Por Eduardo Luis Aguirre
La pandemia activó una fibra sensible entre pensadores provenientes de distintos campos epistémicos. Las reacciones tendieron a conjeturar inmediatamente y echando mano a diferentes fundamentos las posibles consecuencias de la peste en términos sociológicos, políticos y psicológicos.
Desde los que arriesgaron rápidamente una supuesta cercanía con el comunismo hasta los que afirmaron que el covid-19 respondía a unacreación intencional, deliberada, de poderes difusos.
Un año y medio después de desatada la epidemia, parece claro que el mundo ya no es el mismo, ni volverá a serlo. Que la “nueva normalidad” imaginaria quizás se parezca más a un tránsito que a un nuevo modelo de articulación estático de las vidas cotidianas. A una disrupción inestable antes que a la consolidación de nuevas rutinas respecto de las cuales el proceso de adaptación humano podría ser rápido e inocuo. Si. Quizás la única certeza que podamos apreciar sea, nada más y nada menos, que ese cambio definitivo operado en el mundo. Aunque durante la pandemia pudimos apreciar otras singularidades, no sabemos a ciencia cierta si éstas llegaron para quedarse o solamente se habilitaron durante la emergencia. Me refiero a la proliferación global de los dispositivos extraordinarios de control. A la policización abrupta del espacio público, las aplicaciones, las alarmas, los dispositivos electrónicos. Al corrimiento de los límites de un estado constitucional de derecho que pone pausa frente a un avance estatal global sobre ciertos derechos civiles y políticos. El control se ha desbocado en todo el mundo, y no me refiero a las medidas colectivas de cuidado que precipitan la prédica canalla y oportunistas de las derechas.
Quizás eso implique solamente un paréntesis que debamos soportar en su excepcionalidad, porque los estados y los sujetos no encuentran otras formas de adecuación de las conductas humanas frente a la catástrofe. Lo grave sería que el límite se hubiera corrido definitivamente y ya no hubiera retroceso.