Por Mauricio Ernesto Macagno (Profesor de Derecho Penal de la Universidad Nacional de La Plata)
INTRODUCCIÓN

La década de 1880-1890 es fundamental en la conformación institucional de nuestro país. La “organización nacional” –como algunos historiadores gustan decir- se daba consolidando el proyecto republicano postulado por Alberdi y embarcando al país en un plan agroexportador que nos ubicó, sumisamente, en la escena económica mundial como exportador de materias primas.
Las persecuciones de las huestes federales, lideradas por Felipe Varela o Ricardo López Jordán, habían llegado a su fin. Carlos Tejedor y las milicias provinciales terminaron derrotados y la idea rivadaviana de erigir a la ciudad de Buenos Aires en capital del territorio nacional, logrando una mayor consolidación de la oligarquía portuaria y terrateniente, se cristalizó con la ley 1029 del 21 de setiembre de 1880. La ciudad del puerto se transformó en el centro neurálgico indiscutido del proceso de modernización que Argentina vivirá a partir de esos años.

La “Generación del 80” a cargo de los destinos de la Nación; Avellaneda, Roca, Juárez Celman, Pellegrini, y un Partido Autonomista Nacional hegemónico reforzado con frecuentes intervenciones federales, el fraude electoral, distribución arbitraria de los fondos y presencia estratégica de batallones del ejército nacional en los territorios provinciales. A nivel económico, el mercado local logra articularse con el mundial, generando intrincadas y sospechosas relaciones con las potencias extranjeras dominantes. Pese a un primer momento de bonanza, la crisis mundial de 1890 azotó nuestro país que vio depreciado el peso, sujeto a endeudamiento externo, pérdida de reservas en oro y a emisiones clandestinas de moneda que hicieron tambalear, finalmente, al gobierno de Juárez Celman. La crítica situación que desembocó en la derrotada Revolución del Parque, significó la irrupción de la Unión Cívica de Leandro Alem, Aristóbulo del Valle, Bernardo de Irigoyen, el joven Hipólito de Yrigoyen y un desencantado e indeciso Bartolomé Mitre. Y tras de ellos, las masas populares.
Una década marcada por el aluvión inmigratorio que venía a poblar los desiertos, luego que la “valerosa” gesta de Roca arrasara con los pueblos originarios. Nuevos habitantes de distintas culturas, tradiciones e ideologías, transformaron una sociedad argentina de conservadora inmovilidad y raíces coloniales. Con ellos desembarcaron los primeros grupos anarquistas y socialistas, forjando las bases del incipiente movimiento obrero que tanta preocupación causó en la clase dirigente.
El afán “civilizador” que había acabado con el indio, rediseñó los sistemas de control social al amparo del la corriente positivista. Así, la mirada discriminadora y racista se asentó sobre el extranjero sin olvidar reformular y reforzar la vigilancia cotidiana que desde la Colonia soportaban los niños y las mujeres.
En este contexto es sobre la mujer las líneas que siguen. Una mujer atravesada por una época, actor implícito de la escena nacional, oculta detrás de la estructura familiar donde había sido relegada por el poder androcéntrico. Esta “ceguera social” (Clementi, 1994, p. 137) permitió, sin embargo, que se colara por algunos intersticios que le permitieron mostrar su rostro.
Las Memorias del Departamento de la Policía de la Capital de los años 1882-1890 -insumos básicos de este trabajo-, logran confirmar la presencia de la mujer en la ciudad desde una visión paternalista propia de la época, pero ceñida a la vez a un discurso de orden y eficiencia de una agencia en pleno proceso de modernización. Por ello el lente está plagado de conflictos de competencias institucionales que nos muestra a la mujer como madre, esposa, sirvienta, loca y prostituta, ésta última, sujeto de nuestro breve estudio.
La prostitución se encontraba reglamentada en la ciudad de Buenos Aires mediante la ordenanza municipal del 5 de enero de 1875, generando relaciones muy particulares entre prostitutas, proxenetas, autoridades municipales y policiales, todo lo que se observa con claridad en ese entretejido de disputas corporativas mencionado. Por lo menos, en el ámbito de la actuación policial, las trabajadoras del sexo aparecen con una mayor asiduidad que otras mujeres, aún cuando el espacio que se les dedicara en las Memorias haya sido mínimo, lo que puede adjudicarse a los intereses institucionales que esa documentación representa: una agencia en formación que buscaba demostrar su eficaz funcionamiento para acceder a mayores fondos del Estado nacional.
Es en este marco que la mujer que ejerce la prostitución aflora como “preocupación” de la jefatura de la Policía de la Capital en su discurso oficial que, como tal, se halla sesgado por las necesidades de subsistencia antes reseñadas, lo que importa también un recorte de la información que se suministra. Inquietaba a los funcionarios policiales la prostitución infantil, recostada en la permisiva letra de la ordenanza reglamentaria; la situación y derechos de las meretrices, por quienes debían velar; el control policial sobre este grupo social, sobre las que reclamaron exclusividad; y la persecución de la prostitución clandestina y de los lugares que funcionaban ilegalmente, que dejan al descubierto los conflictos suscitados con la Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires.
Esta monografía bucea en esos documentos institucionales buscando a la mujer oculta, deteniéndose con algún detalle en la prostituta. Mucho más cercano a un análisis criminológico, posee ciertos ribetes jurídicos como estigma profesional. No hemos querido historiar la prostitución en el Buenos Aires de fines del siglo XIX, de lo que existen inmejorables obras, algunas de las cuales utilizaremos, sino buscarla en las tramas del discurso policial. En este punto, cabe destacar que las Memorias de la Policía, que apenas son consideradas en algunos trabajos históricos y criminológicos, no poseen elaboraciones que las tengan como únicos objetos de estudios. Una aproximación acrítica, parcial y con una descripción meramente cronológica de esta documentación, es clásica hallarla en las historias de la Policía de la Capital o de su sucesora, la Policía Federal, elaboradas desde el seno mismo de la corporación y que han sido también una fuente de consulta.
En pos de demostrar las afirmaciones que hiciéramos más arriba, comenzaremos por referirnos sintéticamente a la Policía de la Capital en aquellos años y a las características de la fuente documental utilizada, lo que permitirá comprender el “lente” con el cual es observada la prostituta. Luego de una aproximación a las distintas mujeres relevadas por la Policía en sus Memorias, y una vez bosquejada la visión de época de la prostitución y de quien la ejercía, brotarán las distintas “preocupaciones” institucionales en torno a la prostitución que demuestran cómo taqueras y taquerías[1] se ligaron ante la ante mirada moral de la élite gobernante.

La Policía de la Capital y sus memorias

La policía -en una conceptualización de suma amplitud-, representa el monopolio de la fuerza pública estatal en el orden interno y es el órgano ejecutivo para hacer cumplir muchas de sus decisiones. Históricamente, la policía profesional e institucionalizada al estilo actual, nace como consecuencia de los movimientos políticos y sociales del siglo XIX, aún cuando sus orígenes puedan ser rastreados hasta varios siglos antes confundidos con otros órganos del Estado.
En la Europa del siglo XIX, el proceso de industrialización produjo un crecimiento geométrico de la población, la aparición del proletariado urbano-industrial y la conformación de una burguesía poderosa en las ciudades. Con ello aparecieron protestas y disturbios en los que la población reclamaba mejoras a las condiciones de vida que infraestructura estatal no podía afrontar. En el seno de estos condicionantes, también se acrecentó la criminalidad. Ya la burguesía no pretendía del Estado la protección de sus bienes sino del sistema político-jurídico imperante, lo que no podía quedar totalmente en manos del ejército que debido a su forma bipolar de enfrentar las situaciones -enermigo/amigo- no lograba detener las huelgas y manifestaciones sin un número crecido de víctimas. De este modo, surgió la institución policial (Maier, 1996, 58 y ss.).
Como órgano de control social formal, no es simplemente una institución del Estado, sino de un Estado determinado. Sus características y funciones en la sociedad le son otorgadas por el tipo de Estado al cual pertenece. Esta visión considera a la agencia policial como “hecho político” (Bustos Ramírez, 1983, p. 63); la policía de los estados absolutistas -como se sabe- no era igual a la de los estados liberales, de igual modo que poco tienen que ver las pertenecientes a regímenes totalitarios con la de un Estado de Derecho.
La función central de la policía es la de proteger el orden interno, quedando el orden externo en manos de las fuerzas armadas[2]. Se trata de un orden establecido e impuesto “desde afuera” de la corporación que debe ser mantenido a ultranza, por lo que carece de importancia la distinción entre criminales y no criminales ya que todo lo que se opone a ese orden cae dentro del marco policial. Como “el concepto de orden del sistema resulta único e indivisible, luego todo el que esté en contra de él o en desacuerdo con él es un enemigo”, explica el profesor Juan Bustos Ramírez (Bustos Ramírez, 1983, p. 65), conclusión a la que arribaron los juristas del nacionalsocialismo cuando caracterizaron al delincuente como un traidor o un “enemigo de la comunidad” (v., Frommel, 1992; Muñoz Conde, 2003).
La Argentina, puede ser incorporada en este proceso sin mayores problemas. Específicamente, y en referencia al cuerpo policial porteño de fines de siglo XIX, puede señalarse su acentuado cariz militar siguiendo las estructuras policíacas europeas que se tuvieron como modelos. Sus jefes durante el decenio 1880-1890 fueron militares de carrera -salvo Marcos Paz y Daniel Donovan[3]-; las cualidades que se exigían de sus integrantes como parte del profesionalismo eran las mismas que para los soldados: disciplina, audacia, energía, fuerza física. Utilizaban uniformes y armamento similar al del Ejército de Línea, y hasta conformaron grupos de capacitación y aprendizaje similares a las escuelas de cadetes de las fuerzas armadas. Participaban de paradas y desfiles para los actos conmemorativos de las fiestas patrias, mantenían divisiones de caballería e infantería con las que reprimieron las huelgas y manifestaciones obreras. Por otra parte, en situaciones de desorden interior como fuera el levantamiento de la Unión Cívica en el año 1890, combatieron a la par de las fuerzas armadas nacionales.
También se verifican esfuerzos para dotar a sus integrantes de todos los adelantos científicos de la época -con claro tinte positivista- para la persecución y represión de los hechos punibles, tales como la utilización de la fotografía para la identificación de cadáveres (Departamento de Policía de la Capital, 1888, p. 145) y delincuentes -Álbumes de Sospechosos, iniciativa del comisario de pesquisas José Álvarez (Departamento de Policía de la Capital, 1888, p. 27), más conocido en su faceta literaria y periodística como “Fray Mocho”-, o la creación, el 4 de abril de 1889, de la Oficina Antropométrica (Departamento de Policía de la Capital, 1890, p. 4) que contó con el asesoramiento del creador del sistema antropométrico, Alphonse Bertillón (Departamento de Policía de la Capital, 1889, p. 97).
Una vez derrotado el levantamiento del gobernador bonaerense Carlos Tejedor contra el gobierno nacional que pretendía federalizar la ciudad de Buenos Aires, se dictó, el 21 de setiembre de 1880, la ley que así lo ordenaba, comenzando el traspaso de los distintos organismos provinciales a la esfera nacional[4]. La policía dejó de depender del gobierno de la provincia de Buenos Aires el 9 de diciembre de ese año, cuando el entonces titular de la institución, el coronel Julio S. Dantas, entregó el Departamento de Policía, con todas sus dependencias y personal al Ministro del Interior Antonio del Viso. Ese mismo día, el presidente Julio Argentino Roca, designó como jefe de la recién creada Policía de la Capital al Dr. Marcos Paz.
Paz rigió los destinos de la institución hasta que, aquejado de una enfermedad que le impedía continuar su mandato, presentó la renuncia al cargo el 8 de mayo de 1885. Fue sucedido por el coronel Francisco B. Bosch quien cumplió esa función hasta el 15 de octubre de 1886, cuando fue relevado por el coronel Aureliano Cuenca.
El 8 de febrero de 1888, y luego de un interinato de un día del Secretario General de la Policía capitalina -el Dr. Valentín Fernández Blanco-, tomó el mando el general Alberto Capdevila quien se mantuvo en funciones hasta el día 26 de julio de 1890 cuando estalla la llamada “Revolución del Parque”. Durante los siguientes diez días, la policía fue comandada por el coronel José Ignacio Arias hasta la asunción del Dr. Daniel J. Donovan, el 7 de agosto de 1890, quien clausura el lapso objeto de estudio (CORTÉS CONDE, 1937, p. XIV).
Esta nueva policía en formación publicó durante muchos años los informes de su gestión y presupuesto de gastos que se elevaban al Ministerio del Interior, denominadas Memoria del Departamento de Policía de la Capital[5]. Se tratan de documentos que muestran con singular sinceridad las preocupaciones e intereses institucionales en pleno proceso de reorganización. Se inician los mismos con una nota dirigida al Ministro del Interior donde se da cuenta sintéticamente de las distintas actividades de la institución, detallando sus necesidades e inquietudes frente a los distintos problemas sociales en los que le tocó intervenir. Luego, se ubican las principales notas, oficios e informes dirigidos a distintos actores sociales (el intendente, la curia, funcionarios de la Justicia, funcionarios nacionales y provinciales, la Sociedad de Beneficencia, la Comisión de Higiene, las autoridades de los ferrocarriles, etc.), para proseguir con las principales vistas e informes elevados por el asesor jurídico del Departamento. Concluyen siempre con las estadísticas de delitos y contravenciones. Algunas Memorias intercalan capítulos dedicados al Cuerpo de Bomberos, a la Comisaría de Pesquisas, al inventario y gastos y a las actas de reuniones de la más alta oficialidad.
El material institucional utilizado desde el punto de vista del discurso, como correctamente lo señala Beatríz Ruibal, posee como destinatario al propio Estado en sus más altos dirigentes y representa la cristalización de ideas sobre las materias que tratan, a contrario de lo que sucedía con la Revista de Policía creada en 1888 que tendía a la elaboración ideológica interna, generando un dispositivo de saber-poder cuya suscripción fue obligatoria para los miembros de la institución (Ruibal, 1993, p. 48). Esta “cristalización de ideas” es fundamental para comprender que todo lo que la documentación expone se injerta en el conglomerado ideológico que dominaba las instituciones nacionales de fines del siglo XIX. Por ello demuestran con suma claridad la visión y el pensamiento de una época.
El período analizado se inicia en con la Memoria para los años 1882-1883 y concluye con la correspondiente a 1889-1890, exceptuándose la perteneciente a los años 1886-1887 que no ha sido posible consultar, no obstante lo cual es posible una perspectiva de conjunto del período estudiado.
Otra omisión, totalmente voluntaria, es la de la información que resulta del análisis de las estadísticas que acompañan los informes. La razón es simple y arbitraria: buceamos en el discurso institucional lejos de las cifras y de la impersonalidad de los números y cuadrículas. La palabra, esencial en la práctica discursiva, nos permite aproximarnos al problema como era elaborado escriturariamente y sus distintas relaciones que se fueron forjando entre mujeres, policías y otros actores sociales de especial importancia en el Buenos Aires de antaño. Es obvio que la confrontación de la palabra con los números abrirían nuevos interrogantes y traerían otras respuestas que, por el momento, quedarán para otra oportunidad.


MADRES, ESPOSAS, SIRVIENTAS, LOCAS Y PROSTITUTAS

La documentación analizada sitúa a ciertas mujeres en la escena social. Son madres indigentes con niños pequeños, esposas que osaron apartarse del dominio marital, empleadas domésticas que incumplieron con el contrato convenido, dementes que recorrieron las calles porteñas y prostitutas, a quienes dedicaremos especial atención. Pero la mención que antecede no debe estimarse como un especial interés de la institución policial sobre la situación de estas mujeres porque, cuantitativamente, el espacio que dedican sus páginas son muy pocas, en comparación con otras cuestiones que desvelaban a los funcionarios de jerarquía. Una vez más debemos destacar que ello no significaba la ausencia total de las mujeres de las relaciones comunitarias sino su ocultamiento en el interior de los ámbitos en que habían sido recluidas por la cultura machista dominante en la sociedad argentina de finales del siglo XIX.
En el mes de octubre de 1885, Adela Heredia, una joven de 23 años de edad, fue arrestada por provocar disturbios en la vía pública. Sin ocupación alguna y menos una vivienda, recorría la zona de la comisaría 13ª con su hija de seis meses a cuestas, sin tener con que alimentarse. “Además, parece que sufre algo de sus facultades mentales, sin llegar por el momento a presentar signos suficientes para clasificarla de alienada”, subraya la opinión autorizada del Jefe de la Policía coronel Francisco Bosch (Departamento de Policía de la Capital, 1886, p. 44). La bienintencionada detención policial no encontró eco en la Sociedad de Beneficencia que se excusó de recibirla por no ser enferma física o psíquica, ni tampoco menor de edad, como para remitirla al Asilo del Buen Pastor, recomendando su alojamiento en la cárcel correccional mientras que sí cuidarían de su niña en la Casa de Expósitos. Finalmente, como se puso en conocimiento del Defensor de Menores, le quitaron la niñita a su madre, internándola en la Casa de Expósitos como se había recomendado, perdiéndose el rastro de la madre “la cual no ha sido posible colocar en algún asilo, a pesar de haberlo intentado esta Jefatura” (Departamento de Policía de la Capital, 1886, p. 45).
Mejor suerte corrió Rosa Ferrari quien habiendo sido hallada enferma en la vía pública, sin familia ni recursos con que sobrevivir, fue internada en el Hospital de Mujeres gobernado por la Sociedad de Beneficencia luego de sufrir varios rechazos de otros nosocomios (Departamento de Policía de la Capital, 1886, p. 46 y s.).
Por su parte, las esposas que intentaron levantarse contra el dominio marital fueron eficazmente perseguidas por policías, sacerdotes, jueces y esposos ofendidos. Solicitar el auxilio de la fuerza pública resultaba una moneda corriente en aquellos años, aunque con ciertas distinciones legales. Durante la vigencia del Código Civil de 1869, la Iglesia Católica mantuvo su jurisdicción en materia matrimonial y sobre las relaciones conyugales, por lo cual los maridos despechados y abandonados recurrían a la curia en busca de socorro y colaboración para avenir la pareja deshecha. Con la sanción de la ley 2393 Matrimonio Civil en noviembre de 1888, la situación no varió en demasía. El artículo 53 -al igual que el anteriormente vigente artículo 187 del Código civil- imponía a la mujer casada la obligación de habitar la residencia que fijare su marido, y si faltaba a la misma –lo que se llamó y se llama “fuga o abandono de hogar”-, el cónyuge podía requerir a las autoridades judiciales que se ordenara el retorno, aún por la fuerza, de la esposa rebelde al hogar conyugal, a quien incluso podía a negarle alimentos. La excepción a la obligación sólo podía ser dispuesta por los tribunales “con conocimiento de causa” y en caso de peligro para la vida de la mujer, lo que en la práctica era casi imposible de comprobar.
Sobre este tema, es altamente ilustrativo el dictamen del asesor letrado del Departamento de Policía de la Capital, Dr. Enrique Salterain, fechado el 11 de octubre de 1889 (Departamento de Policía, 1890, p. 154), porque sus razones y palabras confirman lo señalado y demuestran la visión cultural hegemónica y andrógena que se ha venido señalando. Dice la vista: “Prescindiendo de las causas más o menos justificadas que puedan haber inducido al Señor D. para maltratar a su esposa, hecho que por otra parte no está en manera alguna comprobado, por la contradicción que existe en las declaraciones de ambos cónyuges, pienso que no es éste un caso de Policía y que la mujer, víctima de la sevicia, que en muchos casos es la torpe consecuencia de las desinteligencias o disensiones de la vida marital, debe buscar el amparo de las leyes protectoras que la pongan a cubierto de ella, solicitando de quien corresponda las medidas del caso”[6].
Las Memorias muestran los conflictos que se generaban ante los pedidos de la Iglesia de restitución de las mujeres a sus viviendas matrimoniales y también que la práctica y los modos en que la intervención policial se desarrollaba. También, se observa que los implicados en los conflictos conyugales se transformaron en “N.N” para preservar sus identidades ante el resto de la comunidad.
En la vista emitida el 2 de agosto de 1888, se da cuenta de la petición de las más altas autoridades eclesiásticas para que se capture a “Doña N.N. [que] ha hecho abandono del hogar marital, fugando en compañía de Don N.N.” a la provincia de Tucumán (Departamento de Policía, 1889, p. 120), lo que a la desobediencia femenina se agregaba un delito civil y canónico, como es el adulterio. Pero la “fuga de hogar” no sólo era sancionada mediante la aprehensión y envío al domicilio abandonado, con el consiguiente sometimiento al dominio del hombre ofendido, sino que en algunos casos se recluía a la rebelde en una institución eclesiástica. Tal situación es puesta de resalto en el dictamen de fecha 8 de octubre del mismo año (Departamento de Policía, 1889, p. 151), donde se pronuncia el asesor ante una solicitud del Provisor y Vicario General de la Curia Eclesiástica Metropolitana de “captura y remisión a la Casa de Ejercicios de Doña María Ana C., por haber fugado del hogar marital”.
En este último dictamen, el Dr. Salterain se expide en sentido negativo al requerimiento de la Iglesia por entender que la letra del artículo 187 del Código civil, si bien permitía la persecución y detención de la mujer que dejaba el hogar conyugal, tales medidas debían ser ordenadas judicialmente y no a pedido de la curia que poseía otro ámbito de incumbencia en materia matrimonial. Incluso se rechazaron formalmente las peticiones similares de captura o vigilancia que hacían los propios maridos (Departamento de Policía, 1889, p. 162; 1890, p. 128). Ésta fue la opinión que institucionalmente mantuvo la Policía de la Capital en el resto de las hipótesis similares que se le plantearon, lo que motivó el dictado de la Orden del Día del 11 de octubre de 1888 (Departamento de Policía, 1889, p. 189). En ella, el coronel Alberto Capdevila, siguiendo el dictamen citado resolvió “no dar curso en adelante a ninguna orden de captura o depósito solicitada por la Curia Eclesiástica, o los maridos, por ser los tribunales civiles la única autoridad competente para tomas esas medidas”. No obstante, los esposos podían pedir a la policía que en casos urgentes estableciera un dispositivo de vigilancia de la esposa para impedir su salida de la capital, bajo la condición de que se lograra la emisión de una orden de juez competente que así lo dispusiera. El límite temporal para este control sobre la remisa, se estableció en tres días.
El trabajo doméstico junto con la prostitución son las únicas formas de trabajo femenino que relevaron las Memorias estudiadas, las que fueron reglamentadas por distintas ordenanzas municipales. En el caso de la prostitución -como veremos más adelante-, se reguló su ejercicio mediante la ordenanza del 5 de enero de 1875, mientras que el Reglamento para el servicio doméstico apareció, cuatro meses después -7 de mayo de 1875- como una forma de asegurar la mano de obra de las casas particulares y como complemento de la anterior, para detener el incremento de la prostitución (Carretero, 1998, p. 26). Esta afirmación tiene fundamento en que el artículo 1º extiende su aplicación a empleados de cafés y casas de comidas, los que funcionaban, muchas veces, como prostíbulos encubiertos.
Es interesante destacar que en la nota elevada por el comisario de pesquisa Belisario Otamendi al jefe de la fuerza, Alberto Capdevila, se menciona expresamente entre los “delincuentes prófugos aprehendidos” a Juana Villaruel “fugada de la casa de sus patrones” (Departamento de Policía, 1889, p. 302)[7]. El citado Reglamento para el servicio doméstico imponía, en el artículo 15, la prohibición del sirviente de abandonar la casa de su patrón sin previo aviso de diez días, salvo que mediara enfermedad que imposibilitara la realización del trabajo, falta de pago de los sueldos o maltrato de parte del contratante. Esta prohibición era sancionada con multa de trescientos pesos moneda corriente que debían ser reclamados ante los jueces de paz o los comisarios –artículos 47 y 52-, pero no surge de dicha norma que la policía haya tenido facultades para de detener a los infractores y restituirlos en contra de su voluntad a la casa donde trabajaban.
Otra caso de especial interés es el suscitado en el mes de febrero de 1890, cuando se planteó un conflicto entre efectivos de las seccionales 6ª y 18ª por la aprehensión de la menor indígena “Petrona N.” que se había fugado de la casa de su guardador Coronel Matoso (Departamento de Policía, 1890, p. 176), lo que denuncia abiertamente que la niña era, en realidad, parte del servicio doméstico al que habían accedido gratuitamente las familias de la burguesía porteña luego del genocidio indio pergeñado y dirigido por Julio Argentino Roca.
Tal como lo recuerda Felipe Pigna (Pigna, 2007), luego de ser trasladadas las huestes indias vencidas al campo de concentración que al efecto se había instalado en la Isla Martín García, era traídos a la ciudad de Buenos Aires y alojados en el Hotel del Inmigrante donde –según la convocatoria que hacía el diario El Nacional del 31 de diciembre de 1878- los miércoles y viernes eran entregados a las familias de la alta burguesía porteña por la Sociedad de Beneficencia. Los “indios y chinas” elegidos eran transformados en sirvientes de los “vencedores” aún cuando la esclavitud había sido abolida por el artículo 15 de una Constitución Nacional que no había cumplido cuarenta años de vigencia al momento de fugarse Petrona N. de la casa de sus guardadores.
La “loca” también tuvo un lugar, aunque mínimo, en la voz oficial de la Policía de la ciudad de Buenos Aires, debido a que su control quedaba en manos de la familia, la iglesia y la Sociedad de Beneficencia. Los casos relevados son de mujeres halladas en la vía pública y sin familiares que se hicieran cargo de las mismas, como Adela Heredia, a quien todavía no podía clasificarse como alienada de acuerdo con los cánones de la psiquiatría de la época.
El 29 de julio de 1882, (Departamento de Policía, 1883, p. 49), el Jefe de la Policía de la Capital solició a la presidenta de la Sociedad de Beneficencia, el ingreso de dos mujeres “dementes” al manicomio dirigido por esa institución, las que se hallaban alojadas en el Departamento de Policía -que funcionaba en el viejo Cabildo-, dando cuenta incluso de la muerte de una tercera a causa del frío. No parece que fueran pocas las mujeres que recluía en el manicomio la policía si estamos a que en la nota de respuesta de la Sociedad de Beneficiencia, se subraya que debido a la carencia de lugares donde alojar a las “alienadas”, se habilitaron los corredores del manicomio para recibirlas, disponiéndose que allí sean alojadas todas las que “en adelante remita el Departamento de Policía”. Lo expuesto se corrobora con la internación de 75 mujeres en el manicomio por la policía durante el año 1883[8] (Departamento de Policía, 1884, p. 128), luego de lo cual, desaparece la locura femenina del discurso oficial.
Por último, prostitutas y prostitución aparecen esporádicamente como parte del interés oficial de la institución policial, como integrante de esta práctica discursiva escrita que se ha venido analizando. Así aparecen la prostitución infantil, la situación de las mujeres que ejercen el meretricio, la exigencia de una potestad policial exclusiva en la materia e incluso en un constante conflicto con las autoridades municipales quienes también tenían ingerencia en virtud de las competencias atribuidas por la ordenanza del 5 de enero de 1875.
En esta especie de clasificación asaz arbitraria -sólo sostenida por la preocupación temática emergente de las Memorias policiales- y una vez concluidas las observaciones que seguidamente se harán, quedará al descubierto una característica categórica del discurso moralista dominante: la prostituta es innombrable.

LA MUJER PROSTITUTA: UNA VISIÓN DE ÉPOCA

Es necesario, antes de continuar, bosquejar con trazo grueso la imagen dominante de la mujer prostituta en aquellos años de finales de siglo XIX. Tal como lo planteamos, sólo nos referiremos a la mujer y no al hombre que vivía del comercio sexual, porque aún cuando existía, no fue relevado por la documentación policial estudiada[9].
Durante los últimos decenios del siglo XIX, reinaban las ideas del positivismo en la Argentina, cuya vertiente criminológica de raíz italiana gobernó todos los ámbitos del poder de manos de una pléyade de científicos-funcionarios gubernamentales, muchos de los cuales habían pertenecido al movimiento higienista que dominaba desde la epidemia de fiebre amarilla de 1871, como José María Ramos Mejía. En 1887, Norberto Piñero adoptó la nueva escuela al asumir la cátedra que fuera de Carlos Tejedor en la Universidad de Buenos Aires, y al año siguiente se fundó la Sociedad de Antropología Jurídica donde Luis María Drago diera a conocer Los hombres de presa, tan elogiado por Lombroso que mereció su traducción a la lengua del Dante. Y así continúa la lista de nombres preclaros del pensamiento positivista argentino, como José Ingenieros, Carlos Octavio Bunge, Antonio Dellepiane y Francisco Ramos Mejías, para nombrar sólo algunos de los fundadores del movimiento vernáculo sin sobrepasar el período elegido.
En materia criminal, el positivismo importó un cambio radical en el estudio de la cuestión criminal corriendo el eje del delito al delincuente, al comportamiento singular y desviado del ejecutor del acto dañoso como emergente de una patología.
El criminal era observado como un sujeto imperfecto, atávico, que debía someterse a tratamiento médico para librar a la sociedad de sus males. Seres enfermos, con taras genéticas visualizables en aspectos orgánicos o psíquicos que los distinguían del resto de los mortales, como antaño ciertas marcas denotaban la posesión demoníaca (Muchembled, 2003, p. 77). Se trataba de una concepción binaria de la sociedad, conformada por normales y anormales, relegando a estos últimos a medidas de exclusión y, en algunos casos, de exterminio. Dentro de estas ideas, la prostituta tuvo también su sitial en la “mala vida”: sujetos cuasi delincuentes, improductivos y asociales, que compartían con éstos ciertas características físicas y mentales, en “continua rebelión contra la ley y las buenas costumbres, contra la justicia y el orden público, contra todas las condiciones requeridas para la convivencia”, como explicaba Eusebio Gómez en La mala vida en Buenos Aires (Gómez, 1908, 17). Todos ellos confraternizaban en los más bajos estratos del tejido social: mendigos, vagos, usureros, proxenetas, jugadores, libertinos, homosexuales, ladrones de poca monta y hasta canillitas conformaban esta fauna que daba pie a su internación para defender a la sociedad. De allí que en nuestro país, por ejemplo, se proyectaran distintas leyes sobre un denominado “estado peligroso” sin delito, con el beneplácito de la intelectualidad.
Como los estudios criminológicos comenzaron por aquellas personas sujetas al sistema penal como “criminales”, un primer dato estadístico que captó la atención de los investigadores fue la gran diferencia entre las cifras de delitos cometidos por hombres en referencia a los pocos que eran llevados a cabo por las mujeres. Tal situación, por demás llamativa, se intentó explicar desde una inferioridad natural de la mujer que la hacía poco proclive a ciertos crímenes pero que no importaba su ausencia, sino la ejecución de actos de similar entidad donde proyectaban su anormalidad, como la prostitución. Así, la balanza se equilibraba.
Cuando Cesare Lombroso y Guglielmo Ferrero, en el año 1893, dieron a la luz pública su obra La donna delincuente, la prostituta e la donna normale, otorgaron carácter científico a los prejuicios que la burguesía europea poseía respecto de la prostitución, lo que se reprodujo en las elites de los países latinoamericanos. Al igual que con L’uomo delinquente, “inventaron” estigmas que denotaban el atavismo femenino, midiendo cráneos y contando lunares y tatuajes en reclusas, hallando un menor número del tipo “delincuente nato” que en los hombres. Ello lo imputaron a la poca evolución del sexo femenino en relación con el masculino constatada en la vida biológicamente menos activa de las mujeres[10], asegurando haber “notado la tendencia conservadora de las mujeres en todas las cuestiones de orden social; un conservadurismo cuya primera causa proviene de estar forzada a la inmovilidad del óvulo comparado con el zooesperma” (cit. por Miralles, 1983, p. 123).
Las mujeres estudiadas se caracterizaban por el prognatismo, la mirada siniestra y oblicua, los pómulos salientes, la virilidad de la fisonomía, la vellosidad y los labios delgados. “Pero lo que para Lombroso distingue las criminales de las mujeres normales y sobre todo de las locas, es la gran abundancia de cabello y la distribución de los vellos del pubis, que se aproxima al carácter masculino” y –extrañamente- que tienen el cabello negro (Laurent, 1905, p. 109). Los criminólogos positivistas denunciaban una “tendencia innegable” hacia lo masculino en estos “engendros”, que determinaba un “tipo viriliforme”. Esta natural inferioridad de la mujer hacía que las criminales presentaran iguales características que sus pares, los hombres, en cuanto a su atavismo, y las peores de su sexo, tales como la astucia, el rencor y la falsedad. Una combinación antinatural de ambos sexos: los rasgos de la involución que también aparecían en los delincuentes estudiados por Lombroso se mezclan con una pérdida de la femineidad, o mejor, de aquellos aspectos que la moralidad social endilgaba a la mujer. Por ser biológicamente una anomalía, una mujer incompleta, a la condena legal se le sumaba la condena social. En palabras de Lombroso y Ferrero, “por ser una doble excepción la mujer criminal es un monstruo” (cit. por Miralles, 1983, p. 124).
Incluso Lombroso y Ferrero a hablaron de prostitutas natas puesto que consideraban que las prostitutas eran “locas morales”, síntoma al que agregaban la ausencia de sentimientos maternales, tendencia al delito, alcohólica, avara y falta de pudor pero que Gómez contrarrestaba –sin contradecir al fundador de la Escuela Italiana- con causas de índole social, como la miseria y la deficiente educación moral (Gómez, 1908, p. 129).
Con la prostitución se igualaban las cifras de la delincuencia masculina y se la entronizaba como su sucedáneo o equivalente o, sin esta asimilación, como “ramas de un tronco común degenerativo”(Mandolini, 1928, p. 209) propiciatorio del delito. Pese a ello, sin lugar a dudas y más allá de las críticas, “la profesión más vieja del mundo” cumplía una función de vital importancia según la práctica discursiva de fines del siglo XIX.
Michel Foucault (Foucault, 2003, p. 9 y ss.) enseña que durante la época victoriana, “la sexualidad es cuidadosamente encerrada. Se muda. La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la seriedad de la función reproductora”. Ubica el nacimiento de la represión en el siglo XVII coincidiendo con el desarrollo del capitalismo e integrando el orden burgués en materia sexual. El sexo es incompatible con una completa dedicación al trabajo como lo exigía el nuevo sistema económico, no podía dispersarse en placeres salvo los necesarios para la procreación. Su cuerpo debía estar íntegramente dedicado a este modelo de sociedad. Las sexualidades ilegítimas se restringen a los psiquiátricos, hospicios, prostíbulos y la intimidad de los confesionarios.
Pero esta nueva situación no importa que la sexualidad se callara o enmudeciera; retoma nuevos bríos en una labor moralizante que bien podría rastrearse a épocas anteriores. En este entramado se vislumbran aspectos positivos de la prostitución en cuanto función o tarea injertada en el marco de un afianzamiento o reforzamiento de la ideas morales imperantes en la sociedad de la época. “Es una institución social necesaria, lo mismo que la policía, el ejército permanente y la iglesia” (Gómez, 1908, p. 121). Se le reconocía una función de prevención de conductas tales como el adulterio, la masturbación -”satisfacciones humillantes de la automanualidad”- y la “muy oculta y apenas entrevista y hoy mucho más evidente y hedionda[11], de la homosexualidad” (Morselli, 1921, 711. Lo que también parece afirmarse en la prevención de delitos de índole sexual pese a un “coqueteo”, siempre destacado, con el delito y la “mala vida”.
Según Morselli -claro expositor del pensamiento moralizador positivista en la materia- (Morselli, 1921, 710 y s.) los jóvenes que ingresaban a la edad núbil no se hallaban, generalmente, en una “buena posición” como para hacerse cargo de un matrimonio y menos de una familia. Tal situación imponía la búsqueda de lugares donde desahogar la líbido. “Al gritar tanto contra la prostitución -explica-, quizás nos fijamos demasiado en sus peores aspectos (la relajación de las costumbres, la difusión de las enfermedades venéreas y sobre todo de la terrible sífilis, la servidumbre de las profesionales sometidas cual rebaño, su frecuente asociación con el delito, con el alcoholismo y recientemente, ahora, con el cocainismo), sin tener la debida consideración con sus no fácilmente sustituibles y bajos servicios. Basta indicar uno de ellos: el indisoluble vínculo que el problema de la prostitución tiene con el del celibato, transformado hoy en una condición casi inevitable por una multitud de hombres y de mujeres, en los que una ideal anasexualidad física y psíquica resultaría intolerable”. Entonces se argumentaba de este modo: “para los célibes hay dos vías abiertas, ambas no ciertamente en consonancia con la dignidad humana, pero mientras la una no ocasiona desorden alguno en la Sociedad y respeta, hasta un cierto punto, la libertad individual, aún desenvolviéndose por fuera de las instituciones consideradas “morales”: y es la prostitución; la otra, por el contrario, ataca la familia en sus bases, destruye el principio moral sobre el cual se basa la Sociedad, ofende los derechos sacrosantos y lesiona todos los principios de la honestidad: y es el adulterio. ¿Cuál de estos dos males es preferible?”. El discurso en torno de la prostitución, con sus aportes médico-psiquiátricos, es moralizante y la función encomendada también, puesto que preserva al núcleo familiar (Macagno, 2007).

LA PROSTITUCIÓN INFANTIL

La prostitución infantil existió desde antaño y vivió siempre íntimamente vinculado a la corrupción de menores, delitos ambos de extrema gravedad. Por ello no resulta extraño encontrarla vigente aún en los tiempos en que el ejercicio de la prostitución se hallaba reglamentado, como lo era hacia el año 1884 cuando el comisario de la 3ª sección capitalina, Pedro A. Costa, elevara una nota al jefe de la Policía anoticiándolo de ciertos hechos sucedidos en su jurisdicción y a los cuales nos referiremos más adelante.
De los términos de la nota se infiere que no se trataban de casos esporádicos sino de una práctica que no encontraba mayores reparos ni obstáculos por parte de las autoridades ni siquiera legales. La prostitución infantil era demandada por los clientes de los lupanares que solicitaban los servicios de novicias, vírgenes o recién iniciadas en materia sexual, lo que motivó que un prostíbulo ofreciera a falsas “alumnas” de la Escuela Normal, vistiéndolas como niñas con los dedos manchados de tinta que recibían la clientela en una habitación llena de pupitres (Gómez, 1908, p. 141).
En tal sentido, cabe mencionar que el artículo 9 de la ordenanza de 5 de enero de 1875 establecía que “las prostitutas adscritas a las casas de prostitución deberán ser mayores de 18 años, a no ser que se pruebe que antes de esa edad se hayan entregado a la prostitución”. No obstante, el Código civil de 1869, en su artículo 126, disponía que la mayoría de edad se alcanzaba a los 22 años, con lo cual la prostitución bien podía ejercerla quien, por la ley civil, era aún menor de edad. Pero la segunda parte de la norma permitía su extensión a otras mujeres -la ordenanza sólo hablaba de mujeres- que se hayan “entregado” a tales menesteres con anterioridad a haber adquirido la edad de 18 años. Ello merece también alguna observación.
No asombra que la mujer, como objeto de placer, no haya sido excluida en edades tempranas. La institución matrimonial no sólo es básica para la procreación sino que el “débito conyugal” también se cimenta en el placer sexual. El Código civil originario mantenía el matrimonio católico y la edad mínima para su celebración se regía por el Concilio de Trento, de igual modo que en la antigua legislación española -Partida 4, título I, ley 6ª- : doce años para la mujer y catorce para el hombre[12]. Esta situación se mantuvo por el artículo 9 de la ley 2393 de Matrimonio Civil de 2 de noviembre de 1888. Si una niña de tan sólo doce años de edad podía ser entregada por sus padres en matrimonio, ¿por qué no podía ser obligada a prostituirse en la búsqueda de placer sexual ajeno?
Carretero, analizando los legajos municipales de 1880 a 1887, llega a la conclusión de que el 2,16 % de las pupilas de los prostíbulos poseían menos de 18 años de edad (Carretero, 1998, 51)[13]. Pero estas cifras sólo nos acercan al mínimo grupo de mujeres que habían denunciado el inicio en esta actividad con anterioridad a haber cumplido la edad mínima, del modo como lo excepciona el artículo 9 del Reglamento, dejando a un lado a todas aquellas que manifestaron falsamente poseer la edad legal –posibilitado por las deficiencias del sistema de registro de nacimientos- y las que ejercían clandestinamente. Todo lo cual, permite suponer, dadas las quejas de los funcionarios policiales, que la prostitución infantil era mucho más importante.
El 13 de setiembre de 1884, como adelantáramos, el comisario Pedro A. Costa a cargo de la seccional 3ª de la Policía de la Capital, elevóa una nota al Jefe interino de la institución, Enrique García Merou (Departamento de Policía de la Capital, 1885, p. 20 y ss.), sobre un hecho “que amenaza asumir proporciones alarmantes, sino se busca a tiempo una medida enérgica que la subsane”. Los hechos narrados por el policía no son nuevos, sino que se retrotraían “a fines del año anterior”, detalle por demás relevante ya que demuestra que, transcurrido un tiempo, los casos de prostitución infantil se renovaban asumiendo “proporciones alarmantes”. Aún cuando a esta problemática no se le destinaban mayores líneas que las comentadas, las circunstancias reseñadas permiten afirmar que se trataba de algo habitual y para nada oculto, por lo menos para los funcionarios policiales. “Hoy el mal es grande, Señor Jefe, y por esta razón acudo a V.S. en el propósito de evitar en lo posible la propagación de este cáncer social”.
El citado caso del año 1883, se trató de la aprehensión de una mujer en un prostíbulo de la calle Libertad, “madre de familia que llevaba a sus propias hijas a prostituirse en aquel sitio, mediante una suma de dinero, madre que iba acompañada de otra niñita de nueve años de edad a esperar que su hija mayor terminara el comercio a que la había dedicado”. Puestos tanto la madre, las menores como “la dueña de casa” a disposición de la Justicia -se queja Costa- “por causas que ignoro y no debo averiguar, poco después se veían libres”.
La circunstancia de que el citado artículo 9 del Reglamento de Prostitución permitiera su ejercicio por menores de dieciocho años de edad si se probaba que habían comenzado tal actividad con anterioridad a esa edad, autorizaba el subterfugio de presentar siempre a la niña ante las autoridades dentro de la excepción evitando cualquier tipo de sanción. La niña que se menciona en la nota probablemente tenía la edad núbil o, cuanto menos, era mayor de nueve y menor de dieciocho, según se colige de la información suministrda por la nota mencionada. Esta situación, entonces, se veía amparada por la propia normativa aplicable, resultando según lo explica el funcionario policial, “que en vez de poderse regenerar una menor abandonada a la corrupción o entregada a ella por la misma mano que debía conducirla por el sendero de la virtud, enseñándole lo bueno, se le autoriza a continuar en el vicio, bastando el que antes haya cometido un desliz”.
El comisario Pedro Costa denuncia la existencia de más de cien casas de prostitución clandestina habitadas por más de quinientas mujeres dentro del ámbito territorial a su cargo[14], lo que se presenta como un llamado de atención a las autoridades municipales sobre quienes pesaba hacer cumplir la ordenanza reglamentaria, pero también demostraba una cierta inacción, tolerancia o connivencia policial con este fenómeno social. Interesante, también, es la descripción de la iniciación de la niñas en el meretricio que hace Costa a su jefe; señala que las mujeres de dichas casas de tolerancia recorrían las calles y paseos públicos en compañía de “niñitas impúberes, a quienes no les liga ningún vínculo de parentesco”, en una especie de “vidriera comercial” donde ofrecer la mercancía que a futuro colmará los apetitos sexuales del solicitante, dejando al descubierto una faceta de la trata de blancas. “Más tarde -explica-, cuando la naturaleza adorna a aquellas mujeres con los encantos físicos que seducen en la mujer, violando el pudor y exhibiéndolas en completa desnudez, una lista de números que sintetiza una rifa, entrega al de más suerte a aquella niña, que quiera o no, debe satisfacer la lujuria de la persona a quien le cupo en suerte”. Por su parte, la mujer “que la arroja al vicio de esta manera, ha percibido adelantadamente de la rifa sumas ingentes de dinero”[15].
A partir del momento en que el azar decidía quién se hacía del cuerpo de la niña, ingresaba al prostíbulo como parte de su plantel, de lo cual también lograba porcentajes su mentora. Según lo relata Costa, el trajín seguro la tornaría “inservible” para terminar sus días en un hospital o “atendidas por el erario o la caridad pública”.
Más allá de que el comisario se manifestaba contrario a la prohibición de violar los domicilios donde funcionaban prostíbulos sin orden judicial, destaca una contradicción en las leyes entonces vigentes. “Si la ley penal castiga con dos años al que estupra a una mujer menor de veinte años, empleando la seducción, de lo que se deduce que hay asentimiento: ¿con qué pena se castigará al que la compra y la fuerza luego, sirviéndose de intermediarias?”. Además se expresa críticamente en orden a la necesidad de que un familiar inste la intervención de la autoridad para sacar a las niñas de los prostíbulos por estar, muchas de ellas, desamparadas o por haber sido “confiadas por madres pobres a esas mujeres que las venden”.
El 15 de setiembre de 1884, el Jefe del Departamento de Policía de la Capital, Marcos Paz, elevó la nota de su subalterno al Defensor de Menores Hilario Schoo, insistiendo en subrayar el “el incremento que toma la corrupción de menores”.
Las cartas no resultaron desatendidas sino que, según la respuesta cursada por los Defensores de Menores Pedro F. Roberts e Hilario Schoo el 2 de octubre de dicho año, motivó que se tomen una serie de medidas “tendientes a reprimir semejante mal”, ofreciendo “su decidida y perseverante cooperación, para que puedan ser eficaces las medidas que adopte la Policía, en sentido de preveer la continuación de tales hecho y conseguir el castigo de los culpables, congratulándose al mismo tiempo del loable celo demostrado por esa repartición en bien de la moral pública”.
Los Defensores de Menores se dirigieron al Intendente Municipal reclamando que, por su intermedio, el Concejo Deliberante reformara el criticado y problemático artículo 9 del Reglamento de Prostitución. La razón es evidente: la ley emancipaba a la mujer a los veintidós años de edad para todos los actos lícitos de la vida pero toleraba que menores de dicha edad ejercieran la prostitución. Podían prostituirse más no casarse sin autorización paterna.
Asimismo, el asesor del Ministerio de Justicia recomendó que se solicitara a la policía la detención de toda menor de 18 años “que habite casas públicas de tolerancia o de prostitución clandestina, debiendo tomarlas en la calle cuando no pueda penetrar en estas últimas”. Esta recomendación reconoce indirectamente la presencia de niñas en prostíbulos habilitados en favor de quienes nada se hacía, por lo cual no se pronunciaba el asesor.
También se instaba a la policía para que procurara elementos de prueba que demostraran la presencia de menores en las casas de tolerancia clandestinas, estableciendo la necesaria vigilancia del lugar hasta tanto el juez competente libre la correspondiente orden de allanamiento. De este modo, se procuraba que las niñas “no sean trasladadas u ocultadas”, muchas veces, en otros prostíbulos de la campaña o del interior del país.
Por último se requería la detención de aquellos que rifen o negocien “en otra forma con la honra o moral de las menores”, poniéndolos a disposición del juez penal y a las niñas, a disposición de la Defensoría de Menores desde donde terminaban su trayecto en manos de la caridad pública en el asilo del Buen Pastor de la Sociedad de Beneficencia, al que ya aludiéramos.
Tanto las notas cursadas como el dictamen del asesor ministerial fueron puestos en conocimiento de los empleados policiales de la Capital mediante el Orden del Día del 19 de marzo de 1885.

LA SITUACIÓN DE LA PROSTITUTA

Las mujeres que ejercían la prostitución en el Buenos Aires de 1880-1890 se hallaban sometidas a un estado de servidumbre o esclavitud sexual. Su desprotección era total, ya sea que se trataran de prostitutas reglamentadas o clandestinas, aunque en estas últimas todo se potenciaba porque además sufrían las persecuciones de las autoridades.
Muchas mujeres eran literalmente vendidas por sus familiares en Europa a cambio de una dote, fraguándose un matrimonio religioso que ataba a la damnificada al proxeneta y le hacía perder su nacionalidad para adquirir la de su flamante marido. Ello aparejaba que los derechos que, como nacional de un país determinado podía hacer valer, los perdía y con ello la defensa de las autoridades de su país de origen. Otras, eran compradas y vendidas, y aún rematadas al mejor postor, para introducirlas en los prostíbulos donde firmaban un contrato con el rufián por el cual se obligaban a abonarle los gastos del viaje, alimentación, vivienda, vestimenta, los que se hacían impagables y eran utilizados como medios extorsivos.
Las condiciones eran inhumanas. Si ya la reglamentación municipal les prohibía, por razones de moralidad pública, mostrarse en la puerta de calle de la casa que ocupaban y aún asomarse por las ventanas[16], a muchas sólo les era permitido una salida de paseo una vez al mes bajo la estricta vigilancia de la madama o de un supervisor. Toda falta disciplinaria, todo acto de rebeldía, ocasionaba el traslado de la prostituta a un prostíbulo de menor calidad, sea de la campaña o del interior del país; prostíbulos de castigo donde eran brutalmente maltratadas para evitar nuevas acciones díscolas que interrumpieran la marcha del negocio.
Muchas mujeres soportaban estoicamente este estado de servidumbre, lo que algún autor lo ha relacionado con el vasallaje al que eran sometidas en sus países de origen -una Europa convulsionada que aún se asomaba entre los restos de la sociedad feudal- y a costumbres sexuales premaritales y embarazos como signos de fertilidad (Scarsi, 1996, 11).
De allí que la institución policial se haya eco de innumerables denuncias -algunas bien intencionadas, otras como ataque a la competencia- sobre maltratos y sometimiento de las prostitutas por parte de proxenetas, madamas y cafishos. Esto motivó que se dictara la Orden del Día del 15 de julio de 1885 donde se alertaba sobre estas circunstancias y se daban directivas concretas al personal subalterno.
En dicho documento se observa que las denuncias recibidas en la Jefatura de “malos tratamientos y violencia moral ejercidos por los dueños de casas de prostitución sobre las mujeres existentes en ellas”, no son pocas, por tener justamente la policía el deber de vigilancia de las casas de tolerancia regidas por la ordenanza de 1875[17]. La finalidad de esta Orden del Día, según se expresa en sus fundamentos, es “evitar todo acto de parte de sus gerentes que importe una traba a la libertad individual de que gozan los habitantes del país, por más desgraciada que sea su situación”.
Un primera disposición establecida por el Jefe de la Policía es que se adopten todas las medidas necesarias para que las meretrices que habiten las casas de tolerancia conozcan sus derechos. En este marco, debían los efectivos policiales hacerles saber que “todo convenio o contrato de enajenación de sus personas es nulo”, pudiendo abandonar los prostíbulos y el ejercicio de la prostitución cuando así lo quisieren, “aún cuando tengan deudas contraídas con sus dueños”. Además, se les debía anoticiar que siempre que fueran víctimas de maltratos, podía acudir a la autoridad policial que velaría por su situación.
Un párrafo aparte merecieron las prostitutas de origen austrohúngaro, lo que demuestra el auge que hacia 1885 tenía la trata de mujeres de esta región europea. A ellas se les comunicaba que contarían con la colaboración del “Ministro de su Nación” para su “reimpatriación” (sic) y para “resistir las explotaciones”.
Pese a la preocupación manifestada institucionalmente por la situación inhumana y “desgraciada” de las mujeres sometidas al ejercicio de la prostitución, no hubo cambios de entidad, lo que generó -cuatro años después- la Orden del Día del 13 de setiembre de 1889 donde se les recordaba a los miembros de la Policía de la Capital la anterior antes mencionada. No obstante, no se la reprodujo íntegramente ya que se omitió el párrafo dedicado a las mujeres nacidas en el Imperio Austro-Húngaro.
Sin embargo, es de resaltar que el Jefe de Policía de entonces, Alberto Capdevila, dispuso que se fijaran “en las salas de las casas de prostitución una prevención escrita en los idiomas francés, inglés, alemán y ruso, haciéndoles conocer a las prostitutas sus derechos”. Aún cuando es de destacar que la medida tomaba en consideración las nacionalidades de las mujeres recluidas en las casas de tolerancia, extrañamente, no se contemplaba el texto en castellano, para argentinas, latinoamericanas y otras mujeres de habla hispana.
Un ejemplo paradigmático de la situación de la mujer que se prostituía era la imperiosa necesidad de las autoridades de ocultarlas en el conglomerado social. Del mismo modo que se les prohibía asomarse a la puerta de calles o ventanas de las casas de prostitución -como lo establecían la Ordenanza de 1875 y los edictos del 10 de julio de 1889-, el comisario de la sección primera elevó a la Jefatura policial una consulta acerca de si “las mujeres de vida airada, tenían el libre tránsito por las calles, aún por aquellas más concurridas, como ser la de la Florida”(Departamento de Policía, 1890, p. 166). El asesor jurídico de la Jefatura policial, el ya varias veces nombrado Enrique Salterain, dictaminó en contra de ejercer cualquier tipo de restricción del derecho de transitar libremente por la ciudad, aunque sí requirió la aplicación “con todo rigor” del Edicto de “Desórdenes y escándalos”, si se ofendía el pudor o se incitaba a posibles consumidores de sus servicios. “Se trata -decía Salterain- de un mal incurable por ahora y que se observa con iguales caracteres en todas las capitales populosas del mundo civilizado”.

EL CONTROL POLICIAL

En atención a la Ordenanza de 1875, la autoridad de aplicación en materia de prostitución resultaba ser la Municipalidad de Buenos Aires, quedando en manos policiales el cumplimiento de la misma en lo referente a la vigilancia de desórdenes en el interior de los prostíbulos y del estado de las prostitutas, y de manera conjunta, la persecución de la prostitución clandestina. No obstante, la institución policial desde sus más altas esferas reclamó siempre la exclusividad en el control en la materia, lo que puede observarse en la nota que el comisario Costa elevara a su superior por no poder ingresar a las casas de tolerancia persiguiendo la prostitución infantil.
El 22 de setiembre de 1888, el teniente coronel Alberto Capdevila -Jefe de la Policía de la Capital desde el 8 de febrero de dicho año-, elevó una nota al Ministro del Interior Eduardo Wilde con un breve proyecto de ley contravencional. En sus amplios fundamentos, Capdevila se quejaba -reiterando conceptos de anteriores jefes policiales- acerca de los conflictos de jurisdicción suscitados en la aplicación de las ordenanzas municipales, y de la ya reiterada jurisprudencia de los Jueces Federales de declarar inconstitucionales los arrestos de contraventores por carecer la Municipalidad de facultades para disponer los mismos, teniendo como única vía de sanción la del apremio. Por ende, cuando la policía aprehendía a un contraventor y éste no se avenía al pago de la multa correspondiente, se debía disponer su inmediata libertad. “La ciudad de Buenos Aires -decía- capital de cerca de medio millón de habitantes se encuentra con una legislación municipal defectuosa y sin legislación policial y los actos más deprimentes del decoro, de la decencia y hasta de la seguridad y orden público no son castigados como debieran por falta de esa legislación”(Departamento de Policía, 1889, p. 29).
Por tal razón reclamaba para la Policía el dominio completo en materia de seguridad y orden público -en la fecha, eran contravenciones exclusivamente policiales la de ebriedad, desorden, uso de arma y juegos prohibidos- con exclusión del Municipio, lo que debería resolver el Congreso Nacional deslindando las atribuciones de ambas instituciones.
El artículo 1º del proyecto otorgaba al Jefe de la Policía de la Capital la autoridad “para castigar todas aquellas contravenciones que por la Ley Orgánica Municipal no son atribuidas expresamente a los poderes municipales de la Capital, siempre que esos actos punibles afecten al orden, a la seguridad o la moralidad pública”, disponiendo en el siguiente artículo sus facultades legisferantes en tal materia. Las penas contravencionales eran de hasta ocho días de arresto o veinte pesos de multa y comiso de ciertos objetos y, en lo referente al objeto de este trabajo, el artículo 6 atribuía al jefe policial la reglamentación y castigo de todo lo atinente a la “vigilancia de la prostitución en lo que pueda afectar el orden público” y la “vigilancia y seguridad de ..., casas de prostitución”.
El 10 de julio de 1889, Capdevila puso en práctica las facultades para juzgar faltas y contravenciones otorgadas por el artículo 27 del Código de Procedimiento Criminal vigente desde el 1º de enero de 1889, y dictó los primeros edictos policiales. La prostitución aparece en escena en el edicto de “Desórdenes y escándalos”, artículo 1º, inciso 3º que castigaba a “las prostitutas que desde sus casas o en la vía pública incitan a las personas o se exhiban en las puertas o ventanas”.
Como puede observarse, este edicto se superponía prácticamente con el artículo 10 inciso 2º de la Ordenanza de 5 de enero de 1875, extendiendo la represión a las prostitutas clandestinas. La pena aplicable era de diez días de arresto o treinta pesos de multa, por la primera vez; en caso de reincidencias, las penas eran de quince días de arresto o cincuenta pesos de multa (Departamento de Policía, 1890, p. 204).

DESALOJO DE PROSTÍBULOS

Las clausuras y desalojos de los inmuebles donde se ejercía la prostitución clandestina, generaron una serie de conflictos entre las autoridades municipales y policiales, lo que se adelantó ya al detenernos en el dictado de los edictos del 10 de julio de 1889. Las mujeres corrían la suerte de la madama y proxenetas al reubicarse en otros prostíbulos o, en algunos casos, accedían a los asilos de la caridad pública.
Pese a que la Policía tenía amplias incumbencias en materia de prostitución, tal como se ha venido indicando, las mismas eran compartidas con el municipio. En ese aspecto, es observable cómo los funcionarios policiales eran reacios a prestar su colaboración en las clausuras y desalojos de casas de prostitución ordenados por autoridades municipales. En principio, como puede leerse en varias de las notas cursadas al Intendente Francisco Seeber, la negativa a disponer servicios de vigilancia hasta que las medidas se concretaran, tenían su fundamento en la afectación del servicio que ello acarreaba (Departamento de Policía, 1890, ps. 37, 49 y 50).
En estas circunstancias aparece oficialmente un nuevo concepto en lugares para el ejercicio de la prostitución: la “amueblada” que no siempre poseía esta finalidad, sino que era utilizada muchas veces como albergue transitorio por parejas ocasionales o novios que las utilizaban -previo pago- para sus encuentros, o se trataban simplemente de las viviendas de amantes y concubinas[18]. Sin embargo, en muchos casos, y para evitar el pago de los impuestos municipales para las casas de tolerancia, se usaban como lugar donde ejercer la prostitución fuera de la ordenanza reglamentaria. Por ejemplo, repárese en que la habilitación de una casa de baile para ocultar un prostíbulo costaba diez pesos por noche hacia 1887, es decir, unos trescientos pesos al mes; mientras que la de un prostíbulo, quinientos pesos mensuales, lo que potenciaba el ingenio de quienes manejaban tales negocios para evitar el pago de las tasas municipales (Carretero, 1998, 54).
Desde el Departamento de Policía de la Capital, y previo dictamen de su asesor jurídico, se hace notar al Municipio (Departamento de Policía, 1890, ps. 49 y 133) que el artículo 24 de la Ordenanza del 5 de enero de 1875 no preveía el desalojo o clausura del inmueble donde una de sus inquilinas se prostituía clandestinamente, sino la imposición de multas, en forma similar a como lo disponía el artículo 26 para las mujeres no autorizadas para el meretricio. “Esta multa -explicaba el Jefe policial- es aplicada al dueño o gerente que sepa que se ejerce la prostitución clandestina en su casa. Sería altamente privativo de la libertad individual, que la clausura de estas casas trajera perjuicios de consideración a las demás huéspedes que habitan la misma”.
Pero la correcta interpretación de la reglamentación no impidió al Jefe de Policía sugerir la aplicación del artículo 5º que equiparaba prostíbulos e inquilinatos en materia de higiene, lo cual hacía procedente la clausura y desalojo de la vivienda. En la nota remitida por el Jefe de la Policía de la Capital, Alberto Capdevila, al Intendente Francisco Seeber, fechada el 21 de setiembre de 1889, se menciona una anterior misiva de éste último solicitando el auxilio policial para clausurar “las casas de prostitución sitas en la calle Tucumán 958 al 62 y 912, 920, 922, 928, 930, 936 y Libertad 343, por encontrarse en malas condiciones higiénicas y de seguridad”, lo que de algún modo deja en descubierto las condiciones infrahumanas en que las mujeres se prostituían, donde la falta de condiciones de higiene tornaba esos lugares en focos infecciosos y de transmisión de enfermedades, principalmente venéreas, de lo que no se encargaba la policía.
Otro caso de desalojo que mereció su registro en la Memoria de la Policía de la ciudad de Buenos Aires de los años 1889-1890, es la que se produjo respecto de un prostíbulo clandestino ubicado en las cercanías de la iglesia de San Nicolás (Departamento de Policía, 1890, p. 169). El asesor del Departamento decidió que la circunstancia de que el artículo 5 inciso 2º del Reglamento de 1875 determinara que las casas de prostitución por él regidas, debían ubicarse a una distancia no menor a dos cuadras “de los templos, teatros y casas de educación” no importaba excluir de esta prescripción a los prostíbulos clandestinos. Lo contrario era crear “un privilegio escandaloso” en favor de la prostitución ilegal.
En ambas hipótesis, las razones de la prohibición son las mismas: una “alta razón de moralidad pública” y las buenas costumbres. “Existe una razón moral, que justifica el alejamiento de esas casas, del templo, del teatro y del colegio, adonde concurre a la par que el niño irreflexivo e inconsciente, la joven pudorosa y cándida”. Y en la nota del intendente citada por el documento oficial, rubricada por “respetables firmas”, se señalaba que estas viviendas son “una amenaza diaria para nuestras familias, que se ven impedidas hasta de abrir sus ventanas, por los grupos de hombres que a todas horas del día y de la noche, golpean las puertas de nuestros hogares, confundiéndolas con casas de prostitución”. O como se dice más adelante, la equiparación se hallaba en el “espíritu” del Reglamento de 1875 cuya finalidad es “impedir la relajación de costumbres y los atentados a la moral”; por ello, cómo no se iba a aplicar cuando la prostitución clandestina “se ostenta descarada, e insolente a inmediaciones de templos y colegios”.

LAS INOMBRABLES

Como sucedía en casi todos los ámbitos del quehacer nacional -con la sola excepción, quizás, de los espacios destinados a la caridad-, las mujeres estaban silenciadas. Sus voces apenas se elevaban, pero no se escuchaban. Una de los primeros atisbos organizados de defensa de los derechos de la mujer trabajadora, por ejemplo, fue la manifestación de las lavanderas que en 1894 reclamaron al municipio porteño la rebaja del canon por el uso de los lugares destinados a sus labores, luego que las obras de construcción del puerto las desplazaran de sus lugares habituales de trabajo (Barrancos, 1994, p. 185). De allí que no resulte extraño que las mujeres no aparezcan “hablando” desde las páginas de las Memorias policiales.
La institución policial fue siempre motejada de machista, lo que es lógico ante la exigencia de sus cuadros de aquellas cualidades que siempre se han demandado en los hombres y que son claras en su formación militarizada. La primera mujer en ingresar a la Policía de la Capital fue Olga Ortolano de Spuerr en el año 1924 (Camps, 2006), lo que los historiadores oficiales han omitido, voluntaria o involuntariamente, consignar (v., Cortéz Conde, 1937; Rodriguez – Zappietro, 1999). De allí que no sea casual el desconocimiento casi total de la situación de la mujer en el conglomerado social.
Pero en este contexto de ocultamiento que se daba en torno de las mujeres hacia las últimas décadas del siglo XIX, otro detalle que debe ser destacado específicamente respecto de las trabajadoras sexuales es su anonimato. Conocemos el nombre de muchas de ellas por la documentación municipal o de los servicios de salud que controlaban las enfermedades venéreas, pero las Memorias de la Policía de la Capital no mencionan, durante el período seleccionado, datos individualizatorios. El pecado no tenía nombre.
Mujeres y madres indigentes, como Rosa Ferrari o Adela Heredia; trabajadoras-esclavas, como Juana Villaruel o Petrona N., no eran anónimas. La pobreza o la infracción a la ley carecían de la mácula del pecado. Pero cuando las mujeres se rebelaban al orden marital impuesto, se tornaban en “Doña N.N.”, sin perder por ello su calidad de cónyuge consagrada legal y religiosamente. Pero ya el proceso de ocultamiento se encontraba iniciado; tal vez justificado en los comentarios malintencionados o en la deshonra del esposo ante sus congéneres, lo cierto es que la mujer se iba diluyendo en lo desconocido.
Por el contrario, el tratamiento de la prostituta, ejemplo supremo del vicio y el pecado, continuadora de la Magdalena bíblica, era impersonal y anónimo. Ni siquiera mereció las dos “N” que se adjudicó a la mujer casada. La rebeldía sin sexo era menos dañosa y permeable a la expiación sanadora.
Así, las Memorias policiales no significan una ruptura con los cánones culturales imperantes en la Argentina de fines del siglo XIX. Muy por el contrario, importan una afirmación categórica y flagrante de la forma en que el poder se relacionaba y sometía a un amplio estrato de la sociedad. La visión moral-paternal-disciplinaria de las mujeres, y específicamente de la prostituta, surge manifiesta aún en lo que oculta. Sus nombres que perecen en el olvido de la práctica policial remite a una tarea de reclusión y relegación a los ámbitos previamente designados para su existencia. El seno familiar aprehende a madres y esposas en las paredes del hogar conyugal; las que no tienen la suerte de tener marido o familia, caen en manos de la caridad pública o en el azar de las calles y sus empresarios del vicio y la mala vida. Como sucede con indigentes, alienadas y prostitutas.
Es claro que aquello “que no se habla” por pecaminoso, vicioso, inmoral o simplemente rebelde, no merece más que el anonimato. Carece de formas concretas de nombrarlo, pero también sus ejecutores pierden su subjetividad al no ser nombrados. Las prostitutas perdieron sus nombres en el marco de la documentación oficial estudiada, se transformaron en “terceras personas”, en objetos meciéndose en el mar de conflictos institucionales, de denuncias de desalojos y maltratos, de una actividad administrativa-punitiva que las tenía de fundamento pero que las objetivaba haciéndoles destruyendo los elementos que forjan su identidad. En el aspecto señalado, el discurso de la agencia policial nada tiene que envidiarle a la frialdad de las cifras estadísticas que ex profeso dejamos de lado.

DISIPANDO LA NIEBLA: ALGUNAS CONCLUSIONES

Las observaciones antes expuestas no dejan de ser algunos manotazos al aire en busca de disipar un poco la niebla que rodeaba a la prostituta en el interior de un discurso institucional de neto corte represivo-disciplinario, como lo es el emergente de la institución policial. La Policía de la Capital, hacia el período estudiado, se vio sometida a una importante transformación que se daba en todos los ámbitos del Estado y en un país cuya sociedad también evolucionaba junto con las masas que le otorgaba nuevos aires.
Pero la metamorfosis social e institucional que se gestaba, se erigía en sólidas bases con raíces muy profundas en los años de la colonia y de los primeros pasos como Nación Argentina. La solidez de una cultura masculina y religiosa marcó una situación de sumisión y sometimiento de las mujeres que veían quebrantados todos sus actos de rebeldía. La idea de una mujer-esposa-madre, casta, disciplinada y dócil, cuyos atributos femeninos siempre se vinculaban con la procreación, la crianza de los hijos y la obediencia al mandato paternal-marital, tardó mucho tiempo en trocarse. Ni siquiera los grupos libertarios de la época eran tan ajenos a esta mirada de género.
La prostituta poseía casi todas las marcas del demonio. Era rebelde legal y moralmente, indócil y sexualmente activa, pecaminosa y, a pesar de todo, convivía en una serie de relaciones de pura utilidad con el poder que la escondía para mantenerla como válvula de escape de la libido juvenil. Un mal necesario.
En esta red de vínculos sociales y en un tiempo en que la prostitución se hallaba reglamentada, los intereses corporativos de la Policía capitalina pasaron por demostrar preocupación ante el crecimiento de la prostitución infantil ante la permisividad de la ordenanza municipal que la regulaba. Inquietud que se diluyó en algunas notas que no demostraron más que la deficiente redacción de una norma y poca actividad positiva desplegada por los funcionarios policiales. En un contexto de búsqueda de recursos para mantener el aparato burocrático, la exposición concreta del problema hacía factible una sanción por inidoneidad o inoperancia que no era, precisamente, lo que se pretendía cuando se intentaba sobrevivir al cambio.
Ello confirma además, el poco espacio que se dedicaron a la prostitución en estos documentos de gestión cuando el censo municipal de 1887 estimaba que Buenos Aires tenía más de seis mil prostíbulos (Carretero, 1998, p. 68). No obstante, existió un reclamo indirecto y casi fugaz por los derechos de las meretrices, si estamos a las innumerables denuncias que dan cuenta las Memorias pero que se perdieron en algunas iniciativas comunicativas, de las cuales no hubo eco de sus resultados concretos.
Las conflictivas y dificultosas relaciones entre la Policía y la Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires, son el eje sobre el cual giran los desalojos de casas de tolerancia infractoras de la Ordenanza del 5 de enero de 1875 y no la situación de las mujeres que ejercían la prostitución. El dictado de los edictos policiales en la materia fue un acto de soberanía en un tópico cuya exclusividad se reclamaba desde las más altas esferas de la corporación, pero la mujer siempre quedaba a un lado, quizás el más oscuro y difícil de visualizar.
Las Memorias de la Policía porteña nos demuestran sin retaceos a una mujer oculta y anónima que apenas lograba asomarse en el entretejido social; una agencia estatal cuya “ceguera” –en los términos de Clementi- no distaba en lo más mínimo de lo que expresaban otras instituciones sociales confirmando la existencia de un poder androcéntrico que hasta llegó, para dominarlas, a suprimir sus rasgos de identidad. Escondieron los nombres del pecado.








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APÉNDICE

Ordenanza reglamentaria de la prostitución sancionada el 5 de enero de 1875

Capítulo I
De las casas de prostitución

Art. 1. Se entiende por casas de prostitución las que están habitadas por prostitutas.
Art. 2. Las casas de prostitución serán toleradas en el municipio, siempre que se sujeten a las prescripciones de esta Ordenanza.
Art. 3. Las casas de prostitución no podrán ser regenteadas sino por mujeres.
Art. 4. Cualquiera que regentee alguna de las casas de prostitución que actualmente existen en la ciudad, deberá presentar antes de los quince días siguientes a la sanción de esta ordenanza, una solicitud ante el Secretario de la Municipalidad, en la cual se exprese el número de la casa que ocupan, el número de prostitutas que tengan a su cargo, su nombre, patria, edad, un duplicado del retrato fotográfico en tarjeta de cada una de ellas, y un certificado médico por el cual conste que en el día de la presentación todas las prostitutas se encuentran perfectamente sanas de enfermedades venéreas y sifilíticas, y por separado una carta de un médico por la cual conste que en adelante será el que asista en la casa.
Art. 5. Las casas que se abriesen nuevamente, además de las prescripciones del artículo anterior deberán cumplir las siguientes:
1º. La casa será de un solo piso y en caso de tener varios no podrán ser ocupados sino por las prostitutas.
2º. La casa deberá encontrarse a distancia de dos cuadras cuando menos de los templos, teatros y casas de educación: las que actualmente se encuentran en cualquiera de esos casos, serán removidas en el plazo de 40 días.
Art. 6. Las casas de prostitución serán consideradas para los efectos de las Ordenanzas sobre higiene y seguridad como casas de inquilinato; sin que esto autorice para que pueda haber inquilinos en ellas.
Art. 7. El permiso para tener una casa de prostitución no es transmisible ni da derecho alguno, pudiendo ser retirado si la Municipalidad lo encuentre conveniente, y cuando se infringiese cualquier artículo de esta ordenanza.

Capítulo II
De las prostitutas

Art. 8. Será considerada como prostituta toda mujer que se entregase al acto venéreo con varios hombres, mediando una retribución en dinero o en especie para si misma, para quien explote su tráfico o partible entre ambos.
Art. 9. Las prostitutas adscritas a las casas de prostitución deberán ser mayores de 18 años de edad, a no ser que se pruebe que antes de esa edad se hayan entregado a la prostitución.
Art. 10. Las prostitutas deberán someterse a las prescripciones siguientes:
1º. Sujetarse a la inspección y reconocimiento médico siempre que fuesen requeridas para ello.
2º. No podrán mostrarse en la puerta de calle, ni en las ventanas o balcones de la casa que ocupen, ni llamar a los transeúntes o emplear cualquier género de provocación, los que les será prohibido hacer igualmente en las calles, paseos públicos y teatros, no pudiendo concurrir a estos en traje deshonesto.
3º. Deberán encontrarse en casa dos horas después de la puesta del sol, a no ser que tengan motivo justificado para faltar a ello.
4º. Deberán siempre llevar consigo su retrato en una tarjeta fotográfica, en el cual estará anotado la calle y número de la casa de prostitución a la que estén adscriptas, su nombre y el número de orden que les corresponda en el registro de inscripción, siendo además timbrada por la Municipalidad.
Art. 11. La mujer que a sabiendas, prestase servicios domésticos en una casa de prostitución deberá sujetarse a las prescripciones 1º y 2º del artículo anterior; se considerará sabedora si permanece por más de tres días sirviendo en la casa. Todas las prescripciones del citado artículo son obligatorias para la mujer que regentase la casa de prostitución.
Art. 12. Las prostitutas que dejen de pertenecer a una casa de prostitución quedarán bajo la vigilancia de la Policía mientras no cambien su género de vida; en este último caso la prostituta podrá solicitar el entrar a un establecimiento de caridad durante un mes, prestando sus servicios voluntariamente.

Capítulo III
De la gerencia de las casas de prostitución

Art. 13. La gerente de una casa de prostitución deberá llevar un libro en el cual se inscribirán las prostitutas que están bajo su vigilancia y responsabilidad, según el modelo que se les pasará: este libro será inspeccionado por orden de la Municipalidad siempre que lo crea conveniente.
Art. 14. Las gerentes nunca podrán ausentarse del municipio ni faltar de la casa por más de 24 horas, si cambian de domicilio tendrán que dar cuenta a la Municipalidad, en el mismo término; no podrán admitir nuevamente ninguna prostituta, sino en los días de visita médica, y después de haber sido reconocida en ella, debiendo anotarla en el libro a que se refiere el artículo anterior, harán constar en ese mismo libro la salida de toda prostituta, dando cuenta inmediatamente; lo mismo harán toda vez que una prostituta evadiese la inspección médica.
Art. 15. Las obligaciones recíprocas entre los gerentes de las casas de prostitución y las prostitutas serán las que entre sí acordaren pero éstas últimas serán bien tratadas: en caso que contrajesen enfermedades venéreas o la sífilis primitiva, serán atendidas hasta su curación por cuenta de la gerente; si según declaración del médico de la casa la enfermedad pasase al estado de sífilis constitucional o fagedénica, entonces la prostituta pasará al hospital. Si alguna prostituta se hiciese embarazada será mantenida y alojada en la casa hasta un mes después del parto, o subvencionada en la cantidad que conviniese, saliendo de la casa; esta subvención será retirada probado el caso de que la prostituta continúe ejerciendo la prostitución, no podrán obligarse a la prostitutas a entregarse a la prostitución durante la menstruación o estando encinta.
Art. 16. Las gerentes de las casas de prostitución no podrán admitir en ellas sino las prostitutas que estén inscriptas en el libro respectivo. Ninguna podrá regentar más de una casa de prostitución.

Capitulo IV
De la inspección médica

Art. 17. El médico que asistiere en una casa de prostitución deberá inspeccionar a todas las prostitutas, usando el especulum uteri, los miércoles y sábado de cada semana; deberá anotar, bajo su firma, el resultado en el libro de la casa y hacer constar la ausencia u oposición de la prostituta a someterse a reconocimiento médico.
Art. 18. En el caso que una prostituta deba ser conducida al hospital o se encontrase encinta, según lo referido en el artículo 15, el médico pasará inmediatamente un parte a la Municipalidad; lo mismo hará cuando alguna prostituta no estuviese presente o se hubiese opuesto a la inspección médica y en los casos de aborto provocado.

Capítulo V
De los concurrentes a las casas de prostitución

Art. 19. No tendrán entrada en las casas de prostitución los jóvenes menores de 15 años, los individuos en estado de embriaguez o que lleven armas, y los que presenten señales de enfermedades venéreas o sifilíticas. A todos les será prohibido el consumo de bebidas alcohólicas y toda clase de juego prohibido.
Art. 20. En el caso de que se lo exigiese, el concurrente deberá prestarse a un reconocimiento, o de no salir inmediatamente de la casa: tendrá derecho a verificar si la prostituta con quien va a estar en contacto, ha pasado por la visita médica en el día que debió practicarse, para lo cual podrá revisar el libro respectivo.
Art. 21. Los concurrentes que dieren lugar a escándalos en las casas de prostitución, serán anotados en un libro reservado por el Comisario de la Sección; en caso de reincidencia pasará un parte al Jefe de Policía con el mismo carácter; pero si viniesen partes de varias secciones, el Jefe de Policía podrá citar al individuo, amonestarlo, multarlo de uno a tres mil pesos, según la gravedad del caso, y aún publicar su nombre.
Art. 22. Una copia de este capítulo será colocado en un paraje visible en el interior de las casas de prostitución.

Capítulo VI
De la prostitución clandestina

Art. 23. Queda absolutamente prohibida la prostitución clandestina: se entiende por tal la que se ejerciere fuera de las casas de prostitución toleradas por este reglamento.
Art. 24. Todos los que a sabiendas admitieren en su casa particular o de negocio en calidad de inquilina, sirvienta u obrera a cualquier mujer que ejerciere la prostitución, pagarán una multa de mil pesos moneda corriente por la primera vez, de dos mil por la segunda y tres mil por la tercera y siguientes; se considerarán sabedores a los que permitan que una prostituta continúe en su casa tres días después de ser prevenidos por la autoridad.
Art. 25. En el caso del artículo anterior serán comprendidos los dueños de establecimientos públicos frecuentados por prostitutas.
Art. 26. La prostitución clandestina será penada por ocho días de prisión en la cárcel correccional por la primera vez, con quince días por la segunda, y con un mes por la tercera y subsiguientes.

[1] El Diccionario de voces comunes y lunfardas (Capparelli-Diccio-Kruizenga, 1975, p. 75), denomina “taquera” a la prostituta por el ruido de los tacos al caminar por las calles en búsqueda de clientes, mientras que “taquería” es la forma en que se designa a la comisaría haciendo referencia al sonido que las botas de su personal hacían al marchar y al dar la venia. De allí que se llame “taquero” al comisario.
[2]Sin embargo, esta distinción no resulta tan nítida, en la actualidad, como consecuencia de la “doctrina de la seguridad nacional” de la cual todavía quedan vestigios en los países del margen latinoamericano, potenciados por la denominada “guerra” contra el narcotráfico y el terrorismo (Rico, 1998, p. 178).
[3]Es interesante destacar que los dos jefes no militares de la Policía de la Capital fueron nombrados luego de sucesos políticos de suma trascendencia como lo fueron la federalización de Buenos Aires -el primero- y la Revolución del Parque de 1890 -el segundo.
[4] El artículo 2º de la ley 1029 de Federalización dispone: “Todos los establecimientos y edificios públicos situados en el Municipio, quedarán bajo la jurisdicción de la Nación, sin que los municipales pierdan por esto su carácter”.
[5] Su publicación comienza, precisamente, con la jefatura de Marcos Paz en 1880 (Ruibal, 1993, p. 71).
[6] La manuscrita nos pertenece.
[7] También se cita el caso de Mariano Induce, fugado de la vivienda donde cumplía servicios domésticos.
[8] Los hombres internados como dementes por la policía en tal año fueron 120.
[9] Acerca de la homosexualidad y la prostitución masculina, v. (Salessi, 2000; Gómez, 1908, p. 175 y ss.).
[10] Es lo que algunos positivistas denominaban “pereza biológica” (Mandolini, 1928, 206).
[11] Existe una antigua vinculación entre los malos olores y lo maligno o demoníaco que es clara en lo denostativo de la terminología utilizada por el autor citado. Sobre estas relaciones, (Muchembled, 2003, p. 124).
[12] El artículo 168 del Código civil de 1869 establecía que los impedimentos matrimoniales del derecho canónico regían en el matrimonio católico celebrado en nuestro país. Para los matrimonios de contrayentes de otra religión, el artículo 229 hacía aplicables los mismos impedimentos que causaban la nulidad de los católicos.
[13] Scarsi sostiene que la casi totalidad de las prostitutas de la década de 1870-1880 eran menores de edad (Scarsi, 1996, p. 10)
[14]Según el Reglamento Interno de Policía publicado en el orden del día del 20 de abril de 1885, la seccional 3ª comprendías las manzanas limitadas por las calles Rivadavia, Libertad, Córdoba y Maipú. ( Departamento de Policía de la Capital, 1885, p. 172).
[15]La manuscrita en el original.
[16]Art. 10, inc. 2º, Ord. 5 de enero de 1875.
[17]Art. 12, Ord. 5 de enero de 1875.
[18] En la Memoria 1887-1888 puede leerse un dictamen del asesor del Departamento de Policía donde se analiza si la concubina o amante podían excluir o impedir el ingreso de su amante o concubino de la “amueblada”, situación muy distinta a la planteada por los requerimientos municipales (Departamento de Policía, 1888, p. 97).