Finalmente, se concretó el golpe blando contra la democracia brasileña. Esta vez fue un Congreso desautorizado política y éticamente, quien decidió la suerte del PT, acaso la experiencia inclusiva más multitudinaria de la historia reciente de América Latina.
Las grandes cadenas comunicacionales, en cumplimiento del rol que les asignan estas novedosas instancias destituyentes, han salido a cuestionar la existencia del golpe, basados en argumentaciones tales como que la suspensión de la Presidenta Dilma Rousseff se produjo como consecuencia del funcionamiento de mecanismos institucionales previstos por la Constitución brasileña y que no ha habido "violencia" en la consumación de esa resolución, que conmociona al mundo entero. Se trata de un hiato político que afecta a la séptima economía del planeta y, como suele suceder en estos casos, la deposición de la Presidenta electa por el pueblo se perpetra contra un gobierno autonómico, no alineado con las políticas de EEUU, que promocionó socialmente a más de 35 millones de habitantes.
Casi la misma cantidad que la población argentina, para que tengamos una idea más clara. También, como es de práctica, la derecha política brasileña y los sectores más concentrados de la burguesía litoraleña apoyan este giro hacia un neoliberalismo descarnado y el ajuste que viene.
Si algo no debería discutirse es que estamos ante un nuevo capítulo de los muchos golpes blandos que ideara el politólogo americano Gene Sharp, que se dieron en los últimos contra distintas expresiones de gobiernos no alineados con los dictados del Washington.
Es obvio que, en estos casos, la legalidad aparente no suele armonizarse con la legitimidad de una medida como la adoptada. La suspensión de una presidente elegida hace poco tiempo por la mayoría de los brasileños, por hechos que ni siquiera suponen conductas dolosas que afectan el parimonio común de los brasileños, luce claramente desproporcionada. Y como un pretexto para terminar de perpetrar lo que fue: una aventura golpista. Que, por supuesto, no fue violenta, si entendemos que puede considerarse como tal la burla de la voluntad popular.
Es obvio que, en estos casos, la legalidad aparente no suele armonizarse con la legitimidad de una medida como la adoptada. La suspensión de una presidente elegida hace poco tiempo por la mayoría de los brasileños, por hechos que ni siquiera suponen conductas dolosas que afectan el parimonio común de los brasileños, luce claramente desproporcionada. Y como un pretexto para terminar de perpetrar lo que fue: una aventura golpista. Que, por supuesto, no fue violenta, si entendemos que puede considerarse como tal la burla de la voluntad popular.
Justamente, lo que Sharp define es que este tipo de asonadas encarnan “acciones no violentas”. Por lo tanto, va de suyo que esas prácticas políticas no deben ser violentas, aunque hay mucha tela para cortar en orden al análisis del concepto de la violencia política. Este tipo de golpes exentos de violencia convencional, son parte de las guerras de cuarta generación que apelan durante el siglo XXI a armas psicológicas, sociales, económicas y políticas.
Sharp mismo ha explicado esto más claramente: “en los Gobiernos, si el sujeto no obedece los líderes no tienen poder. Estas son las armas que en la actualidad se usan para derrocar Gobiernos sin tener que recurrir a las armas convencionales”.
Sharp, cabe aclararlo, abjura de las guerras convencionales por su ineficacia y sus costos de toda índole, y las sustituye por medidas que van desde el debilitamiento gubernamental hasta la fractura institucional.
En su ensayo “De la dictadura a la democracia”, que describe nada más y nada menos que 198 métodos para derrocar Gobiernos mediante “golpes suaves”, considera que la estrategia se puede ejecutar en cinco pasos, que en su momento fueron resumidos por la agencia Russia Today.
La primera etapa es promover acciones no violentas para generar y promocionar un clima de malestar en la sociedad, destacando entre ellas denuncias de corrupción, promoción de intrigas o divulgación de falsos rumores. Eso ha ocurrido en todas las democracias de Améroca Latina, y Brasil no podía ser la excepción.
La segunda etapa consiste en desarrollar intensas campañas en “defensa de la libertad de prensa y de los derechos humanos”, acompañadas de acusaciones de totalitarismo contra el Gobierno en el poder. Recordarán ustedes las proclamas y consignas golpistas y desestabilizadoras exteriorizadas por diversos poderes fácticos brasileños, e incluso por políticos y parlamentarios.
La tercera etapa se centra en la lucha activa por reivindicaciones políticas y sociales y en la manipulación del colectivo para que emprenda manifestaciones y protestas violentas, amenazando las instituciones. Está fresca en la memoria del Continente la sucesión de marchas y manifestaciones por diversos motivos que venían sucediéndose en Brasil en los últimos años, las que eran visualizadas como "espontáneas".
La cuarta etapa pasa por ejecutar operaciones de guerra psicológica y desestabilización del Gobierno, creando un clima de "ingobernabilidad". Con el pretexto del derroche que habrían significado la organización del campeonato mundial de fútbol y las olimpíadas, esta etapa fue notoria.
La quinta y última etapa tiene por objeto forzar la renuncia del Presidente de turno, mediante revueltas callejeras para controlar las instituciones, mientras se mantiene la presión en la calle. Paralelamente, se prepara el terreno para una intervención militar, mientras se desarrolla una guerra civil prolongada y se logra el aislamiento internacional del país.
No se logró la renuncia. Pero un juicio político no se le puede negar a nadie. Mucho menos, si se trata de un gobierno popular.
No se logró la renuncia. Pero un juicio político no se le puede negar a nadie. Mucho menos, si se trata de un gobierno popular.
Fuente: Russia Today en español.