Por Eduardo Luis Aguirre
Se conmemora en estos días un nuevo aniversario del ataque nuclear a Hiroshima y Nagasaki. La primera y única vez en la historia que se utilizó armamento no convencional para aniquilar a población civil indefensa. Fue uno de los crímenes masivos más horrendos de la modernidad, y a esta altura lo único que podría admitir algún tipo de discusiones es el encuadre típico del delito, pero nunca la perpetración del mismo.
Que, como sabemos, permanece absolutamente impune a pesar de su carácter imprescriptible. Esto no puede sorprendernos. Siempre, y sobre todo a partir de la IIGM, las respuestas que el sistema penal internacional y la justicia universal han conferido en materia de genocidios, delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra, no han podido superar el punitivismo selectivo respecto de determinadas personas o grupos de ofensores, que casi siempre carecen de poder o han perdido el que alguna vez tuvieron, consagrando una consecuente impunidad respecto de estremecedoras masacres llevadas a cabo por los “indispensables” del planeta. Este es un caso emblemático de ese sesgamiento agobiante y del estado de excepción permanente que agobia la coexistencia armónica de los pueblos y fulmina a un sistema jurídico internacional que nunca ha estado a la altura de sus responsabilidades institucionales.