Por Eduardo Luis Aguirre

 

La guerra es el horror. Un horror indecible. El que resume las pasiones más tristes de los seres humanos. El que masacra, humilla, aniquila y degrada a los pueblos. La guerra en Ucrania, cualquiera sea la lectura política que de ella se haga, no constituye una excepción a ese hiato oscuro de la condición humana.



En ninguna guerra hay buenos y malos. Los binarismos son pésimos consejeros frente a la profundización trágica del estado de excepción en un mundo que registra una veintena de conflagraciones de distinta naturaleza, muchas de ellas invisibilizadas por la gran prensa occidental.

Esa prensa que, de izquierda a derecha, desde Público a La nación, pasando por El Comercio o DW ha desarrollado su propia y efectiva campaña rusofóbica, complementada por los diversos países de “occidente” mediante ademanes estrafalarios, sanciones especulativas de diverso calado y una desembozada provisión de pertrechos y armamentos destinados a hacer que la intervención militar rusa encalle definitivamente. Esta última novedad es mucho más grave que la propalación de noticias falsas o las campañas culturales. Es la reaparición en el contexto mundial de la más grande alianza militar de la historia. Una alianza que, desde Yugoslavia hasta el presente, había mantenido su conversión de conglomerado estratégico defensivo en un puntal imprescindible destinado a concretar un rol ofensivo que explica, junto al consenso de Washington, el fin de la historia y el reagan-thatcherismo, la aparición de un sistema de control global punitivo. La cuestión ucraniana ha provocado un terror en Europa, comprensible, situado, y ha hecho que sus intelectuales –lo digan o no- terminen tomando parte por un atlantismo que les garantiza no ser un campo de Marte pero que los sumirá, como nuevas víctimas del neoliberalismo, en una crisis que ya atraviesa esa parte del mundo que según Toni Judt había logrado configurar el experimento más justo de la historia. Ese paraíso de confort, equidad, progreso y respeto a los derechos civiles y políticos ha entrado en un estrecho desfiladero desde hace años. Por lo tanto, la adscripción a la OTAN es la rendición definitiva de Europa al proyecto hegemónico estadounidense, despide sin miramientos al multilateralismo, seguirá sin comprender que en otras partes del mundo la contradicción principal no es “democracia” versus fascismo sino nación vs imperialismo. O, si mejor se lo prefiere colonialidad vs descolonialidad. Por eso el conflicto se ve distinto desde acá. Desde donde hacemos pie los pueblos de Nuestra América. Nuestro dasein nos lleva mirar el mundo con otros ojos. Con una mirada propia, según la cual Rusia no es lo mismo que la OTAN. Y creo que en las intrincadas disputas diplomáticas está claro que Estados Unidos quiere asediar y aislar a Rusia, inscribiendo en la alianza a nuevos países limítrofes cuando todos sabemos que la doctrina geopolítica de Rusia siempre se ha caracterizado por la necesidad de preservar la intangibilidad de sus fronteras y los riesgos cercanos. Es una consecuencia lógica de su geografía. Escribo esto en medio de un desordenado y anárquico aluvión catártico que para nada pone en duda la afirmación de la paz y la condena indiscriminada de la guerra. Quizás lo hago extrañado y urgido por las definiciones de intelectuales que respeto, como Jorge Alemán o Pablo Iglesias. Mientras ellos cargan sobre el autoritarismo, la homofobia o la acendrada religiosidad de Putin, Estados Unidos nos aprieta para evitar que Atucha 3 la terminen los chinos. Hablamos desde donde estamos siendo. Saludo esas diferencias, pero no puedo soslayarlas.