Por Eduardo Luis Aguirre
Italia se ha convertido en algo diferente de una preocupación, de una mera luz de alarma continental y mundial. El país consterna y espanta porque ha decidido concitar a los dioses oscuros de su peor tragedia histórica. Con los mismos lemas de 1931 (Tradición, Patria y Familia) los fascis retornan contraviniendo un mandato constitucional que en 1948 los había prohibido expresamente.
Meloni es algo más que una anomalía retrógrada. Es una pieza de apertura fundamental en un trebejo que organiza un juego macabro que todavía no ha llegado a su fin. Un jaque durísimo a lo que queda en pie de las democracias occidentales. La tercera economía europea se asume como una síntesis esperpéntica de lo que está por venir. Y en ese planisferio del odio legitimado, el norte poderoso vuelve a imponer condiciones. Vota a Meloni "para que desaparezca la izquierda, que habla y habla y no hace nada", me decía una semana antes del comicio un interlocutor accidental en La Spezia. Otro confesaba que lo enfurecìa tener que trabajar para que los vagos que acceden a un seguro de desempleo se queden en su casa "acostados y mirando el techo". Esta última caracterización remite a los planeros peninsualres y al prejuicio sobre las formas imaginarias en que el otro goza. En ese marasmo brutal, Meloni garantiza un nuevo orden de pobres contra pobres, de esforzados laburantes del último vagón del ser contra los desesperados del no ser. En ese contexto, el neoliberalismo fascistizante garantiza la reproducción de un sistema intrínsecamente injusto donde los pocos ricos serán cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. La romana consagrada completa su ideario con un decálogo antiderechos que amenaza a las disidencias, los inmigrantes y todo lo que quede por fuera de su concepción sutocrática de la sociedad. Ni siquiera va a emprenderla contra Europa sencillamente porque no puede ni quiere. Porque representa a un nacionalismo excluyente. Meloni deja al descubierto la crisis de una izquierda hervíbora que fué dejando de lado en sus propuestas disparatadas la necesidad imperiosa de resolver las materialidades acuciantes. Craso error, reiterado, de un postmarxismo que derivó primero hacia una socialdemocracia en retirada y luego en una expresión indiferenciable del neoliberalismo. Aquí se ven más claras las consecuencias de esas propuestas que las grandes mayorías seguramente intuyen como un hablar infructuoso. Y sabemos que el fascismo sedimenta, justamente, una irrevocable devoción por la "acción". Esas expectativas legítimas que la izquierda dejó vacantes fueron el camino asfaltado por donde confluyó la derecha. Y lo hizo afianzando el unitarismo cromático de las ultraderechas en Europa, que ganan o crecen también en Suecia, Noruega, Dinamarca, los países bálticos, Polonia, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Francia, España, Portugal y los Balcanes. Ese mapa de odio exacerbado y conculcación creciente de derechos se reproduce, con sus singularidades, en nuestra región, donde todos esperamos como salvaguarda política un nuevo tiempo mesiánico en Brasil. No son momentos fáciles para los gobiernos populares. Deberíamos detenernos a mirar este panorama abrumador antes de repetir la muletilla amarillenta y antojadiza de supuestas claudicaciones. Nos guste o no, las relaciones de fuerza existen en la política internacional.