Por Eduardo Luis Aguirre
Argentina se debate entre inescrutables incertidumbres. El riesgo cierto del eventual retroceso de la democracia y su atravesamiento con una crisis económica y social sin precedentes, por una parte y la importancia geopolítica que no casualmente ha adquirido el Cono Sur, por la otra. Ambas pueden encontrar un denominador común hipotético, una suerte de nexo relacional que pone en evidencia las debilidades políticas y teóricas de los gobiernos para tomar decisiones en un mundo y en sociedades que, por muchísimos motivos, no comprenden.
La segunda es catastrófica porque remita a la falta de anclaje de una política que vuelve a la horda y pierde los límites éticos. Así, es lógico que no tengamos candidato y crezca un no- candidato. En esa falta de posibilidades de pensar políticamente el ejercicio de gobernar se explica la excentricidad de mover las piezas sin pensar un segundo en lo que vendrá. Lo he escrito y lo rubrico. Es la primera vez que el progresismo se vuelve peligroso. Y es peligroso porque ha adquirido ontología propia. Todo lo que resiste al neoliberalismo tiene la flaccidez irrelevante del progresismo y el progresismo en su febril individualidad no entiende de construcciones colectivas donde deberá inexorablemente concurrir con los distintos y los malos, con los impuros y los diferentes. Hay algo de lo teológico que domina ese universo de percepciones masivas simplificadas que confunden la moral y la ética. Lo individual y lo masivo. Lo simple y lo complejo. Las contradicciones principales de un sistema de control global y las disputas folklóricas por la violación de derechos civiles y políticos. En ese caos de reivindicaciones de lo más variadas se pierden de vista coordenadas básicas que enlazan las dos circunstancias que enunciamos al principio.
Hace pocos días, la Revista de Política Internacional de Cuba publicaba un artículo de la académica Irina Colina Ortega. El texto se titulaba “La Estrategia de Donald J. Trump y Joseph Biden para América Latina. El reto participativo de los pueblos hacia la integración”. La autora hace un análisis histórico y geopolítico impecable, sobre el que habremos de referirnos. Diremos inicialmente que se trata del desarrollo de un pensamiento que intenta conjugar la singularidad del capitalismo actual con las variables que surgen de las políticas que a nivel internacional despliegan demócratas y republicanos. De hecho, hay una cita de un artículo del propio Joe Biden.En ese paisaje no se distinguen los respetables ataques que sufren algunas minorías sino la necesidad de pensar que la resistencia al imperialismo no puede pensarse sin echar mano a una mirada aguda en materia de teoría política. Queda allí en claro de qué va el capitalismo en el mundo. Estados Unidos no coloca en el ranking de sus preocupaciones estratégicas fundamentales algunas legítimas preocupaciones de la individuación progresista. Es la primera potencia mundial, un imperio marítimo que conserva intacta su capacidad de coerción. Eso parece tan lógico cono que un gobierno popular no dilapide dineros públicos para favorecer su razonable pasión personal por un determinado club. Como todo sistema de control, el imperio es fundamentalmente un intento de ordenar en lo interno y en lo externo. Pero lo importante es observar qué es lo que le interesa privilegiar en ese orden que es también dogmático en una sociedad de matriz protestante. Claro que hay disputas pendientes en la superestructura. Pero se trata de la disputa en el plano cultural, macrofísicas. No creo, por más que se lo intente fundamentar de manera infantil, que en el radar estadounidense esté la necesidad de controlar lo que según el censo reciente importa el 0,12 de la población. Una victimización de esa magnitud distrae el foco sobre las preocupaciones más angustiantes. En serio.
Imagen de la VII Flota. Original de la BBC