Por Eduardo Luis Aguirre

Hay un axioma básico, que debería ser explicado a los estudiantes de abogacía en las primeras oportunidades en que asisten a clase: el derecho es política.
Y luego, debería explicárseles también, aunque con mayor detalle, que el derecho no es neutral, que su función es reproducir las jerarquías sociales y naturalizar las relaciones de producción y explotación de una sociedad, y que por eso mismo es selectivo, clasista, patriarcal y conservador.

 

Sin embargo, y no casualmente, estos conceptos los incorporan los estudiantes bien avanzada su carrera, y la mayoría de las veces por imperio de la impronta solitaria y aleatoria con la que algunos docentes imparten sus cursos.
Infortunadamente, predicar en el desierto, a esa altura, ya no sirve. O sirve en muy pocas ocasiones. En la mayoría de los casos, el conservadurismo jurídico ya ha hecho su trabajo valiéndose de sus aliados fundamentales: el formalismo, el ritualismo y el dogmatismo. De esa manera, pensar en un derecho emancipador es una quimera sepultada por centenares de horas cátedras y la lectura tediosa de libros generalmente iguales, por fuera y por dentro. Después de ese trajín memorístico, hasta los espíritus más elevados y solidarios comienzan a naturalizar objetivos de éxito personal, de la mano de ilusiones de integrar grandes bufetes, empresas u obtener el amparo del estado en cualquiera de sus agencias. Y entonces se transforman en devotos de un nuevo fetiche: la carrera.
Cartón lleno. El proceso de alienación y cooptación de la conciencia crítica se ha impuesto, y la introyección de un sentido social del ejercicio de la profesión jurídica ha sido definitivamente aniquilado.
El ciclo académico se cierra, en la mayoría abrumadora de los casos, con estos desalentadores guarismos. Colapsa la noción foucaultiana del derecho como "productor de verdad, naufraga el apego políticamente correcto a los derechos y garantías constitucionales, y muestra su opacidad la rapidez para balbucear ciertas categorías jurídicas que demuestran la aptitud de subsumir discursos y prácticas "en clave de derechos humanos".
Un profesor que, como dice Duncan Kennedy (*), ha elegido esta profesión y pretende ser fiel a la misma desde una perspectiva crítica, debe saber que dará su pelea en un territorio hostil, y que deberá seguir esculpiendo su utopía sin posibilidades de deserción. Justamente porque su objetivo es contribuir a alterar un sentido común y un
sistema de percepciones conservador e injusto. Para eso deberá intentar desmontar los mitos del derecho liberal, que suponen que el sistema jurídico imperial, sus códigos y leyes tendientes a la reproducción de los vínculos sociales asimétricos son "normales" y poseen una suerte de ontología propia. El desafío radica, justamente, allí. En demostrar con la mayor creatividad posible y con incansable convicción que el capitalismo es contingente, y que todas sus instituciones, políticas, culturales y jurídicas, pueden ser materia de discusión.
 
(*) La enseñanza del derecho, siglo XXI editores, 2012, p. 49 a 56.