Por Eduardo Luis Aguirre

Para explorar el núcleo duro del mito es interesante trazar, inicialmente, una línea de tiempo a la hora de analizar el devenir de las monarquías, en momentos en que las democracias, tal como las asumimos, adolecen de una pérdida de legitimidad sin precedentes. El paralelo no es solamente histórico. Las derechas, que hacen un permanente hincapié en los formatos institucionales capaces de establecer una autoridad simbólica que garantice la "moral" de una política de la cual siempre desconfían, conviven con la expectativa ilusoria de la construcción de un todo perfecto.

Como si los procesos humanos y políticos reconocieran un sólo ejemplo histórico que mínimamente les concediera razón a su pesimismo y a una exigencia que casi siempre enmascara una concepción retrógrada y conservadora de la política y lo político. En esas especulaciones, surgen siempre países "ejemplares" que en muchos casos llegan a admirar a un querido rey.

El caso de España es icónico. El rey emérito, supuesta reserva moral del país nunca quiso inmiscuirse en la tarea de alcanzar justicia, memoria y verdad respecto de los crímenes del franquismo. Por el contrario, convalidó con gestos explícitos una complacencia con la dictadura que a los argentinos nos llenaría de perplejidad. Desde el Valle de los Caídos hasta un silencio ominoso sobre los delitos contra la humanidad por los que se acusa al generalísimo. Los nombres de sus generales y acólitos perviven como denominación de las calles madrileñas y las deudas del estado español en materia de Derechos Humanos es, hasta ahora, impagable. Recordemos que, de acuerdo con el artículo 56.1 de la constitución española, el Rey es símbolo de la unidad y permanencia del Estado, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones y asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales.

El gran referente unitario aquilata una trayectoria que incluye acusaciones no menores que las derechas locales parecen no leer.

El rey emérito se valió, por ejemplo, de la exención fiscal de Patrimonio Nacional para no pagar impuestos por donaciones valoradas en más de 100 millones de euros. También blanqueó al régimen de Arabia Saudí con un diálogo interreligioso en Madrid presidido por el rey Abdalá (a quien un año antes otorgó el Toisón de Oro) sólo tres semanas antes de recibir en Suiza los 65 millones saudíes.

El sueldo anual de la reina emérita en 2021 supera los 114.000 euros. El Gobierno rechaza aclarar si también cuenta con asistentes a cargo de Patrimonio Nacional, como ocurre en el caso del exmonarca (*). El episodio de la cacería de elefantes queda reducido entonces a una ingenua travesura y la carta de Lope de Aguirre a Felipe II bien podría reescribirse en clave contemporánea. Y por si hiciera falta, en materia de añoranza moralista, el escándalo del caso Gürtel debería hacer reflexionar a nuestros “republicanos”.

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