Por Ignacio Castro Rey
A pesar de generarle sentimientos encontrados, Iñigo Errejón llegó a hablar recientemente de una desolada orfandad al terminar La ciudad sin luz, primera parte de Mil ojos esconde la noche. No es de extrañar. La intensidad carnal de los personajes y situaciones que Juan Manuel de Prada recrea es tal, el ritmo que nos acoge en ese universo ficticio es tan vivo que muy bien se puede producir, al término de convivir con esos perfiles en hervor, la aflicción de un vacío. Quizá la sensación de orfandad se alimente finalmente de algo parecido al temblor de una emoción que en La ciudad sin luz late por todos los poros y, sin embargo, en la vida corriente hemos dejado languidecer.
Es posible que la necesidad social que llamamos ficción exista precisamente como sucedáneo de unas existencias expropiadas, puestas en consigna por el afán público de seguridad. De manera que necesitamos una transfusión artificial para inyectar la sangre que nos falta. En tal sentido, la novela de Prada cumple con creces este cometido médico de la narración contemporánea, pues durante días y días permite compartir la energía personal de un peligro que apenas es compatible con nuestro vigilante civismo. Hasta las insinuadas orgías sexuales entre Paul Éluard, González-Ruano y su mujer prometen un encuentro que, si no envidia retrospectiva, suscita al menos la pasión por otra humanidad, esté poblada o no por perversiones insólitas. Al fin y al cabo, también para las perversiones necesitamos un alma que hoy parece en sordina.
Años 1940 y 1941 en el París ocupado por Hitler. La primera sorpresa es que la fauna del exilio republicano y de las delegaciones oficiales de la España franquista, en medio de un sinfín de personajes intermedios, es mucho más compleja de lo que ha imaginado una cansina memoria histórica. A años luz de nuestra actual ideología cainita, de Prada nos acerca a muchos humanos que no sentaríamos de buena gana en nuestra mesa. Algunos de ellos son directamente unos monstruos, pero a cambio están muy vivos. Incluso han sufrido a fondo, sin testigos y sin diagnóstico. Algunos escriben páginas empalmadísimas de entusiasmo teutón, pero hay también falangistas meapilas y católicos que no quiere ser nazis; falangistas que leen a Baudelaire y fascistas melancólicos que admiran a Rusia. Encontramos asimismo oficiales de las SS que se enamoran de bailarinas españolas, catalanistas judaizantes que gustan de De Chirico; franquistas aristotélicos y también, por supuesto, mucha grisalla «nacionalseminarista» que el Ausente (José Antonio) despreciaría… Entre María Casares, Céline y Picasso, entre Marañón y el embajador Lequerica, más —entre otros— Serrano Súñer, el dédalo español en Francia se muestra en un abigarrado esplendor de intrigas, ambiciones y competencias cruzadas. La novela de Prada es un encuentro coral, pero con todos —salvo quizá el protagonista Navales— ejerciendo de ventrílocuos. Cada quien es la voz de un amo escondido.
Secreteando prebendas, pisos expropiados a judíos y sobres llenos de marcos para los periodistas afines a Goebbels, la vida sigue en el escenario de una Francia que sobrevive, con pulsiones reptantes y clandestinas, bajo un inicialmente respetuoso triunfo ario. Prada confesó un día que había escrito esta larga novela como si fuese libre, también de la larga abyección europea en la que ha caído la actual España democrática. Así pues, puede que nuestro escritor sea libre incluso del moralismo sectario que condena a unos para que otros se salven, como si el mal estuviera solo de un lado. Aquí no, pues unos y otros —con cataduras morales muy distintas— chapotean en un limo gris que mezcla el miedo con el hambre, las intrigas con los burdeles y el limosneo. Y esto de un modo tan intrincado que ni siquiera el «carguismo» que tienta a algunos cínicos puede salir fácilmente indemne.
Todos conspiran, pero tienen a la vez algo de humanos que sueñan, que sienten miedo y todavía piensan en un posible mal peor. Los momentos en que aparece Ana María Martínez Sagi, antigua lanzadora de jabalina y después poeta, atormentada por un pasado furibundo en los años de sangre, son de una ambigua dulzura que raya el desconcierto. También para el duro Navales. Él es el «antihéroe» en torno al que gira la trama. Y quizá lo es por haber conseguido —como pocos— no ser nadie, ni mucho menos feliz, tras su máscara de falangista poderoso e intrigante. Desafectado de los suyos, Navales ha logrado mantener su alma ocupada por un hueco que arde. Pocos como él permanecen despiertos para contemplar el sigiloso amanecer, como «si esa paz interesase a su alma en llamas». Es esa delicadeza escondida la que a veces desactiva la hostilidad de la roja Ana María, permitiéndole que su zozobra descanse. Eventualmente, permitiéndole también confesar su tormento con una voz oprimida por la yedra del llanto. Navales reconoce que esa mujer tiene la virtud de resucitar «al hombre compasivo que yo no era». Roja y bollera, le araña el corazón que él creía —y querría— de pedernal. En medio de una enorme inmundicia, los encuentros de ellos dos transcurren en una preciosa y lenta duda donde el rencor de ella y la amargura de él quedan en suspenso. El limbo de atreverse a permanecer desconocidos les absuelve, mientras los dos se entregan a un cansancio que no quiere dar un solo paso, ni siquiera revisando el turbio pasado que comparten en direcciones opuestas.
La figura central resulta en extremo contradictoria, incluso en su aversión a lo que él llama «irenismo chocho». Prada ha querido dibujar en Fernando Navales el bellaco que todos aborrecemos, aunque también esboza en él algo de un alter ego triste y temible que algunos podrían desear bajo la molicie de los habituales pactos. También por su humor negro, Navales es odioso y a la vez adorable. Más que resentido, como una y otra vez él mismo reconoce, es un hombre vaciado: entre la soledad de su casa en Vincennes y el vacío de su vida. No deja de haber una especie de insólita dignidad moral en su suspensión anímica, armada de una aristocrática distancia hacia los sucesivos decorados que transita. Protagonista de esta primera parte y de la siguiente entrega, Cárcel de tinieblas, así como de la anterior Las máscaras del héroe (1996), ¿la crueldad de Navales es la de una santidad enmascarada, martirizada, quizá un poco cobarde? Tal vez esto sea mucho decir. Por lo pronto, él querría ser cínico, pero su corazón tránsfuga no le deja. Mientras cae «el oro vencido de la tarde» sobre su cáncer anímico, más que un resentido Navales parece un amargado radical, un desesperado sin dios. Y a veces sin causa, un poco al estilo de Poe, hablando —pongamos por caso— de la soledad tiznada de los Campos Elíseos.
La paciencia botánica en las descripciones que nos sirve Navales es también un trabajo de clasificación entomológica que nos permite estar y ser envueltos, pues su síntesis sensorial tiene cualquier efecto menos ficticio. Los momentos donde aparece la endemoniada y preciosa niña Mariuca, con sus piernas delgadas y sus ojos luminosos de oro tostado, cual trigo en agraz, son estelares. Aunque a medias entre la lascivia contenida y la admiración platónica, entre el asco moral y el pavor que busca otro mundo. Navales es lo que se dice humano pocas veces, pero si llega a serlo nos puede dejar más bien sobrecogidos: «Cuando nos sentamos, la tarde, como un animal herido, se recostaba jadeante, violeta y violenta».
Pasemos ahora a la jungla del lenguaje. En principio, hace falta la orfebrería de un clásico para alcanzar la precisión verbal del refranero. Fijémonos en algunos momentos del monólogo interior de Navales: cuerpos bregados; carroñas exquisitas; alborozo de babuino; ojos esmaltados de lágrimas; respiración empenachada por el frío; automatismo unánime de lelos… Con un uso desenvuelto de la crueldad popular, el castellano de Prada —por boca de Navales— es de una riqueza desconcertante, casi ofensiva, pues nos obliga a acudir al diccionario cada tres minutos. Sus juicios lapidarios, la sevicia sintética que emplea en esta novela recuerda a veces la de Valle, incluso cuando se habla machadianamente de «atónitos palurdos sin danzas ni canciones». Una de las ventajas del autor de esta primera parte de Mil ojos esconde la noche, que no es moralista, es no ahorrarnos ninguna mugre. Tampoco cuando habla de esos franceses que nos desprecian, como unos bárbaros caníbales, mientras sus mujeres se ponen cachondas deseando el ardor de un español que «les deje el coño apestando a ajos». A veces con ternura, Navales practica una suerte de sabiduría sensorial, una estirpe de pensamiento capaz de vivirlo todo en la intensidad del instante, sin aplazamientos estratégicos. Por ejemplo, cuando nos habla de un patio interior donde las ratas fornican con denuedo y los niños del vecindario se entretienen propinándoles garrotazos en mitad del coito. Plusmarquista de la excepción soberana, extraterrestre en medio de humanos taimados, cerca de Navales oímos que ya no queda caza mayor en París. Todo se desenvuelve en una espantosa medianía donde las dagas entran dobladas. A veces parece que todo lo que trajo el III Reich solo le da forma wagneriana a la carnicería sectaria que ya era la cotidianidad moderna.
Atendamos al espesor conceptual de otros fragmentos: «Viola, ese aire augusto y delincuente, muy curtido de relentes… se rió con su risa de cuerdas rotas y bronquios a la virulé». Más escaparates móviles de carne inasequible. Y risas de nitrato de plata entre espejuelos leprosos: la roña torna más incitante una joya antigua. Mientras un cielo inmóvil, de calor cenagoso, bruñe nuestro fanatismo en hervor. Y un alud de sandeces en reata tapa músicas escondida del derrumbe. Así hasta el infinito. La novela de Prada no solo es larga; es además peligrosamente intensa, poco menos que agotadora. De ahí la más que probable orfandad al término de un viaje físico que nos transforma.
Es inevitable que en toda buena novela restalle una sabiduría que, asombrosamente, todavía puede ser necesaria. Al fin y al cabo, a pesar de nuestro resentimiento ecuménico, la posibilidad de la muerte nos nimba levemente todavía. Por eso podemos llegar a saber que una amistad entre espíritus puros solo se da en ultratumba; que a un santo descatalogado nadie le reza. O que la cobardía es también una forma de clarividencia. «Uno es artista como es santo o vidente… La sensatez y el pragmatismo solo producen animales caseros». Mientras, entre el pentecostés de los lamentos, un sol fingido calienta las miserias de quienes, pese a saberse muertos, necesitan seguir sonriendo.
«Me enterneció su candor. Todo en la vida, hasta las aspiraciones más aparentemente inalcanzables, tiene un precio; y mucho más barato de lo que la gente se imagina». Navales siente todo eso y más, mientras agiganta su soledad con un relumbre de oro furtivo en la mirada. La soledad es lo mejor de él, que con frecuencia le eleva sobre los otros. «Yo solo tengo orgullo —dice—, que es el doctorado de la vanidad». Amargado brillantísimo, resentido rezumante, Navales está por encima de la horda ideológica y el periodismo de combate porque para él renunciar al estilo se le antoja más duro que renunciar a la honra. Los fanáticos somos así, reconoce. Y aún así no puede evitar que algo, de vez en cuando, remuerda su dormida conciencia acanallada. Para más inri, Navales reconoce que se acuerda de todo. Quizá porque todavía sabe algo del complejo de culpa: «Un segundo después de decirlo me avergoncé un poco de mis palabras». Él es aproximadamente ese tipo de personajes que casi todos respetan porque, siguiendo un instinto teológico, no saben muy bien lo que hacen. Con frecuencia se limitan a seguirse, oyéndose hablar: «Y estaba diciendo, increíblemente, la verdad. Sentí miedo de mí mismo».
Por el ventanuco se colaba una luz de luna sucia y exangüe, tan sucia y exangüe como su alma. A la vez que se avergüenza de abrazar el cansancio de Ana María Sagi, esto le hace feliz, aunque estuviese ahondando su desgracia. Con la honestidad de una impaciencia convertida en método, su corazón de tránsfuga se puede sumar a la alegría de ver triunfar una vocación de caballo que libera a María Casares de su pretendiente alemán. Navales puede llegar a confesar: «Empezaba a darme cuenta de que los rojos sin ambages, al estilo de Fontseré o Ana María Sagi, me inspiraban un sincero afecto». Cosa que no ocurre con los otros, estrategas más tibios. Por eso a ella puede llegar a abrazarla, como si fuera su hermana pequeña y descalza.
Empero, siguen las ganas de joder como si no hubiera un mañana. «En el patio angosto, la noche que ya se cernía sobre París me ladraba, jadeante y confusa, mientras la sangre me batía en las sienes». El oficio de espía y soplón le gusta. Le exige cinismo, crueldad, inteligencia, cierta frigidez incluso. Es un oficio «eminentemente intelectual y distante, no exento de dandismo». Lo cual no le impide de vez en cuando ablandarse, imperdonablemente.
Tardaremos un tiempo en saber quién es Navales. Hasta el punto de que es difícil imaginar el futuro literario de este hombre, cualquier versión de la anunciada segunda entrega. Prada ha logrado con él tal complejidad humana, existencial y ética, que no sé si Unamuno podría ayudarle a dar un destino terrenal a este personaje, brutal y algo sublime. «Dime la palabra, madre», musita Dédalus en Ulises. Confiemos en un dios menor de ese linaje para el momento postrero del hombre que ha llegado a inquietarnos