Por Ignacio Castro Rey
"Badi,
a despecho de sus magras remuneraciones, era un pobre diablo famélico, en
eterna lucha con esa miseria característica que acompaña a menudo a los poetas
como una maldición especial, y que ningún salario ni ninguna recompensa logran
eliminar". Un puente sobre el Drina
(p. 97)*.
La
estatura literaria y poética de Ivo Andrić se mide no tanto por la forma
magistral de narrar la enorme épica de una multitud durante cuatro siglos, y
algunos sucesos históricos que conmovieron al mundo, cuanto por el modo de
acercarse a mil situaciones donde no ocurre absolutamente nada. Es esta
precisión poética para acercarse y narrar un tiempo detenido, y el pulso de una
existencia cualquiera, lo que hace de su novela una obra absolutamente moderna.
Cada
superficie, cada historia, rostro y situación son una oportunidad y un puente
que abre el pasaje hacia otra posibilidad. La novela de Ivo Andrić no es
exactamente monumental. Tampoco es una larga crónica de Visegrad y Bosnia,
entre los siglos XVI y principios del XX, tal como suele resumir alguna
contraportada. En ella no se trata tanto de una "suma de pequeñas
historias particulares" que dan lugar a la saga de un pueblo, esa
comunidad de comunidades que habitan en la antigua Yugoslavia, como tal vez de
lo contrario. Es posible que el autor nos quiera contar la historia universal
que se encierra en cada ser humano, en una vida corriente y a la vez
misteriosa. El narrador está ahí para contar aquello que no puede tener
testigos, lo que sólo sabe un puente de piedra muda. Es otra vez la magia de la
literatura, rozando -no podía ser menos- algunas las prohibiciones.
"Sucedió
entonces que, en un pueblo situado por encima de Visegrad, una muchacha
tartamuda y algo anormal quedó en cinta". Contar es la forma de drenar el
dolor, entrando en él, y así ahuyentar así la noche. Andrić labra el lenguaje
como tecnología punta de una humanidad que sólo tiene la palabra y el trabajo
para aliviar la soledad, el desamparo ante las contingencias que una y otra vez
vuelven.
Es
cierto que el esfuerzo del hombre-río se rompe "como las olas" (p.
419). Pero en el fracaso tenemos, parece decir el Drina, una escuela común de
humildad. Es necesario no aferrarse a nada distinto a la vida. Es preciso
"morir sólo una vez" (p. 106), a diferencia de unos poderosos que
mueren dos veces: cuando dejan el mundo y cuando desaparecen las obras creadas
por ellos.
La
novela de Andrić es también un largo alegato contra la pesadilla que es la
Historia sobre la espalda de lo pequeño, personificado en ese crisol de pueblos
balcánicos -eslovenos, cíngaros, judíos, serbios, bosnios, croatas, turcos-
entregado a la ferocidad de dos imperios, el turco y el austro-húngaro, que se
turnan en la crueldad. La bestialidad de la historia se repite, interrumpiendo
la vida y manejando al hombre de carne y hueso como moneda de cambio. Un puente sobre el Drina es además un vademécum de todas las variaciones
posibles de la alegría y el infortunio. También un libro de sabiduría, como El ayudante de Walser o Aprendizaje de Lispector: "Los
osmanlíes decían que hay tres cosas que no pueden permanecer ocultas: el amor,
la tos y la pobreza" (p. 391).
Inundaciones,
tiranos, amor, crueldad, abundancia natural y espejeos de cielo. Si la
industria, dice un clásico del siglo pasado, conserva añadiendo una sustancia
que altera el elemento original, el arte conserva entregando los seres a su
finitud. Los levanta dejándolos caer, abrazando su caída. Es como si el puente
se empezase a construir a fuerza de mirar la riada y reconocer en ella una
forma. "Me doy cuenta de que ya no podemos ir a ninguna parte. Ha llegado
la época en que la verdadera fe no tiene más remedio que devorar sus propias
entrañas" (p. 468). Cuando una inundación crece, sea la de los poderosos o
la de las aguas -los desastres naturales y los históricos se parecen, también
en que a veces unen a los hombres-, todas las fronteras son violadas y es mejor
no ofrecer una resistencia frontal. Sólo queda tender puentes sobre la riada.
Un
hombre bueno es como un puente, una corriente impetuosa entre dos orillas y al
mismo tiempo un pasaje hacia otra posibilidad. La novela del Drina no deja de
ser un canto a una beatitud anónima, que siempre será clandestina para el
estruendo de la historia y la política, ese mundo de mentiras, fasto y cámaras
en el que todos nosotros -y el propio Andrić, como diplomático- tenemos un pie.
"Entonces
el cíngaro se irguió, se abrió de brazos, adoptó un aire serio y una expresión
de sinceridad conmovedora de la cual son sólo capaces las personas que no distinguen
la mentira de la verdad" (p. 79). Como de otro modo realiza el Ulises de Joyce, aunque sin recurrir a
ese famoso primer plano del monólogo interior, Un puente sobre el Drina despliega toda una psicología de cien
personajes y épocas, dentro de inolvidables descripciones de la vida misteriosa
de los elementos y los materiales.
Piedras
y hombres se hacen eternos: no porque estén libres de muerte, sino porque en
ellos reina una aceptación y un juego con lo imprevisible (p. 102). Radislav,
Lotte, Alí-Hodja, Zorka, Stikovic. Descendiendo silenciosamente a una intimidad
secreta en medio del estruendo, muchos nombres de una humanidad innombrable se
hacen querer. Andrić consigue hacernos amar una probidad, un tormento y una
dicha que no pueden ser reconocidas por la historia, a pesar de las sucesivas
promesas de todos los Imperios que se abaten sobre los hombres.
Entre
otros personajes, Lotte representa el homenaje al cansancio de los héroes
anónimos. El escritor desciende a su paso cansino de noche, "aquel paso
que nadie conocía. Sobre la ciudad dormida, una oscuridad total se extendía
uniformemente" (p. 417). Finalmente, enloquecida por la ocupación
austro-húngara, Lotte se hunde mentalmente. "Miraba a todo el mundo de
frente, pero no veía a nadie" (p. 411).
La
materia prima de Andrić es la pasión de vivir, presente en el ser humano más
insignificante. Ese soñar con los ojos abiertos, en su mezcla misteriosa de
felicidad e infortunio, de poder e impotencia, iguala de alguna manera a
humildes y poderosos. El canto, tal vez un poco autobiográfico, que realiza a la juventud de comienzos del siglo
XX es particularmente emocionante. Hablando de Nikola Glasichanin,
prematuramente envejecido, amargado y taciturno, Andrić dice: "Se entregó
al amor con todo el ardor de que son capaces los amargados y los
descontentos" (p. 377).
Si
la materia de Un puente sobre el Drina
es la pasión, las tan cacareadas "raíces del odio" son -al menos en
los Balcanes- situadas por Andrić a un palmo de la misma generosidad vital. Ya
sabemos que después vendrá la Unión Europea proponiendo eliminar el conflicto a
base de arrancar la pasión. Andrić está muy lejos de esta castración
normalizada, que no hace más que obligar a que la pasión y el odio tomen
caminos perversos, como actualmente ocurre en Europa. Podemos suponer que esta
tentativa normalizadora, más vieja de lo que parece, es también caracterizada
en la novela que nos ocupa "como el pensamiento de un abogado, claro y
transparente, igual que un vaso vacío de cristal" (p. 432).
Si quisiéramos seguir en otro orden el
laberinto barroco de esta catedral que es Un
puente sobre el Drina, se podría añadir lo siguiente:
I Ad
hominem
Igual
que en Sebald, en Andrić nada parece resultar ajeno. Los dos escritores
mantienen un pie en la historia, en la gran narración de lo visible (el César),
y otro en el secreto de lo apenas perceptible (Dios). Un río es exactamente
eso, una superficie que espejea, entre dos fronteras, desde un oscuro fondo
inmóvil.
Limo
y rocas es el fondo de la narración, verse sobre hombres o sobre ciudades. De
ahí la sorprendente universalidad de tantos pasajes, situaciones y personajes,
como si ya hubiéramos estado allí. Esto se debe, no a los viajes del
diplomático Ivo Andrić, sino a la relación con el silencio común que el
escritor y poeta mantiene.
Sólo
los "hombres huecos" (Eliot), solidarios con el silencio de la
especie, pueden ser propietarios de tal ubicuidad, de la capacidad de ponerse
en el lugar de casi cualquier otro. De ahí la maravillosa frase: "El
silencio favorece la oración y es, en sí, como una oración" (p. 491).
II Tiempo
Igual
que el río Drina discurre verdoso y brillante bajo los ojos del puente, siempre
igual y siempre cambiante (p. 388), el protagonista es el hombre común, aquel
que sólo tiene su esfuerzo, su coraje, su odio y sus creencias como capital
inmutable frente a una suerte cambiante. Continuamente la novela abre "una
isla pasajera en medio de la inundación del tiempo" (p. 113), como si toda
la narración fuera en realidad la crónica de un suspiro, un instante "suspendido
entre la noche y el día" en el que al hombre común le es dada una tregua.
El
tiempo es breve, dice el Evangelio (I Cor. 7, 29), y esa lentitud fulminante
que se acumula en el aquí y ahora de
la vida mortal es la que permite establecer conexiones imprevistas y tomar la
historia casi como si fuera un juguete. De cualquier modo, en la infamia que es
cada sistema de gobierno es el hombre el que cuenta; el hombre, más que el
nombre del Imperio de turno: de ahí que entre el mandato de Arif-Bey y el de
Abidaga haya abismos.
Cubrir
el Drina de bóvedas (p. 88). En todo caso, se trata de construir sobre la
corriente, sobre las cenizas y la arena que el tiempo arrojan. Como si Andrić
practicase a su manera esa vieja leyenda según la cual la labor del arte,
frente a la ciencia, es conciliar opuestos y, rompiendo con la superstición de
la cronología, hacer de cada accidente un monumento duradero. Cada obra de arte
es como un instante expandido. Por eso en más de una ocasión Andrić repite que
pocas veces podemos imaginar las dependencias (p. 104) que se tejen en la distancia.
Las revoluciones que conmueven el mundo comienzan con el sueño escondido de un
campesino en las laderas.
III Monumentos
Con
frecuencia la novela narra casi la nada más banal entre los hombres, qué ocurre
cuando no hay ningún acontecimiento relevante, como en momentos del cine actual
de Sokurov. La novela de Andrić es en primer lugar un monumento a lo
insignificante, todo aquello que la historia oficial de Europa y los Balcanes
desecha como un resto, una escoria “privada”. Por el contrario, ahora el rostro
de las vidas personales es el eje de la narración, el punto focal con el que
comienzan y terminan las gestas históricas.
"El
deseo es como el viento, lleva el polvo de un sitio a otro" (p. 388). Y
con esa contingencia de la materia humana se hace la historia. En algún lugar
del mundo alguien juega a la lotería o se libra un combate; y "es así, por
curioso que parezca, como se decide el destino de cada uno de nosotros"
(p. 357). Teje, tejedor del viento, dice Joyce a propósito de la ley indescifrable
que gobierna la historia.
En
otras palabras, lo grande e histórico cabe en lo pequeño, es el juguete de una existencia soberana precisamente
porque tiene enfrente el vértigo de la muerte (p. 106). Por la misma razón, en Un puente sobre el Drina no hay buenos
ni malos: tantos los cristianos como los musulmanes sufren y viven, son
alternativamente víctimas y verdugos, a diferencia de la estupidez binaria que
preside nuestra mayoría ideológica, sea oficial o alternativa. La historia
siempre aparece en conflicto con la vida -la escena culminante es la
interrupción del kolo con motivo del
asesinato del archiduque Francisco Fernando, en el capítulo XXII- y por otra
parte muy vinculada a ella. Como si no pudiéramos vivir ni con ella ni sin
ella.
IV Crónica
La
historia aparece en cierto modo como la pesadilla de la que siempre hay que
liberarse, el conjunto de condiciones canónicas que continuamente tenemos que
desplazar para poder vivir y respirar. Con frecuencia es necesario huir de la
historia "como de una casa en llamas" (p. 438). En este aspecto, los
poderosos y los imperios se turnan en la opresión, así como las diversas
religiones y culturas -preferentemente serbios y turcos- se turnan en el papel
de víctimas o verdugos. Lo importante es la vida que sigue, trampeando, como un
río entre escollos rocosos.
Igual
que en nuestra época actual, a veces la solución de emergencia para el hombre
es volverse invisible, "hacerse el muerto" (p. 463). Antes y después
de eso, el comercio, las conversaciones en la kapia del puente, la amistad y la enemistad personales, el tabaco y
la rakia, la entrega de las mujeres y
la probidad de algunos hombres justos, tejen continuamente la tela rota por las
guerras.
Se
da en Andrić un culto constante a la resolución y al trabajo (p. 92) como
vínculo de redención personal y construcción común, interpersonal. Un puente
que relaciona puede ser el producto del sueño de un solo individuo, el gran
visir Mehmed-Pachá, y de una resolución difícil de explicar antes de que la
obra sea visible.
V Lenguaje
Una
y otra vez, en cada ser humano y cada esquina del universo respira una
multitud. Antes de pronunciar la primera palabra, un corriente de ecos y
sensaciones ya nos ha atravesado. Y Andrić desciende a esta fuente. Por eso la
palabra es entre los hombres lo que el agua es en la naturaleza, una corriente
vinculante. Tanto en las piedras como en los cielos, los límites de cada ser
lanzan destellos.
Las
múltiples lenguas de estas tierras son el instrumento más preciado que tienen
los hombres para darle forma a la desgracia y hacerla soportable. La vida se
pierde y se encuentra, perdura en su mutación constante (p. 119), como la
fuerza de las aguas y el puente sobre el Drina. Narrar, hablar, recordar
contribuye a alejar la inundación que se repite en la noche. Mientas se habla y
se cuenta se olvida, y el olvido es un medio tan poderoso como la memoria.
El
crisol de razas, religiones y lenguas de estos reinos balcánicos no dejan de
ser una metáfora del coro que cada uno tiene en la cabeza, de ese lenguaje
corporal y sensitivo de un alma que también está en las piedras, en las hojas,
en el cielo que cambia. Todo se expresa, y al expresarse cada individuación
estalla en espuma, toma distancias con su aislamiento y establece vínculos
insospechados. Incluso lo escrito, como la inscripción de Badi grabada en la
piedra (p. 97), es susceptible de mil interpretaciones y traducciones: el agua
lava la piedra, le arranca irisaciones y destellos. De ahí que Pasolini pueda
hacer que un actor pronuncie la frase Buenas
noches con sesenta significados distintos. Los límites de cada ser, mortal
como los otros, emiten una música incesante. Hasta el silencio de las piedras
parece tender un puente.
VI Ecce homo
La
novela de Andrić es también un libro de sabiduría acerca de lo que somos desde
siempre. Ante la eternidad de la muerte, se emprende un inmenso recorrido por
los innumerables semblantes del misterio de cada hombre. Por eso en tantos
lugares Un puente sobre el Drina
parece estar hablando exactamente de esta época (p. 352).
Es
como si el hombre tuviera la muerte como la mayor baza (p. 75) y en esta
condición trágica poseyera siempre un arma con la que salir a flote de un
contexto histórico que, finalmente, es una huida gregaria ante esa condición
elemental. Allí donde hay un hombre, hay un río, una corriente con dos orillas
que va arrojando mercancías distintas. Pero cada hombre bueno, como Alí-Hodja,
se parece a un puente que establece pasajes incluso en medio de la violencia
(p. 491).
Nadie
echa de menos a un desconocido, se suele decir, pero en la novela de Andrić el
protagonista es precisamente ese vecino desconocido, al que aquí se le rinde
continuamente homenaje. Los numerosos nombres de lugares y personas que saturan
la novela intentan captar momentáneamente una silueta de lo innombrable, la
insignificancia heroica de aquel ser que ha quedado orillado por la historia
oficial. Tras las mil gestas históricas, que se vuelven a narrar porque se
repiten, la hierba es todo lo queda (pp. 106-107) del sueño de los guerreros.
VII Religión
Lejos
de una actitud meramente ilustrada, Un
puente sobre el Drina es muy atenta a la llama de las almas, como si el
vínculo entre religión, nación y cultura no tuviera fronteras. La religión es
en uno de los núcleos del lenguaje y uno de los vínculos que une a cada hombre
con el eco de la sabiduría de los muertos. Cuando se entierra en secreto el
cuerpo reventado de Radislav, se reza en la clandestinidad de la noche: Recibe,
Cristo, entre sus santos el alma de tu esclavo. Pero la esclavitud del hombre ante esa personificación del misterio común
es con frecuencia el emblema de la fuerza, individual y colectiva, al fin y al
cabo "el hombre, como premio a su soledad y su pobreza, en medio de una
región salvaje, vive como quiere y canta lo que desea" (p. 131).
Frente
a los poderes imperiales, la religión aparece como fuente de resistencia. Una y
otra vez, musulmanes y cristianos tienen en la oración el depósito de lo soñado
y no realizado, bajo los avatares de la historia y ese continuo relevo del
despotismo de un poder lejano. Con frecuencia Andrić se refiere a un mismo Dios
que une a los hombres, quienes habitualmente se apartan de quien aparezca
"sin religión y sin alma" (p. 78).
Aunque
se diga también que la pugna entre las creencias oculta la lucha por la
posesión de la tierra, estamos muy lejos de Marx. Y lo estamos en un punto
clave: junto con el lenguaje o el canto, la religión concentra en lo local lo
universal y permite que cada hombre sea como un río. Finalmente, la piedad paleocristiana
de Andrić -una piedad que no necesita doctrina- tiende puentes desde la
grandeza de lo pequeño y es tan elemental que le da una voz a cualquier
psicología, sea musulmana o no. Hay algo de religión siempre en el enigma de
cada singularidad humana. Por ejemplo, en el huérfano Salko el Tuerto: "raro,
valiente, feliz, truhán y gran bebedor" (p. 146).
VIII Naturaleza
La
tierra protege un misterio sin fronteras, pues cada monte, ribazo o corriente
de agua marca sólo otra coloración y otro clima para una profundidad que apenas
conoce más ley que la muerte y el relevo estacional de las luces, siempre
iguales y siempre cambiantes. Y es sobre todo en el héroe, que en esta novela
es cualquiera, donde tierra, religión y cultura forman un nudo casi indisoluble.
Además,
el invierno y la furia de los elementos es una defensa de la comunidad local,
adaptada a esa inclemencia, ante la crueldad de unos poderosos que siempre
vienen de lejos: por eso Abidaga se encoleriza con el frío y unos días cada vez
más cortos. Un puente sobre el Drina
está sostenida por un canto a lo primario, a una fortaleza mortal que en cierto
modo une a hombres, montañas, bestias y cielos.
La
estética de Andrić es, en tal aspecto, una ética de la inmediatez natural, que
nunca es naturalista. La belleza parpadea cuando se reconcilian el azar y el
bien. En ese momento, cada cosa, cada situación o semblante del hombre ejerce
de puente, de ocasión para el tránsito. De hecho, se puede decir que la eternidad es en esta novela lo
imprevisible (p. 102) de cada momento-puente.
La
historia, una y otra vez vencida, nos entrega las estrellas. Como no hay avance
sin retroceso, poder sin rebelión ni alegría sin infortunio, siempre se produce
el eterno retorno de un mismo fondo insondable. El silencio de la piedra y el
verde vítreo de las aguas son signos a los cuales ha de volver el hombre.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 16 de diciembre de
2012
* Todas
las citas se refieren a la edición de la editorial Debate (Barcelona, 2000),
que no parece ni mejor ni peor que otras, dentro de la torturante complejidad
que debe ser traducir Un puente sobre el
Drina. Quiero dedicar este ensayo a todos los amigos españoles de origen
serbio. Ellos han sufrido lo indecible bajo este western en "blanco y
negro" que la opinión oficial europea sigue rodando con el material
laberíntico de los Balcanes.