Por Eduardo Luis Aguirre
El gobierno que se propone destruir el estado argentino ha logrado la sanción en Senadores de la denominada Ley Bases. Una expresión ininteligible y laberíntica, con apenas siete legisladores originarios, ha demostrado que existe una nueva técnica totalitaria de hacer política, que permite ganar elecciones y pulverizar mayorías históricas.
Esa técnica, en términos heideggerianos, constituye un bagaje cultural que incluye la utilización profunda de la frustración y el odio colectivo, la capitulación de los viejos estilos convencionales de la política, la disrupción y la idea gaseosa del cambio como objetivo indeterminado, la avalancha deshumanizadora de la colonización de las subjetividades, la desconexión comunitaria, el individuo desconectado de sus semejantes, desafiliado y desinteresado de las fidelidades políticas tradicionales, los gurúes políticos de nueva generación y la invasión de trolls capaces de transformar la derrota en victoria y los yerros fatales en esperanza irracional. Las tecnologías digitales en manos de personas capaces de detentar el poder, de orientar las lecturas, los valores, los hábitos, las lógicas y una distancia cada vez más marcadas con la política y lo político han permitido la instalación discursiva capaz de desfigurar las verdades más ostensibles que los impávidos ciudadanos observan desorientados en las plataformas digitales o los canales de televisión. Ellos ven manifestantes que reclaman por la vigencia de su (nuestra) patria, pero como el gobierno es capaz de presentar a la protesta social, el más importante de los derechos constitucionales, como un intento de golpe de estado y terrorismo, lo asumen de una manera exactamente inversa a la que podrían apreciar por sí mismos. Para eso, el totalitarismo no necesita más que la actuación salvaje de la mano de obra de los servicios de siempre, el desprecio absoluto por una ética política democrática (un voto por una embajada) y una denuncia extravagante e insensata que sienta las bases para lo más peligroso y sórdido. Por eso es que la aparición fantasmagórica a un inexistente golpe de estado o a un disparatado terrorismo no son más que anticipos y estímulos que microimpactan en la inabarcable conciencia social de un pueblo acostumbrado a ejercer formas de democracia directa en las calles. Mientras tanto, al interior de la humanidad de aquellos sujetos alienados se desata una alternativa dramática: ser personas o ser máquinas. Y algunos eligen o al menos se comportan como máquinas. Como señala el filósofo Jordi Pigem en su libro “Técnica y Totalitarismo”, en los últimos años se ha multiplicado exponencialmente la incertidumbre y ha bajado dramáticamente la confianza que podíamos tener en políticos, en expertos, en medios de comunicación convencionales y en muchos otros paradigmas que durante dos siglos disciplinaron al conjunto de las sociedades democráticas indirectas de occidente. El sujeto se ve de esta manera ante la obligación solitaria de discernir qué es verdad y qué es producto del fabuloso proceso de mistificación que plantea el totalitarismo tecnológico contemporáneo. Harari ha llegado a decir que el hombre actual no es más que un algoritmo. En ese colapso cognitivo que generan los nuevos medios de control social, la tarea no es sencilla y tal vez ni siquiera se represente como urgente. Ocurre que la legislación sancionada anoche es, igual que el macabro DNU, un nuevo Estatuto Legal del Coloniaje. Pocas veces se ha visto un retroceso tan marcado en materia de derechos en el único país de América donde existió un movimiento nacional, popular, revolucionario, cristiano y mayoritario. Estamos, nos guste o no, frente al primer avance legislativo de la nueva colonialidad libertaria.
Es difícil recordar semejante capitulación por vía democrática y mucho más lo es imaginar que terminaremos nuestros días en un país que puede convertirse en una ordalía desquiciada para nuestros hijos y nietos.