Desde hace mucho
tiempo se ha naturalizado, sobre todo desde las agencias jurídicas y políticas
occidentales y los medios de control social informal de que dispone el
imperialismo, la idea de que existe en la comunidad internacional un acuerdo
mayoritario alrededor de una obligación consuetudinaria de castigar las
violaciones a los derechos humanos.
Esta postura se basa en la especial relevancia de los
delitos de masa, que poseen una connotación cualitativamente diferente de
cualquier otro tipo de macrocriminalidad organizada, dado el rol que juegan los
Estados como perpetradores de estas gravísimas violaciones de Derechos Humanos.
Por eso, se afirma, es que la “comunidad” se
inclina abiertamente por la necesidad de que este tipo de delitos sean juzgados
y castigados, dado que existe sobre el particular, una suerte de obligación no
escrita asumida por los Estados y la comunidad internacional, de recurrir en
estos casos excepcionales a soluciones únicamente penales, como única forma de
conservar la confianza en la validez y vigencia de las normas internacionales.
Podríamos advertir, frente a esta formulación absolutamente
falaz, que lo que predomina a nivel mundial es la hegemonía de una cultura del
castigo como forma de resolver las diferencias, que trasciende los
ordenamientos internos y se proyecta con la misma impronta a las normas del
derecho internacional, incluso con el beneplácito de los discursos progresistas.
Creemos que más que un deber de penalizar, asistimos a un
penalismo asentado en una relación de fuerzas políticas y sociales que le son
extremadamente favorables a los países opresores, en particular a Estados Unidos y su complejo militar industrial.
De otra forma, no podría entenderse la aparición, el
indudable prestigio y la permanencia en el tiempo de los Tribunales de opinión
y de las Comisiones de Verdad y Reconciliación. Más aún, destacamos que los
mismos se consolidaron a favor de la desconfianza que por su intrínseca e
histórica selectividad ha empañado al sistema penal internacional, lo que
desmiente a priori esta supuesta obligación de penalizar, porque si algo ha
caracterizado a estas nuevas formas de resolución de conflictos es, justamente,
su imposibilidad de recurrir a las penas institucionales; más precisamente, a
la pena de prisión. No obstante, los mismos han contribuido de manera decisiva
al mantenimiento de la confianza de la sociedad global en sus decisiones, justamente
porque se basan en valores fundamentales, igualitarios y universales, tales
como la vida, la dignidad y los Derechos
Humanos.
Fue en el marco de estas acotadas experiencias no punitivas,
por el contrario, donde se han puesto en práctica ejercicios de vergüenza
reintegrativa, se han observado los mayores casos de aceptación de la culpa por
parte de los agresores y de sus disculpas por parte de las víctimas,
produciendo genuinos procesos de reintegración social y pacificación
comunitaria.
Y han sido las decisiones de los Tribunales de opinión las
que han condenado, por primera vez, a los grandes genocidas que eludieron
sistemáticamente al derecho penal internacional, a los depredadores y
contaminadores mayores del planeta, o a quienes con sus conductas promueven las
más grandes iniquidades del mundo moderno.
Esto ha ocurrido a expensas del deterioro sostenido de la legitimidad
de organismos tales como los tribunales internacionales, la OEA y la ONU, a
partir de su probada matriz antidemocrática, selectiva y recurrentemente funcional a los
intereses y designios de los Estados más poderosos. Solamente de esta manera
puede entenderse que no se haya levantado todavía una sola voz orgánica de esa
pomposa comunidad, para condenar las amenazas belicistas absolutamente ilegales
y violatorias de los más elementales derechos humanos en la que incurre
jactanciosamente la administración del paradójico Premio Nobel de la Paz,
Barack Obama.
Estados Unidos se apresta a cometer un crimen contra la
Humanidad. De ninguna manera puede soslayarse una evidencia tan palmaria e
incontrastable. Llama la atención, como mínimo, la defensa a ultranza del
realismo político que lleva al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y a las
restantes instituciones y organismos jurídicos y políticos del mundo a
convalidar una posible agresión masiva, legitimidad únicamente por la fuerza
del agresor. Que, vale recordarlo, hace pocos meses amenazó con desatar otro
infierno bélico contra Corea del Norte, culminando así una saga interminable de
“operaciones humanitarias” que agreden la conciencia colectiva de la Humanidad
y la condición humana.