Héctor Huergo escribió hace unos días una nota señera en el diario Clarín. Sugestivamente, o no tanto, es el gran diario argentino y no el vocero tradicional de la oligarquía terrateniente vernácula, el que publica este anuncio virtual de la nueva contradicción que se habría saldado recientemente en el país. Huergo lee - y escribe- que el resultado de las PASO expresa la síntesis de una lucha entre la Argentina “verde”, el eje sojero de la pampa húmeda, y el cordón “Matanza-Riachuelo”. La Argentina productiva, expoliada para satisfacer las necesidades básicas de millones de ciudadanos todavía sumergidos (a los que se imagina habitando únicamente el conurbano, en una caracterización e identificación segregativa y excluyente que refleja su ADN ideológico sin pudores) se ha puesto de pie, ha elegido su candidato, y el círculo rojo ha eyectado definitivamente de las expectativas presidenciales las tenues presencias políticas de otros candidatos opositores.
El articulista no hace más que interpretar el estado de la disputa: la derecha tiene el poder económico, pugna por el religioso, y confía en un multitudinario festival de garrochas en las gobernaciones y municipios del interior, fundamentales para terminar de inclinar la balanza en favor del –imaginan- Capriles criollo.
Todos adorando un “nuevo modelo”, que significa, nada más y nada menos, que dar marcha atrás con las conquistas sociales revolucionarias de los últimos diez años e instaurar una remake neoliberal con pretensiones de historicidad adaptativa.
Retrocederíamos, entonces, pero no hasta un capitalismo neoliberal “de valores asiáticos”, sino hasta donde lo permitan los millones de promocionados sociales del kirchnerismo. Intuyen, no sin razón, que una vuelta de tuerca mayor no cerraría sin represión. Y cuando hablo de represión, no pienso en el puente de Avellaneda. Remito a gigantescas operaciones policiales de intervención, no necesariamente internas. Pero la nueva derecha no ha establecido todavía sus verdaderos y últimos límites, más allá de la franja tumultuosa del conurbano que describe Huergo. Por brutalmente explícito, el análisis de clase del texto en cuestión no deja de tener el mérito de todo hallazgo. Se trata de la primera advertencia, de la que, en apariencia, el kirchnerismo no ha tomado debida nota a lo largo de estos diez años. A esta exhibición de poder descomunal, pretende oponerle la reiteración de una fraseología de nula conceptualidad que atraviesa los medios de comunicación afines, y que sintetiza la recurrencia de erradicar el argumento como forma de construir política. Y, sobre todo, han renunciado a profundizar una interpretación de la nueva composición e interrelación de clases en el país. Lo que parece resultarle sencillo de entender en el plano internacional (donde la Presidenta acierta casi sin solución de continuidad), sugestivamente se le representa como un misterio cerrado con siete llaves en el plano interno.
Eso es lo que le impide percibir que el revés que le espetaron sus propios beneficiarios, que engrosan el segundo peldaño de la nueva base social, tiene que ver con el nuevo sistema de creencias y representaciones de millones de emergentes, arrojados irreflexivamente al consumo y a presenciar como enconados testigos el mayor circulante de riqueza de la historia, propia de un capitalismo que se sustenta más en la envidia que en el individualismo. Esa construcción fue un error, pero el gobierno no alcanza a entenderlo. No percibe que ese empoderamiento social que ha dado lugar a una amorfa masa de ávidos consumidores, en sustancia tan individualista como la histórica clase media, le ha impedido la consolidación de un sujeto social más dinámico, con conciencia de clase y de su condición de clase explotada.
El bloque corporativo hegemónico sabe, no obstante, que todavía no puede cantar victoria. El kirchnerismo, como dato político y como hecho social, va a trascender largamente en el tiempo su vigencia institucional. Las bases sociales que lo sustentan y se sienten representadas por las reivindicaciones relevantes de sus gobiernos, configuran un núcleo duro sin parangón en la política argentina, y participan de una coherencia interna que supera, incluso, a muchos de sus dirigentes. Diez años es mucho tiempo como para suponer alegremente que se pueda prescindir en la realidad objetiva, de un impresionante cambio cultural y una evidente elevación de la conciencia popular. Esta vez, a diferencia de lo que marcaba Walsh, el pueblo no debería retroceder a posiciones que le resultan conocidas, simplemente porque está lejos ahora de experimentar una derrota política, a menos que se confunda la misma con un contraste electoral en una contienda de medio término.
Hay evidencias concretas que dan cuenta que esta afirmación está lejos de ser una especulación optimista. Los sectores populares han comenzado a dar la batalla, incluso, en aquellos temas que la derecha ha utilizado para organizar y articular la vida cotidiana de las grandes mayorías sociales. En materia securitaria (quizás el ejemplo que colorea con mayor fidelidad estas tendencias), más allá de los discutibles esfuerzos del gobierno por recuperar una empatía social concediendo a favor de políticas públicas con algo (bastante) de demagogia y populismo punitivo, el pueblo ha decidido organizarse alrededor de consignas y prácticas asociativas otrora impensables. Los diarios nacionales (en rigor, solamente algunos) dan cuenta que los vecinos del barrio Zavaleta reunidos en la “asamblea poderosa”, nucleada en torno de la revista barrial La Garganta Poderosa, pondrán en marcha “un modelo de Control Popular sobre las fuerzas de seguridad, sin ningún padrinazgo partidario ni financiero”, que incluye fuertes cuestionamientos a la Policía y Gendarmería Nacional (edición de hoy de P12). Semejante nivel de avance de la capacidad de organización y solidaridad popular en un tema ubicado en el corazón de las prácticas de control social punitivo, no parece demasiado compatible con un proyecto que desapodere a los sectores sociales más vulnerables de conquistas históricas obtenidas durante este decenio. Esta tendencia solidaria en materia de administración democrática de las conflictividades, tranquilamente puede hilvanarse con la decisión gubernamental de articular con el Brasil un bloque de prevención pacífico de las injerencias y espionajes informáticos con las que el imperio viola olímpicamente el derecho internacional. Pero no puede disociarse de la propuesta del Presidente Evo Morales, tendiente a crear un nuevo sistema continental de Derechos Humanos y una coalición regional en materia de defensa y seguridad, encargado de acotar la expansión del poder punitivo imperial y preservar la paz en América Latina