Por Ignacio Castro Rey (*)
Con cierto cansancio, hay que volver a hablar de este personaje televisivo cuyo tono soez –que a partir de ahora modulará cuidadosamente– hace que Berlusconi casi parezca un intelectual. Los jóvenes que estas noches se manifiestan en más de veinte importantes ciudades norteamericanas tienen sus poderosas razones para expresar su miedo e indignación, aunque la victoria haya sido –con el peculiar sistema electoral estadounidense– incontestablemente legal.
Ahora bien, había que preguntarles qué hicieron antes para frenar el carrusel mediático y profesional que le ha dado el poder a Trump. Me refiero a esa burbuja urbana que en todas partes nos mantiene –en España no menos que en Estados Unidos– de espaldas a una realidad brutal, sea en su variante rural, en la industrial o pueblerina que sistemáticamente nos empeñamos en desconocer.
En este punto y en otros el idiotismo (Marx) urbanita ha hecho más daño a las posibilidades reales de las reformas políticas, de ponerle freno a su corrupción sistémica, que las maquinaciones de las multinacionales. De hecho, los estrepitosos fracasos de pronóstico en el Brexit, en el No al acuerdo de paz en Colombia o en la victoria de Trump, proviene de la misma burbuja mediático-política que ha ignorado las condiciones reales de vida de millones de trabajadores en los viejos estados industriales que ahora han votado al magnate de Nueva York.
Que Trump no tenga ninguna experiencia en la política, cosa que nos parece demasiado optimista, sería en principio una excelente noticia. Ya verán cómo no es exactamente así. Ya verán cómo pronto adapta sus histriónicas exigencias a los límites de cierta corrección establecida. Habrá cambios, sin duda, pero sobre el tablero anterior y respetando gran parte de sus presupuestos. No es el fin de la globalización, como tampoco lo fue el Brexit, pero sí es un serio punto de inflexión en la crisis de ese globo hinchado por y para las élites, punto crítico que ya no tendrá posiblemente vuelta atrás. No estaría mal que ahora se arruinasen unos cuantos miles de burócratas que en Bruselas y Washington han vivido de esa burbuja democráticamente racista.
No solamente existen swing states. Es que los pueblos enteros, mal que le pese a la mitología ilustrada, son swing por naturaleza: es decir, oscilantes, sin ideología política fija y más atentos a los avatares de su vida diaria que a los grandes temas de las elites. De manera que ese swing people votará en tiempos de crisis, como hicieron los obreros alemanes en los años treinta, a aquel que prometa de verdad darle un giro a la situación. Eso es lo que los dos grandes partidos, más Nueva York, Washington y la soberbia Wall Street, ignoraron o creyeron que podían ignorar. No sólo el partido Republicano dio la espalda a Trump, confirmando su paradójica condición de millonario outsider, sino que el propio Partido Demócrata le dio la espalda a Bernie Sanders, tal vez el único que estaba dispuesto, dentro de los límites del stablishment, a intentar de verdad invertir la situación. Para nada Hillary Clinton, que hasta en su imagen y su estilo es parte del odioso sistema que ha llevado -lejos de las burbujas urbanas- a millones de norteamericanos al paro y la miseria.
Racismo, xenofobia, sexismo: ¿es esto parte intrínseca de los seguidores de Trump? El votante de Trump no es más "fascista" que lo es cualquiera, aquí o allí. Es como llamarles fascistas a los votantes del UKIP o a los partidarios de Brexit. Pues no, gracias. Es la prensa y la televisión la que se ha encargado de destacar este aspecto del discurso populista del actual presidente, confeccionado adrede para llamar la atención con un lenguaje directo y popular. En realidad, con una sensibilidad social que la izquierda ha olvidado, la artillería gruesa de los discursos de Trump ha estado dirigido a esos millones de estadounidenses empobrecidos por la globalización. Es dudoso que el votante medio de este líder televisivo sea más xenófobo de lo que lo es la gente corriente, que ya lo es mucho, en Estados Unidos y tal vez en medio mundo. La gente "tiene más miedo que odio", se dijo en su momento. Pero casi nadie quiso escuchar.
Muy ajeno y muy anterior a toda esta polémica, Clint Eastwood, una de las pocas estrellas de Hollywood que defendió públicamente a Trump, dirigió recientemente un film que da algunas claves de este triunfo electoral, no tan inesperado como Boston o Nueva York se creen. Con un tono honesto y sencillo donde no hay héroes, Sully repasa los matices humanos del accidente de US Airlines que acabó con uno de sus aviones milagrosamente posado en las frías aguas del Hudson, pero sin víctimas. Les ahorro el largometraje de un rodeo. Con el avión todavía sin hundirse, el sistema aeronáutico estadounidense, estatal y privado –trasunto de todo el sistema gubernamental y mediático norteamericano– se vuelca en implicar al piloto en un error de cálculo, fatal para los intereses económicos de la compañía y las aseguradoras. Sencillamente, la clave del asunto la pone Eastwood en el factor humano: en este caso, en los pocos segundos de decisión que tiene un buen piloto, enfrentado de pronto a un dramático imprevisto que no aparece en ninguna simulación.
El factor humano, la compleja vida oscilante de la gente, es algo tan viejo y tan simple que el sistema lo olvida sin parar. Es lo que el planeta político estadounidense, que incluye también al aparato del Partido Republicano, no ha tenido en cuenta en sus mil simulaciones diarias. Simulación: ¿es otra cosa la puerta giratoria del sistema informativo-parlamentario, que ignora en todas partes a millones de habitantes que no salen en pantalla? Th. Frank, en su precioso artículo de The Guardian, ha recordado que los periodistas llegaron a inventar, para justificar sus prejuicios, a un votante cualquiera de Trump.
Este hombre será todo lo grosero y sexista que se quiera. Pero su triunfo llama la atención sobre los efectos reales de una devastadora y elitista globalización como ningún progresismo establecido se ha atrevido a hacer. Tanto Hillary como Trump, francamente, daban bastante miedo. Mal que les pese a nuestros ilustrados urbanos, Estados Unidos nunca dejó de ser una nación brutal, incluso puertas adentro, como tal vez lo son todas las naciones que creen tener un poder mundial. En ese sentido, los dos aspirantes tenían en la cabeza un similar casquete polar que encarna el blindaje sin corazón que ha de tener quien gobierne al país "más poderosos de la tierra".
¿El más poderoso? Ya veremos. Tal vez Trump representa también el reconocimiento de un declive en la hegemonía única de la bandera de barras y estrellas. De ahí la negativa a seguir sufragando el intervencionismo... y a una OTAN, para Europa, de tarifa plana.
Ahora gobierna en Estados Unidos, una nación que nunca ha dejado de ser hobbesiana y de entender el mundo como un tablero de guerra, el más abiertamente agresivo de los dos aspirantes. Pero la grosería pueblerina de Trump podría tener sus ventajas, no solamente para los obreros norteamericanos. Pobres inmigrantes, de acuerdo: pero miles y miles de ellos, ya instalados, han votado al nuevo líder. Pobres palestinos, de acuerdo, pero ya les iba tan mal con Obama que difícilmente pueden bajar en el escalafón mundial de las víctimas. Pobres cubanos, vale, pero ellos –que nunca se creyeron mucho los nuevos vientos de Washington– sabrán lidiar con la barbarie que venga.
En cuanto a México, y a todo el querido continente latino al que España ha dado la espalda, tal vez les siente bien comprender que ya no tienen ningún cariñoso padrino en el poderoso Norte. Ilusión que, ciertamente, nunca ha tenido correspondencia real. Las elites latinoamericanas tendrán que aprender a apañárselas solas, cosa que sus pueblos ya hacen desde siempre.
(*) Doctor en Filosofía y crítico de arte.