Por Eduardo Luis Aguirre

El 3 de septiembre pasado se conmemoró en Pekín el 80º aniversario de la victoria en  la guerra de resistencia del pueblo chino contra el imperio japonés y el fascismo.  El impresionante desfile que paralizó a occidente tuvo además una consistencia política extraordinaria, capaz de marcar el rumbo de la nueva relación de fuerzas que se avecina en el mundo. Después del discurso del presidente de China tuvo lugar la formación que congregó como incitados a los líderes de 4 de las siete potencias nucleares más significativas del planeta, que albergan a casi 6000 millones de habitantes. Hasta hace pocos año las revistas militares de occidente afirmaban que, pese a su descomunal crecimiento comercial, económico, financiero y tecnológico, el gigante asiático padecía de debilidades ostensibles en materia militar. El desfile y el discurso de XI y sus singulares visitantes pusieron de manifiesto el cambio drástico de un nuevo orden mundial que muchos se niegan a comprender.  
Occidente, al menos como lo hemos conocido en los últimos siglos, se ha desarticulado y nada parece hacer pensar en su reconstitución. Las organizaciones internacionales y la ONU en particular carecen de todo control estratégico, militar y político sobre los antagonismos mundiales y la OTAN, después de su ciega obediencia a Estados Unidos acaba de hipotecar su presente en lo financiero y poner en riesgo su futuro agenciándose innecesariamente una relación amenazante con Rusia, cuya potencia acaba de ponerse e manifiesto en la guerra de Ucrania. Trump ha adoptado una relación prescindencia con la alianza atlántica y, tarde o temprano, esa decisión puede materializarse de las formas más directas, incluso aquellas que nos resultaban impensables.
El derecho internacional se desvanece cuando se ve amenazada la necesidad vital de mantener la forma de existencia y llega la hora de tomar decisiones políticas existenciales. No debería sorprendernos. la disputa por el poder ha sustituido al históricamente inocuo derecho internacional. La efímera época un mundo articulado por el derecho como forma de resolución de sus conflictos ha pasado al olvido. 

En este contexto, de manera absolutamente irresponsable el gobierno argentino se ufana de un préstamo del tesoro al que habrían accedido con pasión mendicante. El costo de esa ayuda por parte de un país que divide al mundo en amigos y enemigos, que interviene por la fuerza y se arroga el rol de gendarme mundial, que concibe a los pueblos como vencedores y vencidos, que inntenta revitalizaqr su rol imperial pese a los obstáculos que hemos señalado anteriormente no puede ser más torpe y peligroso. No hay más que recordar la visita de la generala Laura  Richardson y su vocación por poner un pie estadounidense en nuestro Sur. Tampoco la insistencia explicita de intentar desalojar a China del país. Esas tentativas, siempre espaciadas, dan la pauta de que ni siquiera las grandes potencias saben cuál va a ser el futuro del mundo en materia de nuevos liderazgos. Mucho menos lo conoce la Argentina. Plegarse a uno de los bloques en pugna en medio de un desenlace no saldado debería haber llevado a nuestros funcionarios a plantearse al menos la duda metódica de poder quedar en el sitio equivocado. Lo más lógico, que además es perfectamente posible, sugería pendular entre ambas potencias manteniendo la cuota soberana que hace a cualquier nación. Pero en las cabezas neocoloniales de nuestros enviados gravita mucho más la entrega mansa a una potencia que, posiblemente, se encuentre en un declive histórico.