Por Eduardo Luis Aguirre
Hay algo de lo que muy poco se habla en la política argentina. La irrupción de Milei en ese ágora parece haber frenado una dinámica histórica, casi inmemorial en la forma de hacer política. Más allá de las diferencias, las reyertas y hasta los agravios, la política terminó, siempre, posibilitando las negociaciones, los consensos de mayor o menor cristalinidad y en ese marco que admitía un adentro casi coloquial y un afuera políticamente suburbano. Más de un siglo de afianzamiento de esas prácticas que podríamos denominar “amigables”, proveyó al afuera de una imagen de confrontación retóricas esperable y un interior de acuerdos y pactos no demasiado conocidos.
Siempre hubo una lógica que posibilitó avances y retrocesos en los poderes políticos del mundo. En la Argentina, esta manera de funcionar alcanzó una nitidez cristalizada producto de su afianzamiento en el tiempo. Ni siquiera en épocas de máxima disrupción, los poderes ejecutivos y legislativos, nacionales, provinciales o municipales, se las arreglaron para articular una convivencia pacífica. El sentido de pertenencia y la intangibilidad de las fidelidades (que no son otra cosa que las distinciones que imponía la ideología) construyeron un mapa donde la navegación se extremaba por conservar un rumbo previsible. Allá estaban los peronistas, más acá los radicales, o los socialistas, o los democristianos. No importa. Cualquier avisado sabía cuáles eran esos campamentos, en qué diferían y cómo podían, mediante prácticas dialógicas y acuerdos de intrincada transparencia respetar el mandato inequívoco y permanente de sus adeptos. Cosa que, vale destacarlo, no ocurría en el denominado Poder Judicial, donde cada uno de sus miembros protagonizaba justas caballerescas cotidianas consistentes en destruir al otro intentando imitar con pulso tembloroso el escenario de la política. Siempre que los jueces jugaron a la política fueron descubiertos. Y esa piedra libre fatal comienza en el fondo de la historia y todavía pervive. La burocracia judicial no solamente no pudo emular las reglas de la delicada política, sino que siempre hizo lo suficiente, y más, como para que se vieran los hilos que intentaban congraciarse con una parte del “poder”. Vale decir, con el resto de los poderes. No se alarmen. No es un invento criollo. Para advertir su condición mundial no hay más que mirar a los demás países latinoamericanos y europeos. Si prefieren elegir España, verán que esta particular forma de construcción política se reproduce en la península con muchísimas similitudes con lo que acontece en la Argentina.
La aparición de un personaje como Milei puso en jaque a la hasta entonces pacífica escenografía habitual de lo público. Según Jorge Asís, ese desconcierto se produce porque el resto de la política no sabe por dónde entrarle a Milei (sic). Puede ser. Como también es probable que su condición de outsider, su personalidad, su forma confrontativa y agraviante de concebir su quehacer presidencial y sus singularidades (que se cuentan por decenas) hayan tenido algo que ver en la estupefacción de lo que él llamaba (en un principio) “la casta”.
Pero en realidad, el enigma Milei tal vez ofrezca la posibilidad de ser observado desde un cuadrante diferente. Nos guste o no, el presidente es un economista, un académico y un anarcocapitalista. Más allá de su escasa o nula flexibilidad política y el desprecio por áreas vitales (la política exterior, por ejemplo, donde asombra la presencia de una persona con las limitaciones increíbles de Mondino), me gustaría detenerme en esas tres particularidades que hacen a un economista, académica y anarcocapitalista. Podríamos agregarle su extraña desaprensión por lo social, lo conjunto, lo común, que en muchos casos lo lleva a seguir hacia adelante con sólo dos posibilidades a la vista: la victoria o el ostracismo. Pero este desapego por el otro no se habría convertido en un intríngulis si no se añaden las tras condiciones anteriores. Milei, el economista, está convencido de que posee las claves técnicas y epistémicas para producir un cambio copernicano en la situación argentina (los imaginarios cien años sucesivos de fracasos argentinos); pero, además, no debe olvidarse nunca que esa convicción se asienta en un discurso de autoridad: el discurso universitario. El saber académico. La retórica del académico parece una rúbrica del discurso del Amo. Es un conocimiento dirigido a un otro, que no acostumbra a ser confrontado. El académico está convencido de que lo que transmite en esa relación es una suerte de verdad no siempre, o casi nunca, advertida por quienes deberían hacerlo: la política y lo político. Máxime cuando lo que se sostiene es una posición minoritaria dentro de cualquier disciplina. El anarcocapitalismo, como teoría, es insular dentro de la economía. Pero Milei no hace más que intentar -cuando y cómo puede- ser fiel a su sistema de creencias también en el ejercicio del poder, como seguramente lo fue en las aulas, los papers, los libros, los discursos (resulta oportuno recordar su oposición en Davos) y los sets de televisión que fueron, al final de cuentas quienes lo convirtieron en un personaje referido. Aquí no hace más que repetir el dogmatismo irreductible del académico. Nunca antes lo había hecho, por la simple razón de que nadie de ese peculiar trazo personal había llegado antes al gobierno. Lo mismo hubiera pasado si quien hubiera accedido al poder hubiera sido un “Posadista” (aquel viejo líder de la izquierda sesentista que especulaba que si algún día llegaran a la tierra seres extraterrestres serían socialistas, justamente por el desarrollo de su inteligencia superior), un marxista o un abolicionista del derecho penal. Todos estos personajes (si se me permite el dejo futbolero) jugarían exactamente como viven. Hasta esas convicciones asentadas en un saber arraigado no llega el teorema de Baglini. Lo de Milei no es diferente. Lo que hace es colocar en un lugar distinto y desconocido a una política que hace tiempo rescindió el contrato social con los saberes. Ha roto el sistema habitual del pan y queso. Por eso es importante, yo diría imprescindible, que los militantes populares no declinen las banderas doctrinarias. Que sean capaces de dar una lucha palmo a palmo contra el discurso aberrante de lo insolidario. Las viejas prácticas de pactos y lentas disputas retóricas no le tocan un pelo a la vertiginosidad de lo que aparece como nuevo sin serlo. Pero justamente por eso, para controvertirlo, hay que conocerlo. Y esa es una tarea urgente, profundamente política, argumental, retórica, segura y profunda. Si la lucha que debemos dar recurre al pensamiento, debemos ganarla a puro pensamiento. Más o menos como lo decía José Martí.