Un artículo del Profesor José Luis Serrano Moreno, escritor, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada y Presidente del Bloque de Podemos en el Parlamento de Andalucía, fallecido el 29 de enero de 2016, a los 55 años (In memoriam).
Riesgo es la contingencia de un daño. Contingente es aquello que puede ser y puede no ser. Contingencia se opone a imposibilidad y necesidad, porque contingente es aquello que no es ni imposible ni necesario. De la misma manera, los antónimos de riesgo son seguridad y certeza. Pero estos binomios contingencia/necesidad y, sobre todo, riesgo/seguridad no sirven para entender el riesgo ecológico. Construiremos el concepto de riesgo a partir de la diferencia riesgo/peligro y después valoraremos que trascendencia puede tener ese otro enfoque para la duración.
Hay una versión más académica de este trabajo (con bibliografía, citas y notas a pie de página) en los Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho http://ojs.uv.es/index.php/CEFD/article/view/274
1. La diferencia riesgo/peligro
Escribimos las palabras riesgo y peligro unidas/separadas por una barra (/) para mostrar así que constituyen una diferencia y que, por lo tanto, para definir el concepto de riesgo, precisamos del concepto de peligro y a la inversa. Al utilizar la diferencia riesgo/peligro partimos de la suposición de que toda observación precisa de una diferencia o distinción, porque de otro modo no podría caracterizar lo que pretende observar.
Enseguida debemos distinguir entre dos tipos de diferencias. La primera caracteriza algo distinguiéndolo de todo lo demás. Llamaremos objeto a lo que se especifica así.
El otro tipo de observación distintiva o diferencia delimita lo observado de manera binaria, es decir tomando en cuenta el otro lado: por ejemplo mujer/hombre, lícito/ilícito, posible/probable concepto/objeto, contingente/necesario o riesgo/peligro. Llamaremos concepto a lo que se especifica así.
Los conceptos son siempre construcciones de un observador, no preexisten a la observación. Los objetos también. Pero mientras que los objetos acercan lo observado al observador, los conceptos alejan al observador de lo observado.
Puede parecer una obviedad pero es importante subrayarlo ahora: el riesgo no es un objeto, sino un concepto. Nada que llamemos riesgo preexiste a la observación del riesgo. El riesgo es una construcción del observador, no una realidad preexistente y dada. El riesgo es una semántica, no un hecho. El concepto de riesgo no caracteriza ningún hecho que exista con independencia de si es observado y de quién sea el observador. De otra manera: el riesgo no estaba ahí, el riesgo es una construcción, un concepto propio de la modernidad. El riesgo no es el daño, sino una forma de mirar el daño. El riesgo no es la incertidumbre, sino una forma de tratar y afrontar la incertidumbre. El riesgo no es previo, sino producto; no una realidad, sino un resultado; no es naturaleza, sino mercancía…
Como concepto el riesgo adopta diferente significado si lo construimos con la diferencia riesgo/seguridad o con la diferencia riesgo/peligro. Con la primera de esas diferencias riesgo es la ausencia de seguridad. Sin embargo, si lo construimos con la segunda, la idea de riesgo apunta hacia la voluntad, la decisión y la responsabilidad. Peligro es todo lo malo que puede pasar con independencia de las decisiones que uno tome. Riesgo es todo lo que puede salir mal, después de haber decidido. Lo que puede pasar no depende de la decisión, lo que puede resultar sí. En el lenguaje común, el factor distintivo es la decisión. Los riesgos se refieren a daños que se presentan como resultado de una decisión y que no se producirían si la decisión hubiera sido otra. Los peligros acaecen porque sí y hubieran acaecido con independencia de las decisiones. Así el humo de los cigarrillos es un peligro, pero quien fuma es responsable de su enfermedad, es por eso por lo que decimos que se arriesga. Una inundación es un peligro, quien construye (o el alcalde que autoriza a construir) en el cauce de un río se arriesga. En definitiva y con algunas excepciones, riesgo es lo imputable a otro o a uno mismo, mientras que peligro es una amenaza que proviene del exterior.
2.- Riesgo y desencantamiento del mundo
Por otro lado, los objetos tienen tiempo, los conceptos historia. Es por eso por lo que es posible junto al concepto de historia, el cultivo de una historia de los conceptos, de la misma manera que junto a la verdadera historia es posible la historia de las verdades. En este campo epistemológico, el concepto de riesgo es un tesoro porque, por una vez, podemos seguir sus desplazamientos semánticos sin adentrarnos en la noche de los tiempos. El término proviene del árabe rizq (plural al-zarh, en Al Ándalus azzahr. De ahí el hispano azar. Por lo que hemos podido averiguar al significado de contingencia o accidente, el término añade un matiz positivo “don divino”, que apoyaría esta etimología por lo que más adelante veremos). No existe en latín clásico. Durante la Edad Media de forma esporádica se usa el neolatinismo risico. La mención más antigua que hemos podido encontrar aparece en un contrato societario fechado en Cagliari el 3 de octubre de 1295 entre Bartolomé Garau de Barcelona y Bonaccursus Gamba y sus socios de Pisa. Euntibus et redeuntibus suprascriptis capitalibus in toto suprascripto termino risico et fortuna maris et gentis suprascriptorum sociorum et cuiusque eorum predictis partibus sive capitalibus super distintis… El término aparece de manera dispersa, pero a partir de 1500, a partir de la introducción de la imprenta se extiende sobre todo en el lenguaje comercial y jurídico, permanece casi igual en todos los idiomas europeos (rischio, risk, risque…y, a finales del siglo XX, llega a convertirse en el concepto clave de la sociología porque la cuestión del riesgo atraviesa dos órdenes centrales de la contemporaneidad: la tecnología y la economía. Hasta el punto de que no es exagerado decir que vivimos en la sociedad del riesgo.
Volvamos a los albores de la modernidad: ¿por qué un neologismo a mediados del siglo XVI? ¿Qué ocurría antes? ¿Acaso no había contingencias en el tráfico comercial, accidentes, catástrofes naturales, incluso aseguramientos, primas, bonos o cláusulas contractuales que cubrían todo esto que hoy llamamos riesgo? Parece indudable que sí, pero el caso es que hacia 1500 se necesita introducir un nuevo concepto para caracterizar situaciones que debemos suponer que no estaban bien caracterizadas con términos mucho más antiguos como fortuna, peligro, azar, suerte o providencia. De manera que la aparición tardía de la palabra no significa que no hubiese antes situaciones que hoy llamaríamos de riesgo. Desde el origen fenicio de las prácticas comerciales marítimas hay, por ejemplo, reglas jurídicas para la cobertura de contingencias, hay prestadores de capital que actúan como aseguradores y hay, en definitiva, un control planificado del accidente.
Pero tan cierto como esto es también que desde el tiempo de los fenicios hasta entrada la Edad Moderna las reglas jurídicas que hoy denominaríamos derecho del riesgo tienen una importante característica que ya han perdido. Es la siguiente: las reglas premodernas aparecen mezcladas siempre con (o al menos no excluyen nunca) la idea del accidente y sus consecuencias como castigo divino. Así, si un comerciante perdiera sus mercancías como consecuencia de una tormenta que hundiese la nave, imputaría ese daño a la autoridad divina: Estaba de Dios —diría—. Sucedió lo que Dios quiso que sucediese. La Divina providencia, el destino aciago. Son todavía términos usuales, aunque no tanto desde luego en el lenguaje comercial contemporáneo. El terremoto que arrasara una ciudad no sería tal, sino un sujeto divino que castiga en su infinita justicia una afrenta: Sodoma y Gomorra. La viruela que diezmaba el ejército de un rey yemení, no era tal, sino el castigo infringido por Dios a través de sus pájaros: azora 105 del Corán. Sería interminable la lista de ejemplos, no sólo bíblicos o coránicos. Todos tienen un dato común: la contingencia, la catástrofe, el daño o el mal son castigo de Dios por el pecado.
Pecado es así el equivalente funcional de riesgo en la era premoderna. El pecado es la causa y el fundamento del mal. Y la secuencia es la siguiente: primero debe hallarse el pecado que originó el castigo (examen de conciencia), el pecador debe arrepentirse o confesarse y, sobre todo, debe tener propósito de enmienda. No volver a repetir la acción. No volver a tentar a Dios. No actuar. No comerciar.
Pues bien, justo lo contrario es el cálculo de riesgos. El concepto de riesgo es forjado para reducir al mínimo el arrepentimiento, para no detener la circulación de las mercancías, para poder repetir las acciones arriesgadas. Y, sobre todo, mientras que el peligro era atribuido a una instancia divina a la que no se le pueden pedir responsabilidades, el riesgo mediante su cobertura o aseguramiento es atribuible a una instancia (empresa o persona) situada en el mismo nivel contractual. De manera que la diferencia principal entre riesgo y peligro está en la atribución de responsabilidad.
Sería ingenuo pensar que esta emergencia del concepto ocurrió de un día para otro. La diferencia riesgo/peligro no se estableció de repente. De hecho las diferencias no nacen, no se crean, sino que se diferencian y evolucionan. Por otra parte, no puede ser casual que el concepto de riesgo sea coetáneo al proceso de secularización, es decir que sólo se forje en aquellas sociedades que van dejando de entender el orden natural como orden querido por Dios, al tiempo que sustituyen la divina providencia por la cobertura estatal o dineraria del azar.
La concepción premoderna del daño recorre varias fases: primero, cuando sobreviene se imputa a una instancia divina. En su infinita misericordia, la divinidad no infringe un daño por capricho o por arbitrio, sino como sanción. El daño se ve así como remuneración justa del pecado y restauración del orden querido por Dios. En otra fase, el daño se transforma en arrepentimiento, es decir en inacción. En el mundo encantado se puede vaticinar el castigo, pero siempre hay que conjurar el peligro, bien para obtener el perdón o la salvación, bien para que el daño no vuelva a suceder El peligro en definitiva acontece, pero no circula. Sucede o no sucede, pero si sucede cambia actuación por parálisis, decisión por no decisión. Salta a la vista que en lo económico esta concepción premoderna del peligro alienta el procedimiento del atesorador: es más simple y seguro retener la propiedad de los bienes que someterlos a los peligros de su circulación. El excedente por tanto se atesora, se convierte en catedral, templo o palacio.
La secularización permite, sin embargo, otra forma de concebir el daño que consiste en asegurar el riesgo. Asegurar el riesgo no es lo mismo que garantizar que la desgracia no se repetirá, sino sólo que las circunstancias patrimoniales de quien la sufre no se modificarán. El peligro que se cubre mediante esta atribución aseguradora, se transforma en riesgo, deviene riesgo y es ya, conforme a su determinación, riesgo. En la lógica moderna del riesgo los bienes no se atesoran, sino que se aseguran. La acción se convierte en daño, pero el daño se convierte en dinero por medio de la cobertura indemnizatoria. En la forma del riesgo la contingencia o el accidente no significan el final de la acción, sino todo lo contrario: el daño se convierte en dinero y éste permite reiniciar la acción. Lejos de detener la circulación, el riesgo alimenta nuevas decisiones arriesgadas.
Este reflujo de las decisiones a su punto de partida no depende del advenimiento o no de la contingencia, sino del aseguramiento o no del daño. En este sentido, las compañías aseguradoras se dedican a la “transformación de peligros en riesgos”, aunque sólo sea considerando “el riesgo de no haberse asegurado”. Y hay seguros para todo: “Nada tan cierto como la muerte y hay seguros de vida”. Si se pierde la vida como consecuencia de una sanción de la Divina Providencia, el bien económico ‘vida’ puede darse por consumido. Ahora bien, si el dinero refluye al punto del accidente fatal, entonces ni siquiera la pérdida de la vida significa el final del ciclo económico que se renueva en toda su trayectoria.
En la era de los peligros los daños no son mercancías, porque ni se venden ni se compran. En cambio, en la era de los riesgos el ciclo parte de una mercancía, sigue con una catástrofe que se convierte en mercancía y vuelta a empezar.
De manera que así vemos como la transformación del peligro en riesgo es paralela a la transformación del dinero en capital.
3.- La transformación del riesgo en riesgo.
Si en las formaciones sociales premodernas el arrepentimiento conduce a la inacción y se remunera con la redención, en el mundo desencantado el riesgo conduce al riesgo y se remunera con riesgo. Pero hay algo más: a medida que las sociedades abandonan el fatalismo y el determinismo de la salvación, y van sustituyendo ambos por la cultura del riesgo desencantado, la tarea ya no es lograr seguridad, sino que va justamente en la dirección contraria: “aumentar y especificar los riesgos”. Producir riesgos, como se producen mercancías, como se produce capital. Ya “no se trata de eliminarlos, sino de detectarlos, configurarlos y aprender a manejarlos. La gestión de los riesgos puede implicar transferirlos, hacerlos repercutir en otros puntos, transformarlos, concentrarlos o distribuirlos, descargarlos, compensarlos. Trabajar con riesgos activa y exige toda una dinámica social”. Un modo de producción de riesgos, una tecnología del riesgo.
El primer postulado de esta economía del riesgo dice que siempre se recaudará en primas de aseguramiento más dinero del que se invierte en reparación de daños. Por consiguiente, el valor asignado a los bienes asegurados no sólo se conserva en la circulación global, sino que en ella modifica su magnitud de valor, adiciona un plusvalor o se valoriza. Y este movimiento transforma al riesgo en capital.
El arrepentimiento encontraba su medida y su meta en un objetivo final que era la no reiteración del daño: la seguridad. Por el contrario, en la reiteración o renovación del acto de asegurar el principio y el fin son la misma cosa: riesgos. Y una vez transformado el peligro en riesgo y el riesgo en valor de cambio, el proceso carece de término.
Es verdad que el aseguramiento no incrementa los accidentes, pero también es verdad que si el objetivo del aseguramiento fuese la seguridad absoluta, la ausencia total de accidentes y se alcanzase, entonces los riesgos dejarían de cumplir su función y los seguros también. Los riesgos dejarían de ser riesgos y la llamada industria aseguradora dejaría de existir. Por la simple razón de que, lejos de lo que indica su nombre, la mercancía que produce esa industria no se llama seguridad, sino riesgo. Y no se puede detener la producción y circulación de esa mercancía, porque entonces todos los otros bienes económicos se petrificarían bajo la forma de tesoro y no rendirían ni un solo centavo.
Si el riesgo es una forma de atribuir valor al daño, entonces la verificación o no de éste, cambia la magnitud de aquel. Al valorizar el daño, el riesgo mismo se convierte en valor creciente o decreciente y, en este sentido, es posible concebirlo como mercancía cuyo precio fluctúa arriba o abajo según las reglas de un mercado que, de hecho se llama, mercado de riesgos. El término de cada ciclo singular de ese mercado configura de suyo, por consiguiente, el comienzo de un nuevo ciclo.
El peligro no circula, el riesgo sí. No sólo eso: la circulación del riesgo es un fin en sí, pues el aseguramiento del riesgo existe sólo en el marco de este movimiento renovado sin cesar. El crecimiento del riesgo, por ende, es carente de medida.
El riesgo no conoce límites, la biosfera sí; pero este es otro problema.