo de que esta relación pueda determinarse— es simplemente insensata. Se trata, en efecto, de realidades que se encuentran en planos distintos. Sin embargo —y esta es la tesis crítica de fondo de mi argumento— en la cultura jurídica italiana corren el riesgo de ser entendidas como si estuvieran funcionalmente conectadas. Pero procedamos con orden.
II. De las diversas lecturas que la doctrina ofrece sobre el “por qué” del surgimiento, al menos desde la década de los años setenta, del restorative paradigm en los sistemas de control social (también penal) como alternativa y/o en competencia con los paradigmas retributivo y rehabilitativo, la lectura propuesta por Faget[1] me seduce más que cualquier otra: el modelo reparador-mediador se desarrolla “rizomáticamente”[2] —como efecto de una tendencia connatural entrópica de los sistemas de producción de orden como los modelos de control social penal— más allá de los límites del orden mismo[3]. Surge, por lo tanto, de modo confuso e imprevisible en territorios sociales progresivamente abandonados por los sistemas formales de producción de orden. Las “periferias” o “provincias” enteras quedan de hecho desprovistas de toda protección efectiva ofrecida por la legalidad: el límite más allá del cual Hic sunt leones recorta a modo de mancha del leopardo espacios sociales heterogéneos y diversos donde el orden legal no se produce más. Es en estos espacios donde “espontáneamente ” surge o puede surgir un orden diferente.
Una de las grandes promesas de la modernidad, por lo tanto, ya no se mantiene: la función disciplinaria “avocada” —los abolicionistas hablan en verdad de “expropiada”[4]— a lo social y monopólicamente asumida dentro de los confines de la legalidad por el sistema de justicia penal, profundiza su incapacidad de “gobernar”, esto es, de producir orden.
Dos procesos distintos favorecen con efectos sinérgicos la disolución del propio sistema de justicia penal: por un lado, el crecimiento desproporcionado del territorio penal en razón del crecimiento de las funciones disciplinarias propias del estado social; por el otro lado, la crisis de los sistemas de socialización primaria y por ende, como reflejo, la producción creciente de demandas de disciplina formal.
El ámbito del sistema de control social penal es, en suma, demasiado vasto para poder ser mantenido. Por lo tanto, metafóricamente, parece además que el sistema debe responder a la segunda ley de la termodinámica[5]. Los fenómenos que se producen por fuera del sistema, y a veces contra él —en los espacios del creciente desorden salvaje—, hacen pensar en verdaderos y propios procesos de refeudalización de las relaciones sociales. Los conflictos y la violencia intrafamiliar y en las relaciones de vecindad, la degradación social, el vandalismo, la micro-criminalidad en la periferia metropolitana, la intolerancia racial, producen sufrimientos de victimización difusa que se traducen en reclamos también difusos de reafirmación normativa, que tampoco resultan satisfechos[6].
En este contexto político de disolución es por lo tanto posible asistir al surgimiento de dinámicas sociales que tienen como objetivo el de responsabilizar a la sociedad civil, el de restaurar (los amigos abolicionistas siempre prefieren el término “reapropiarse de”) la capacidad y la virtud de autorreglamentar los conflictos que cuentan con un amplio capital de “simpatía social”.
La puesta en escena pública de la mediación se instala de este modo en este escenario de amplia adhesión consensual del “hacerse cargo informalmente” de las situaciones problemáticas de hecho abandonadas por los sistemas formales de control[7]. Su más genuina expresión se concreta por lo tanto en la adhesión a un modelo de mediación “autónomo-comunitario-desprofesionalizado”. Su crecimiento “espontáneo” y “desordenado” asigna a segmentos diversos y heterogéneos el hacerse cargo de las problemáticas, atravesando los límites formales del orden legal “tradicional”: civil, administrativo, penal. La mediación parecería poder extenderse felizmente hacia todo ámbito, pero esto es un falaz efecto óptico.
La retórica justificativa de esta imposición es socialmente cautivante: “informal”, “dulce”, “inteligible”, “simple”, “próxima”, son términos de un léxico construido sobre el género “femenino” contra el “masculino” de una justicia formal, dura lex, incomprensible, compleja, distante. Que el área de la desviación minoril y juvenil se encuentre entre las primeras en ser afectada por el paradigma en estudio es, por lo tanto, de una evidencia absoluta. Pero también cuando la ola del “hacerse cargo de otro modo de los conflictos” —esto es, desde fuera del sistema de justicia formal— invade áreas diversas, queda de todos modos una cierta contigüidad: como se expresa con inteligencia el australiano y “estrábico” Braithwaite (con un ojo antropológico atento a los sistemas aborígenes de gestión de los conflictos, y con el otro dirigido a la “paradoja” japonesa), los recursos vencedores de la experiencia mediadora son el sentimiento de vergüenza (reintegrativa y no socialmente estigmatizada) por parte del desviado y el perdón por parte de la víctima[8]. Se trata, en suma, de la disciplina materna contra la justicia del padre.
Todo lo bueno y todo lo malo que se pueda proclamar —a decir verdad, basta con leer el exhaustivo compendio de las diversas razones pro y contra en Bonafé-Schmitt[9] y en Roger Matthews[10]— de la restorative justice[11] se juega en torno a que originaria y primitivamente se fundaba sobre un modelo consensual contra uno conflictual de las relaciones sociales. Las simpatías y las desconfianzas, los amores y los odios que nos dividen frente a esta experiencia radican en sustancia en este punto decisivo. Pero la cuestión también puede presentarse de otra manera. Se puede convenir que la “otra” justicia (que no es propiamente “justicia”, y tampoco le apetece serlo) tiene éxito en la gestión de las situaciones problemáticas que se construyen socialmente, y que son advertidas por los actores sociales involucrados, como “malestar” y “sufrimiento”, y no como “conflictos”. En suma, áreas de desorden “no conflictivas” o de algún modo de “conflictualidad contenida”. Situaciones ciertamente problemáticas, a menudo productoras también de gran sufrimiento y de amplio malestar en los actores sociales involucrados, pero que socialmente no son percibidas como “amenazantes ” y “contestatarias” de la hegemonía del orden normativo estatal sobre el cual se basa el pacto de ciudadanía. Como padre de una hija fallecida en un accidente de tránsito en la locura del sábado a la noche, puedo hallar satisfacción más fácilmente en un proceso mediatorio con el desgraciado joven (cuando sea posible presumir su arrepentimiento ), que en la hipótesis de que mi hija haya sido asesinada en un tiroteo en un asalto; o bien en la hipótesis de que haya sido deliberadamente asesinada porque era testigo involuntario de un delito de la mafia. Aún menos la hallaría en la hipótesis de que haya sido “ajusticiada” por un grupo de fanáticos islámicos porque llevaba una minifalda. Y sin embargo, el sufrimiento de lo perdido es en todos los casos inconmensurablemente el mismo.
El espacio de practicabilidad de una “gestión del conflicto entre las partes privadas” tiene por lo tanto relación con cuán establemente sea percibida la estructura social y, en otras palabras, con la medida en que la determinada situación problemática sea sufrida sólo “privadamente”. Y es de otro modo significativo que los contextos nacionales donde por primera y más difusamente se ha desarrollado la experiencia de la mediación social sean aquellos en los cuales la estructura y el orden social son fuertemente compartidos por la gente, como en Canadá y en los países escandinavos; o bien aquellos, como Estados Unidos, en donde, por razones ciertamente bastante diferentes —si no opuestas— culturalmente el Estado es bastante débil o resulta directamente ausente, y antropológicamente el conflicto difícilmente deviene “público”. Como penalista, teniendo en mente el preclaro ensayo que Sbriccoli[12] publicara hace algunos años sobre el nacimiento del Derecho penal moderno, me parece que puedo expresarme del siguiente modo: el espacio histórico y político de practicabilidad de una solución “sólo entre las partes” del conflicto está en proporción directa a la distancia del conflicto con la construcción social del hecho como crimen laesae maiestatis.
III. Pero la mediación penal en el sistema de justicia de menores italiana es sin embargo otra cosa. “Otra” significa que ha pasado mucha agua debajo del puente desde aquella situación, descripta más arriba, de producción social de un orden ante la crisis del sistema legal. A aquel primer proceso siguió uno de signo opuesto: el intento del sistema legal de re-apropiarse, de “incluir” dentro de los confines de la legalidad formal, lo que se había ido instalando por afuera. Los modelos concretados de mediación penal hoy dominantes y a los cuales también nuestro sistema de justicia penal de menores parece —con tardío interés— mirar con simpatía, son aquellos de tipo “legal-profesional”[13]. A la dispersión sigue ahora la inclusión. Como pueden con razón exclamar los buenos historiadores del Derecho penal: “¡Historia conocida!”.
Por otro lado, las vías técnicas para alcanzar el fin de la “reapropiación” son al menos en apariencia fácilmente practicables: donde sea posible, en particular en los sistemas de justicia penal que se rigen por el ejercicio facultativo de la acción penal, la vía regia es la de la diversion procesal; de lo contrario, puede recorrerse la vía ciertamente más intransitable de las penas sustitutivas, o más aún, pasar por el ojo de la aguja de un uso atípico de la probation.
No me referiré por ahora a estos aspectos técnicos, que por otra parte revisten un interés particular. También en este caso conviene preliminarmente interrogarse sobre el “por qué” —esto es, sobre la razón “fuerte”, digamos estructural— de este proceso de “recuperación” por el sistema de la justicia formal, y por lo tanto también de la penal, de la realidad informal desarrollada en su exterior, más allá de los confines de la legalidad.
Diviso una sola razón. La experiencia externa es incluida como recurso útil por un proceso de racionalización sistémica, en el sentido de que aquella experiencia sólo en cuanto resulte “institucionalizada” parece capaz de favorecer contemporáneamente :
— el enriquecimiento de la “caja de herramientas” con las cuales opera el sistema formal de justicia y de control social penal;
— al mismo tiempo, la implementación de modalidades consideradas “deflacionarias” respecto a aquéllas más propias y tradicionales de gestión de los conflictos, crónicamente afectadas por la disfuncionalidad determinada por los procesos de crecimiento hipertrófico.
Los dos objetivos apreciados y apreciables bajo el perfil de la funcionalidad sistémica son pues los mismos contra los cuales se puede concentrar también la lectura crítica del proceso de “institucionalización”; y en efecto estas críticas han sido repetidamente argüidas, exactamente en el siguiente sentido:
— el enriquecimiento de la “caja de herramientas” ha sido censurado como “ampliación de la red” del control penal, como inclusión en el área de la criminalización secundaria de cuanto “de hecho” de otro modo se escapa[14];
— el objetivo “deflacionario” —a menudo más presunto que real— ha sido criticado por resultar orientado principalmente a la definición de una justicia menor, como justicia “desvalorizada” y de segundo nivel[15].
Me parece que las críticas son sensatas en cuanto sean entendidas como “individualización” de un riesgo posible, pero me generaría alguna perplejidad si fueran entendidas como individualización de un riesgo inevitable.
IV. Si la razón de peso de este proceso de inclusión dentro en los confines de la legalidad de todo aquello que “naturalmente ” se había instalado por fuera, parece responder a necesidades estructurales que podemos convencionalmente definir como “hegemonía” —la misma en sustancia presente en todos los sistemas—, la retórica justificativa que legitima este “quiebre” puede ser diferente en razón de los contextos culturales en los cuales opera. En suma, si la razón latente es la misma, diversas son en cambio las razones manifiestas.
Me limito a reflexionar en referencia al sistema de la justicia de menores en Italia. Es difícil no convenir que en lo concerniente a este sistema, la referencia a la cultura dominante ha sido y es todavía el [paradigma] correccional-rehabilitativo.[16] Todo lo bueno y todo lo malo que de esta cultura jurídica dominante pueda decirse, se concentra fundamentalmente en la obsesiva atención pedagógica prestada al menor en dificultades. Y resulta también difícil no convenir que este paradigma dominante preventivo-especial positivo en el sector minoril ha producido o favorecido o acompañado felizmente, o simplemente ha justificado socialmente algunos procesos materiales “envidiables” y “envidiados” internacionalmente: basta sobre todo recordar el primado que Italia todavía conserva (aclaro: todavía, pero ¿por cuánto tiempo más?) en el contexto de los países occidentales por el bajo índice de menores institucionalizados[17]. En el sector minoril, Italia es un “absurdo” —ciertamente, aun cuando esto ha sido “explicado”, por ejemplo, por De Leo[18]— como lo es Japón por la “suavidad” de su sistema de justicia penal.
Un sistema tan tenaz y extensamente atravesado por la retórica correccional- rehabilitativa, debe hacer pasar inevitablemente cada cosa —también “lo nuevo”— a través del único vocabulario que conoce, o bien a través del que conoce mejor. Con esto quiero decir que el avance del sistema hacia nuevos horizontes se lleva a cabo bajo la bandera vencedora, y ésta es (todavía), en el sistema de la justicia penal de menores en Italia, la de la recuperación, la reeducación, la resocialización, en suma, la del “hacer el bien” al menor desviado.
Más allá de la metáfora, lo que me parece que puede divisarse es muy simple: el interés en la experiencia de la mediación es aprehendido como recurso que en caso necesario puede resultar útil en la inversión pedagógica sobre menores autores de delito. En suma: nada más (y lo digo sin suficiencia alguna) que una “nueva” modalidad “de tratamiento”. Un tratamiento reeducativo alternativo al proceso penal pedagógico, o bien a la pena reeducativa, pero sólo nominalmente, porque sustancialmente es homólogo a ese proceso y a esa pena.
Por cierto nada “escandaloso” y tal vez nada “útil” para el menor, pero si opera así, la naturaleza “originaria” de la mediación es irremediablemente negada: el paradigma compensatorio pierde su peculiaridad, convirtiéndose sólo en el envoltorio de un contenido sustancialmente “terapéutico” que le es originaria y “naturalmente ” extraño.
V. Llegamos finalmente a la “recepción” de la mediación en el sistema positivo de menores en Italia.
La cuestión sustancial —sólo aparentemente técnica— es la individualización del “momento”, esto es de la fase en la cual el experimento mediador es incorporado por el sistema formal de justicia penal. En suma, dónde se da el encuentro.
Si las observaciones formuladas más arriba captan el dinamismo del proceso de “inclusión”, me parece posible individualizar una tensión entre dos polos de atracción opuestos que, contingentemente, colocan el momento de la intersección en una fase más o menos contigua a ellos. El polo originario del restorative paradigm está ontológicamente orientado a la satisfacción de las “necesidades” de la víctima; el paradigma rehabilitativo-correccional ofrece una solución a los “problemas” del joven desviado. Más aún, el primero busca una razonable solución satisfactoria entre las partes en conflicto, mientras que el segundo orienta positivamente el proceso evolutivo del joven. Las tensiones resultan por lo tanto bifurcadas entre estos polos: el sistema de mediación presiona necesariamente hacia “nuevos espacios” lo más remotos posibles de los hegemonizados por el sistema judicial, procesal, punitivotratamental; el sistema penal-rehabilitativo, por el contrario, prefiere, también naturalmente, la fase punitivo-tratamental, el proceso pedagógicamente orientado, la intervención profesional-judicial. Las soluciones contingentes que se ofrecen son por lo tanto siempre compromisos más o menos “desbalanceados” según predomine un polo de atracción sobre el otro. Resulta fácil señalar rapsódicamente el orden decreciente que va de los compromisos más próximos a los más remotos del restorative paradigm:
V.1. En nuestro sistema positivo minoril, la solución de compromiso ciertamente más favorable a la “naturaleza” de la mediación, es la sugerida por la experiencia jurisprudencial del Tribunal de Menores de Torino, muchas veces expuesta por Boushard[19]: una mediación activada en una fase pre-procesal al proceso de menores —cf. art. 9 del d.P.R. 448/88—, que, de llegarse a una solución satisfactoria, admitiría eventualmente un pedido de archivo de las actuaciones por irrelevancia del hecho —cf. art. 27—. Bien entendido, se trata de la única diversion verdadera, una vía que permite ubicar la experiencia mediadora “afuera”, porque se da inmediatamente “antes” del proceso. Es cierto y obvio que la experiencia de la mediación está ya atravesada por la sombra amenazante del proceso, en el sentido de que el menor desviado será por demás consciente de que si no participa en ella y no colabora provechosamente, terminará entrando en el túnel del proceso penal, y por lo tanto asumiendo el riesgo de la condena y de la pena.
V.2. El intento de la mediación se efectúa aún en una fase pre-procesal, pero por sus resultados no se lo considera “suficiente” para un sobreseimiento por irrelevancia del hecho, aunque merezca ser premiado con el perdón judicial. Es evidente que la mediación —como mediación— ha por lo tanto “fracasado”, pero el comportamiento del menor es de todos modos valorado positivamente en clave preventivo-especial. En síntesis, un dispositivo en parte idóneo para evitar la condena y la pena, aunque ciertamente no el proceso; pero sobre todo un mecanismo que no se centra en el objetivo reparatorio, que permanece por lo tanto insatisfecho en todo o en parte.
V. 3. La mediación puede constituir finalmente una verdadera y propia medida alternativa —cf. art. 28 y siguientes—. Nos situamos ahora plenamente en el interior no sólo del proceso, sino también de la pena. La mediación es por lo tanto en y para todo una modalidad de tratamiento orientada a fines preventivo-especiales. Por cierto podrá también, aunque sólo eventualmente, alcanzar el fin reparatorio dando plena satisfacción a la víctima, pero de todos modos el intento de mediación se llevaría a cabo aun si esta finalidad no se alcanzara en todo o en parte, siempre que el comportamiento del menor pudiera ser valorado positivamente en clave correccionalista.
VI. Regresamos así al problema inicial. ¿Cuáles son las posibilidades de que este “matrimonio que no debía realizarse” pero que finalmente “se realizará” entre mediación y sistema de la justicia penal de menores, permita al paradigma compensatorio no someterse únicamente a las razones del paradigma correccional?
La cultura y las razones de la prevención-especial son fuertes, demasiado fuertes. Su fuerza está vinculada, en parte, a la convicción difusa —que a mí me parece equivocada— de su idoneidad en la contención de la represión. Es en verdad difícil no pensar que la atención benévola —aunque sea tardía— que el sistema de la justicia penal de menores muestra hoy en relación con los recursos ofrecidos por la mediación, sea justamente la de un recurso útil para obtener el fin ciertamente muy noble y compartido de la descarcerización[20].
Y mi convicción personal es que todo esto es efecto de una verdadera ilusión. He tenido en otras ocasiones[21] la oportunidad de expresar de modo articulado esta simple convicción: las tasas de carcerización no tienen relación ni con la evolución de la criminalidad (ya sea aparente o real), ni con el marco normativo de referencia (más o menos supuestos legales de diversion procesal, de penas sustitutivas y de modalidades alternativas a la pena privativa de la libertad). Por el contrario, parecen directa e indirectamente responder a cómo se construye socialmente el reclamo de penalización.
Es verdad que si la experiencia originaria de la mediación social puede ocasionalmente revelarse como instrumento que favorezca una construcción social diferente del pánico, a través de la utilización de un vocabulario no punitivo en la solución de los conflictos, este recurso debería ser celosamente “preservado” y “cultivado”. Lamentablemente, cuando la mediación es “atrapada” por el sistema de la justicia penal, inexorablemente pierde su virtud, es violada y prostituida, de modo que su lenguaje alternativo es irremediablemente incluido y homologado por vocabulario mucho más rico de la pena.
Notas
* Presentación hecha en Bolzano el 31 de enero de 1997, en la reunión La mediazione penale minorile, de próxima publicación por CEDAM de Padua. Traducción de Mary Ana Beloff y Christian Courtis.
** Universidad de Bologna, Italia.
1Faget, J., La médiation pénale: une dialectique de l’ordre et de désordre, en “Déviance et Société”, 1993, vol. XVII, nº 3, ps. 221-223.
2Faget, J., Justice et travail social, le rhizome pénal, Toulouse, Erès, 1992.
3Forse, M., L’ordre improbable. Entropie et processus sociaux, París, PUF, 1989.
4Sobre el punto en particular de la crítica del proceso de monopolización estatal de los recursos represivos, cf. Hulsman, L., Abolire il sistema penale? (intervista a…), en “Dei delitti e delle pene”, 1983, ps. 71-89.
5Cf. Boudon, R ., Effets pervers et ordre social, París, PUF, 1977; La place de désordre, Paris, PUF, 1984.
6Cf. Roché, S., Le sentiment d’insécurité, París, PUF, 1993; Lagrange, H., Apréhension et préoccupation sécuritaire, en “Deviance et Société”, 1992, vol. XVI, 1, ps. 1-29 ; Brown, J., Insecure Societies, London, McMillan, 1990; Pavarini, M., Controlling Social Panic. Questions ad Answers about Security in Italy at the End of Millennium, en C. Sumner, C. y Bergalli , R. (eds.), “Social Control at the End of Millennium”, Londres, Sage, 1997, ps. 75-95.
7Cf. Matthews, R. (ed.), Informal Justice?, Londres, Sage, 1988.
8Braithwaite, J., Crime, Shame and Reintegration, Cambridge, University Press, 1989; Braithwaite, J. y Pettit, P., Not Just Desert. A Republican Theory of Criminal Justice, Oxford, Claredon Press, 1990.
9Op. cit.
10Op. cit.
11Cf. la óptima tesis doctoral de Varona, G., Restorative Justice: New Social Rites within the Penal System? , Oñati International Institute for the Sociology of Law, 1996.
12Cf. Sbriccoli, M ., Crimen laesae maiestatis, Milán, Giuffré, 1974.
13Según la clasificación realizada por Foget, J., La médiation pénale, op. Loc. cit ., p. 225.
14Cf., para todos, Cohen, S., Visions of Social Control, Oxford , Polity Press, 1985.
15Cf., Marshall, T. F., Out of Court: More or Less Justice?, en Matthews (ed.), “Informal Justice?”, cit., ps. 25-50
16Por otro lado, la misma reforma procesal penal minoril se legitima más por las finalidades correccionales que por la que implica la afirmación de un due process; cf., sobre este punto, Pavarini, M., Il rito pedagogico. Politica criminale e nuovo processo penale a carico di imputati minorenni, en “Dei delitti e delle pene”, 1991, nº 2, ps.107-39
17Cf. De Stroebel, G ., Analisi critica della statistica giudiziaria e criminale in tema di giustizia minorile dal 1947 ad oggi, en Bergonzini , Pavarini (a cuidado de), en Potere giudiziario, enti locali e giustizia minorile, Bologna, Il Mulino, 1985, ps. 235-267.
18De Leo, G., Devianza, personalità e risposta penale: una proposta di riconcentualizzazione, en La questione criminale, 1981, nº 2, ps. 219-243.
19Boushard, M., Vittime e colpevoli: c’è spazio per una giustizia riparatrice?, en Questione giustizia, 1995, p. 4.
20Acerca de esto último he reflexionado en general en Pavarini, M., Bilancio della esperienza italiana di riformismo penitenziario, de inminente publicación en “Il vaso di Pandora”, Roma, Treccani.
21Pavarini, M., La criminalità punita. Processi di carcerizzazione nell’Italia del XX secolo, de próxima publicación en Violante (a cuidado de), “Criminalità” para la “Enciclopedia d’Italia”, Torino, Einaudi.
Una de las grandes promesas de la modernidad, por lo tanto, ya no se mantiene: la función disciplinaria “avocada” —los abolicionistas hablan en verdad de “expropiada”[4]— a lo social y monopólicamente asumida dentro de los confines de la legalidad por el sistema de justicia penal, profundiza su incapacidad de “gobernar”, esto es, de producir orden.
Dos procesos distintos favorecen con efectos sinérgicos la disolución del propio sistema de justicia penal: por un lado, el crecimiento desproporcionado del territorio penal en razón del crecimiento de las funciones disciplinarias propias del estado social; por el otro lado, la crisis de los sistemas de socialización primaria y por ende, como reflejo, la producción creciente de demandas de disciplina formal.
El ámbito del sistema de control social penal es, en suma, demasiado vasto para poder ser mantenido. Por lo tanto, metafóricamente, parece además que el sistema debe responder a la segunda ley de la termodinámica[5]. Los fenómenos que se producen por fuera del sistema, y a veces contra él —en los espacios del creciente desorden salvaje—, hacen pensar en verdaderos y propios procesos de refeudalización de las relaciones sociales. Los conflictos y la violencia intrafamiliar y en las relaciones de vecindad, la degradación social, el vandalismo, la micro-criminalidad en la periferia metropolitana, la intolerancia racial, producen sufrimientos de victimización difusa que se traducen en reclamos también difusos de reafirmación normativa, que tampoco resultan satisfechos[6].
En este contexto político de disolución es por lo tanto posible asistir al surgimiento de dinámicas sociales que tienen como objetivo el de responsabilizar a la sociedad civil, el de restaurar (los amigos abolicionistas siempre prefieren el término “reapropiarse de”) la capacidad y la virtud de autorreglamentar los conflictos que cuentan con un amplio capital de “simpatía social”.
La puesta en escena pública de la mediación se instala de este modo en este escenario de amplia adhesión consensual del “hacerse cargo informalmente” de las situaciones problemáticas de hecho abandonadas por los sistemas formales de control[7]. Su más genuina expresión se concreta por lo tanto en la adhesión a un modelo de mediación “autónomo-comunitario-desprofesionalizado”. Su crecimiento “espontáneo” y “desordenado” asigna a segmentos diversos y heterogéneos el hacerse cargo de las problemáticas, atravesando los límites formales del orden legal “tradicional”: civil, administrativo, penal. La mediación parecería poder extenderse felizmente hacia todo ámbito, pero esto es un falaz efecto óptico.
La retórica justificativa de esta imposición es socialmente cautivante: “informal”, “dulce”, “inteligible”, “simple”, “próxima”, son términos de un léxico construido sobre el género “femenino” contra el “masculino” de una justicia formal, dura lex, incomprensible, compleja, distante. Que el área de la desviación minoril y juvenil se encuentre entre las primeras en ser afectada por el paradigma en estudio es, por lo tanto, de una evidencia absoluta. Pero también cuando la ola del “hacerse cargo de otro modo de los conflictos” —esto es, desde fuera del sistema de justicia formal— invade áreas diversas, queda de todos modos una cierta contigüidad: como se expresa con inteligencia el australiano y “estrábico” Braithwaite (con un ojo antropológico atento a los sistemas aborígenes de gestión de los conflictos, y con el otro dirigido a la “paradoja” japonesa), los recursos vencedores de la experiencia mediadora son el sentimiento de vergüenza (reintegrativa y no socialmente estigmatizada) por parte del desviado y el perdón por parte de la víctima[8]. Se trata, en suma, de la disciplina materna contra la justicia del padre.
Todo lo bueno y todo lo malo que se pueda proclamar —a decir verdad, basta con leer el exhaustivo compendio de las diversas razones pro y contra en Bonafé-Schmitt[9] y en Roger Matthews[10]— de la restorative justice[11] se juega en torno a que originaria y primitivamente se fundaba sobre un modelo consensual contra uno conflictual de las relaciones sociales. Las simpatías y las desconfianzas, los amores y los odios que nos dividen frente a esta experiencia radican en sustancia en este punto decisivo. Pero la cuestión también puede presentarse de otra manera. Se puede convenir que la “otra” justicia (que no es propiamente “justicia”, y tampoco le apetece serlo) tiene éxito en la gestión de las situaciones problemáticas que se construyen socialmente, y que son advertidas por los actores sociales involucrados, como “malestar” y “sufrimiento”, y no como “conflictos”. En suma, áreas de desorden “no conflictivas” o de algún modo de “conflictualidad contenida”. Situaciones ciertamente problemáticas, a menudo productoras también de gran sufrimiento y de amplio malestar en los actores sociales involucrados, pero que socialmente no son percibidas como “amenazantes ” y “contestatarias” de la hegemonía del orden normativo estatal sobre el cual se basa el pacto de ciudadanía. Como padre de una hija fallecida en un accidente de tránsito en la locura del sábado a la noche, puedo hallar satisfacción más fácilmente en un proceso mediatorio con el desgraciado joven (cuando sea posible presumir su arrepentimiento ), que en la hipótesis de que mi hija haya sido asesinada en un tiroteo en un asalto; o bien en la hipótesis de que haya sido deliberadamente asesinada porque era testigo involuntario de un delito de la mafia. Aún menos la hallaría en la hipótesis de que haya sido “ajusticiada” por un grupo de fanáticos islámicos porque llevaba una minifalda. Y sin embargo, el sufrimiento de lo perdido es en todos los casos inconmensurablemente el mismo.
El espacio de practicabilidad de una “gestión del conflicto entre las partes privadas” tiene por lo tanto relación con cuán establemente sea percibida la estructura social y, en otras palabras, con la medida en que la determinada situación problemática sea sufrida sólo “privadamente”. Y es de otro modo significativo que los contextos nacionales donde por primera y más difusamente se ha desarrollado la experiencia de la mediación social sean aquellos en los cuales la estructura y el orden social son fuertemente compartidos por la gente, como en Canadá y en los países escandinavos; o bien aquellos, como Estados Unidos, en donde, por razones ciertamente bastante diferentes —si no opuestas— culturalmente el Estado es bastante débil o resulta directamente ausente, y antropológicamente el conflicto difícilmente deviene “público”. Como penalista, teniendo en mente el preclaro ensayo que Sbriccoli[12] publicara hace algunos años sobre el nacimiento del Derecho penal moderno, me parece que puedo expresarme del siguiente modo: el espacio histórico y político de practicabilidad de una solución “sólo entre las partes” del conflicto está en proporción directa a la distancia del conflicto con la construcción social del hecho como crimen laesae maiestatis.
III. Pero la mediación penal en el sistema de justicia de menores italiana es sin embargo otra cosa. “Otra” significa que ha pasado mucha agua debajo del puente desde aquella situación, descripta más arriba, de producción social de un orden ante la crisis del sistema legal. A aquel primer proceso siguió uno de signo opuesto: el intento del sistema legal de re-apropiarse, de “incluir” dentro de los confines de la legalidad formal, lo que se había ido instalando por afuera. Los modelos concretados de mediación penal hoy dominantes y a los cuales también nuestro sistema de justicia penal de menores parece —con tardío interés— mirar con simpatía, son aquellos de tipo “legal-profesional”[13]. A la dispersión sigue ahora la inclusión. Como pueden con razón exclamar los buenos historiadores del Derecho penal: “¡Historia conocida!”.
Por otro lado, las vías técnicas para alcanzar el fin de la “reapropiación” son al menos en apariencia fácilmente practicables: donde sea posible, en particular en los sistemas de justicia penal que se rigen por el ejercicio facultativo de la acción penal, la vía regia es la de la diversion procesal; de lo contrario, puede recorrerse la vía ciertamente más intransitable de las penas sustitutivas, o más aún, pasar por el ojo de la aguja de un uso atípico de la probation.
No me referiré por ahora a estos aspectos técnicos, que por otra parte revisten un interés particular. También en este caso conviene preliminarmente interrogarse sobre el “por qué” —esto es, sobre la razón “fuerte”, digamos estructural— de este proceso de “recuperación” por el sistema de la justicia formal, y por lo tanto también de la penal, de la realidad informal desarrollada en su exterior, más allá de los confines de la legalidad.
Diviso una sola razón. La experiencia externa es incluida como recurso útil por un proceso de racionalización sistémica, en el sentido de que aquella experiencia sólo en cuanto resulte “institucionalizada” parece capaz de favorecer contemporáneamente :
— el enriquecimiento de la “caja de herramientas” con las cuales opera el sistema formal de justicia y de control social penal;
— al mismo tiempo, la implementación de modalidades consideradas “deflacionarias” respecto a aquéllas más propias y tradicionales de gestión de los conflictos, crónicamente afectadas por la disfuncionalidad determinada por los procesos de crecimiento hipertrófico.
Los dos objetivos apreciados y apreciables bajo el perfil de la funcionalidad sistémica son pues los mismos contra los cuales se puede concentrar también la lectura crítica del proceso de “institucionalización”; y en efecto estas críticas han sido repetidamente argüidas, exactamente en el siguiente sentido:
— el enriquecimiento de la “caja de herramientas” ha sido censurado como “ampliación de la red” del control penal, como inclusión en el área de la criminalización secundaria de cuanto “de hecho” de otro modo se escapa[14];
— el objetivo “deflacionario” —a menudo más presunto que real— ha sido criticado por resultar orientado principalmente a la definición de una justicia menor, como justicia “desvalorizada” y de segundo nivel[15].
Me parece que las críticas son sensatas en cuanto sean entendidas como “individualización” de un riesgo posible, pero me generaría alguna perplejidad si fueran entendidas como individualización de un riesgo inevitable.
IV. Si la razón de peso de este proceso de inclusión dentro en los confines de la legalidad de todo aquello que “naturalmente ” se había instalado por fuera, parece responder a necesidades estructurales que podemos convencionalmente definir como “hegemonía” —la misma en sustancia presente en todos los sistemas—, la retórica justificativa que legitima este “quiebre” puede ser diferente en razón de los contextos culturales en los cuales opera. En suma, si la razón latente es la misma, diversas son en cambio las razones manifiestas.
Me limito a reflexionar en referencia al sistema de la justicia de menores en Italia. Es difícil no convenir que en lo concerniente a este sistema, la referencia a la cultura dominante ha sido y es todavía el [paradigma] correccional-rehabilitativo.[16] Todo lo bueno y todo lo malo que de esta cultura jurídica dominante pueda decirse, se concentra fundamentalmente en la obsesiva atención pedagógica prestada al menor en dificultades. Y resulta también difícil no convenir que este paradigma dominante preventivo-especial positivo en el sector minoril ha producido o favorecido o acompañado felizmente, o simplemente ha justificado socialmente algunos procesos materiales “envidiables” y “envidiados” internacionalmente: basta sobre todo recordar el primado que Italia todavía conserva (aclaro: todavía, pero ¿por cuánto tiempo más?) en el contexto de los países occidentales por el bajo índice de menores institucionalizados[17]. En el sector minoril, Italia es un “absurdo” —ciertamente, aun cuando esto ha sido “explicado”, por ejemplo, por De Leo[18]— como lo es Japón por la “suavidad” de su sistema de justicia penal.
Un sistema tan tenaz y extensamente atravesado por la retórica correccional- rehabilitativa, debe hacer pasar inevitablemente cada cosa —también “lo nuevo”— a través del único vocabulario que conoce, o bien a través del que conoce mejor. Con esto quiero decir que el avance del sistema hacia nuevos horizontes se lleva a cabo bajo la bandera vencedora, y ésta es (todavía), en el sistema de la justicia penal de menores en Italia, la de la recuperación, la reeducación, la resocialización, en suma, la del “hacer el bien” al menor desviado.
Más allá de la metáfora, lo que me parece que puede divisarse es muy simple: el interés en la experiencia de la mediación es aprehendido como recurso que en caso necesario puede resultar útil en la inversión pedagógica sobre menores autores de delito. En suma: nada más (y lo digo sin suficiencia alguna) que una “nueva” modalidad “de tratamiento”. Un tratamiento reeducativo alternativo al proceso penal pedagógico, o bien a la pena reeducativa, pero sólo nominalmente, porque sustancialmente es homólogo a ese proceso y a esa pena.
Por cierto nada “escandaloso” y tal vez nada “útil” para el menor, pero si opera así, la naturaleza “originaria” de la mediación es irremediablemente negada: el paradigma compensatorio pierde su peculiaridad, convirtiéndose sólo en el envoltorio de un contenido sustancialmente “terapéutico” que le es originaria y “naturalmente ” extraño.
V. Llegamos finalmente a la “recepción” de la mediación en el sistema positivo de menores en Italia.
La cuestión sustancial —sólo aparentemente técnica— es la individualización del “momento”, esto es de la fase en la cual el experimento mediador es incorporado por el sistema formal de justicia penal. En suma, dónde se da el encuentro.
Si las observaciones formuladas más arriba captan el dinamismo del proceso de “inclusión”, me parece posible individualizar una tensión entre dos polos de atracción opuestos que, contingentemente, colocan el momento de la intersección en una fase más o menos contigua a ellos. El polo originario del restorative paradigm está ontológicamente orientado a la satisfacción de las “necesidades” de la víctima; el paradigma rehabilitativo-correccional ofrece una solución a los “problemas” del joven desviado. Más aún, el primero busca una razonable solución satisfactoria entre las partes en conflicto, mientras que el segundo orienta positivamente el proceso evolutivo del joven. Las tensiones resultan por lo tanto bifurcadas entre estos polos: el sistema de mediación presiona necesariamente hacia “nuevos espacios” lo más remotos posibles de los hegemonizados por el sistema judicial, procesal, punitivotratamental; el sistema penal-rehabilitativo, por el contrario, prefiere, también naturalmente, la fase punitivo-tratamental, el proceso pedagógicamente orientado, la intervención profesional-judicial. Las soluciones contingentes que se ofrecen son por lo tanto siempre compromisos más o menos “desbalanceados” según predomine un polo de atracción sobre el otro. Resulta fácil señalar rapsódicamente el orden decreciente que va de los compromisos más próximos a los más remotos del restorative paradigm:
V.1. En nuestro sistema positivo minoril, la solución de compromiso ciertamente más favorable a la “naturaleza” de la mediación, es la sugerida por la experiencia jurisprudencial del Tribunal de Menores de Torino, muchas veces expuesta por Boushard[19]: una mediación activada en una fase pre-procesal al proceso de menores —cf. art. 9 del d.P.R. 448/88—, que, de llegarse a una solución satisfactoria, admitiría eventualmente un pedido de archivo de las actuaciones por irrelevancia del hecho —cf. art. 27—. Bien entendido, se trata de la única diversion verdadera, una vía que permite ubicar la experiencia mediadora “afuera”, porque se da inmediatamente “antes” del proceso. Es cierto y obvio que la experiencia de la mediación está ya atravesada por la sombra amenazante del proceso, en el sentido de que el menor desviado será por demás consciente de que si no participa en ella y no colabora provechosamente, terminará entrando en el túnel del proceso penal, y por lo tanto asumiendo el riesgo de la condena y de la pena.
V.2. El intento de la mediación se efectúa aún en una fase pre-procesal, pero por sus resultados no se lo considera “suficiente” para un sobreseimiento por irrelevancia del hecho, aunque merezca ser premiado con el perdón judicial. Es evidente que la mediación —como mediación— ha por lo tanto “fracasado”, pero el comportamiento del menor es de todos modos valorado positivamente en clave preventivo-especial. En síntesis, un dispositivo en parte idóneo para evitar la condena y la pena, aunque ciertamente no el proceso; pero sobre todo un mecanismo que no se centra en el objetivo reparatorio, que permanece por lo tanto insatisfecho en todo o en parte.
V. 3. La mediación puede constituir finalmente una verdadera y propia medida alternativa —cf. art. 28 y siguientes—. Nos situamos ahora plenamente en el interior no sólo del proceso, sino también de la pena. La mediación es por lo tanto en y para todo una modalidad de tratamiento orientada a fines preventivo-especiales. Por cierto podrá también, aunque sólo eventualmente, alcanzar el fin reparatorio dando plena satisfacción a la víctima, pero de todos modos el intento de mediación se llevaría a cabo aun si esta finalidad no se alcanzara en todo o en parte, siempre que el comportamiento del menor pudiera ser valorado positivamente en clave correccionalista.
VI. Regresamos así al problema inicial. ¿Cuáles son las posibilidades de que este “matrimonio que no debía realizarse” pero que finalmente “se realizará” entre mediación y sistema de la justicia penal de menores, permita al paradigma compensatorio no someterse únicamente a las razones del paradigma correccional?
La cultura y las razones de la prevención-especial son fuertes, demasiado fuertes. Su fuerza está vinculada, en parte, a la convicción difusa —que a mí me parece equivocada— de su idoneidad en la contención de la represión. Es en verdad difícil no pensar que la atención benévola —aunque sea tardía— que el sistema de la justicia penal de menores muestra hoy en relación con los recursos ofrecidos por la mediación, sea justamente la de un recurso útil para obtener el fin ciertamente muy noble y compartido de la descarcerización[20].
Y mi convicción personal es que todo esto es efecto de una verdadera ilusión. He tenido en otras ocasiones[21] la oportunidad de expresar de modo articulado esta simple convicción: las tasas de carcerización no tienen relación ni con la evolución de la criminalidad (ya sea aparente o real), ni con el marco normativo de referencia (más o menos supuestos legales de diversion procesal, de penas sustitutivas y de modalidades alternativas a la pena privativa de la libertad). Por el contrario, parecen directa e indirectamente responder a cómo se construye socialmente el reclamo de penalización.
Es verdad que si la experiencia originaria de la mediación social puede ocasionalmente revelarse como instrumento que favorezca una construcción social diferente del pánico, a través de la utilización de un vocabulario no punitivo en la solución de los conflictos, este recurso debería ser celosamente “preservado” y “cultivado”. Lamentablemente, cuando la mediación es “atrapada” por el sistema de la justicia penal, inexorablemente pierde su virtud, es violada y prostituida, de modo que su lenguaje alternativo es irremediablemente incluido y homologado por vocabulario mucho más rico de la pena.
Notas
* Presentación hecha en Bolzano el 31 de enero de 1997, en la reunión La mediazione penale minorile, de próxima publicación por CEDAM de Padua. Traducción de Mary Ana Beloff y Christian Courtis.
** Universidad de Bologna, Italia.
1Faget, J., La médiation pénale: une dialectique de l’ordre et de désordre, en “Déviance et Société”, 1993, vol. XVII, nº 3, ps. 221-223.
2Faget, J., Justice et travail social, le rhizome pénal, Toulouse, Erès, 1992.
3Forse, M., L’ordre improbable. Entropie et processus sociaux, París, PUF, 1989.
4Sobre el punto en particular de la crítica del proceso de monopolización estatal de los recursos represivos, cf. Hulsman, L., Abolire il sistema penale? (intervista a…), en “Dei delitti e delle pene”, 1983, ps. 71-89.
5Cf. Boudon, R ., Effets pervers et ordre social, París, PUF, 1977; La place de désordre, Paris, PUF, 1984.
6Cf. Roché, S., Le sentiment d’insécurité, París, PUF, 1993; Lagrange, H., Apréhension et préoccupation sécuritaire, en “Deviance et Société”, 1992, vol. XVI, 1, ps. 1-29 ; Brown, J., Insecure Societies, London, McMillan, 1990; Pavarini, M., Controlling Social Panic. Questions ad Answers about Security in Italy at the End of Millennium, en C. Sumner, C. y Bergalli , R. (eds.), “Social Control at the End of Millennium”, Londres, Sage, 1997, ps. 75-95.
7Cf. Matthews, R. (ed.), Informal Justice?, Londres, Sage, 1988.
8Braithwaite, J., Crime, Shame and Reintegration, Cambridge, University Press, 1989; Braithwaite, J. y Pettit, P., Not Just Desert. A Republican Theory of Criminal Justice, Oxford, Claredon Press, 1990.
9Op. cit.
10Op. cit.
11Cf. la óptima tesis doctoral de Varona, G., Restorative Justice: New Social Rites within the Penal System? , Oñati International Institute for the Sociology of Law, 1996.
12Cf. Sbriccoli, M ., Crimen laesae maiestatis, Milán, Giuffré, 1974.
13Según la clasificación realizada por Foget, J., La médiation pénale, op. Loc. cit ., p. 225.
14Cf., para todos, Cohen, S., Visions of Social Control, Oxford , Polity Press, 1985.
15Cf., Marshall, T. F., Out of Court: More or Less Justice?, en Matthews (ed.), “Informal Justice?”, cit., ps. 25-50
16Por otro lado, la misma reforma procesal penal minoril se legitima más por las finalidades correccionales que por la que implica la afirmación de un due process; cf., sobre este punto, Pavarini, M., Il rito pedagogico. Politica criminale e nuovo processo penale a carico di imputati minorenni, en “Dei delitti e delle pene”, 1991, nº 2, ps.107-39
17Cf. De Stroebel, G ., Analisi critica della statistica giudiziaria e criminale in tema di giustizia minorile dal 1947 ad oggi, en Bergonzini , Pavarini (a cuidado de), en Potere giudiziario, enti locali e giustizia minorile, Bologna, Il Mulino, 1985, ps. 235-267.
18De Leo, G., Devianza, personalità e risposta penale: una proposta di riconcentualizzazione, en La questione criminale, 1981, nº 2, ps. 219-243.
19Boushard, M., Vittime e colpevoli: c’è spazio per una giustizia riparatrice?, en Questione giustizia, 1995, p. 4.
20Acerca de esto último he reflexionado en general en Pavarini, M., Bilancio della esperienza italiana di riformismo penitenziario, de inminente publicación en “Il vaso di Pandora”, Roma, Treccani.
21Pavarini, M., La criminalità punita. Processi di carcerizzazione nell’Italia del XX secolo, de próxima publicación en Violante (a cuidado de), “Criminalità” para la “Enciclopedia d’Italia”, Torino, Einaudi.