Por Eduardo Luis Aguirre
Cuando la memoria comienza a hacerse ardua en el plano de la razón se traslada al corazón. Se aloja como regocijo, como una paz inmensa que se expresa con la enorme dicha de poder mirar a los ojos a todas y a todos. Ellos son los que nos acompañaron en la generosa temporalidad de la vida y los que reciben el inmortal legado de los mayores. Ayer, el Concejo Deliberante de la ciudad en la que nací distinguió a un grupo de vecinos. Yo estuve entre ellos, en un encuentro cálido, sobrio y profundamente emotivo. Ese reconocimiento de nuestro cabildo contemporáneo obliga a pensar a las y los vecinos como seres imperfectos. Nadie es unánime en una comunidad. Lo importante es valorar a los que recordamos y nos recuerdan. Así se construye la memoria popular y democrática que consolida lo fraterno. Durante la colonia, los vecinos eran solamente aquellos que eran propietarios. Según el mandato bíblico, en cambio, el vecino es aquel que comparte sus esfuerzos con los cercanos y hacen que estos sepan que pueden confiar en él. Como se ve, ni siquiera la categoría es unívoca o totalizante. En todos los espacios de convivencia sabemos que hay sujetos que nos inspiran una confianza rotunda y otros que tal vez exageren los puntos suspensivos y malogren la gramática de la historia. Por eso, ser reconocido como vecino destacado es una sensación intensa, extraña, evocativa y sobre todo conjunta. Somos una parte indeleble de todos y todas los que nos honraron con su amor, su amistad, sus afectos e incluso sus recelos. De las luchas que dimos a sabiendas de que seríamos derrotados. De lo que intentamos y no logramos y de un mundo localizado que en definitiva es nuestro lugar, el epicentro de nuestras utopías y nuestros sueños, el ágora en el que transcurrió una vida generosa en tiempos en los que se conjugaron las pasiones alegres spinozianas.