Por Eduardo Luis Aguirre



Una pareja que logra despejar el a priori posmoderno del amor líquido, se nutre de la cercanía íntima de los cuerpos en su descanso y su vitalidad. Se coaliga en su cosmovisión y su mutuo acuerdo amoroso. Hay un componente fuertemente político que anida en ese vínculo aún en los tiempos efímeros y condicionales del neoliberalismo. Algo que encuentra sus límites en la máxima intensidad, pero que además se celebra como un amor esencial y libre de dos seres humanos que son visibilizados.

Son observados como "la pareja". Esa es la razón por la que esa unidad de dos distintos pudo haber aparecido, o no. Apareció, rechazando el orden burgués de la época, los ritos que confluyen en la negación del amor. Alejandro Dolina ponía como ejemplo tan ácido como realista a las cenas entre matrimonios como la negación del amor. Aludía a aquellos espacios banales donde las conversaciones se masculinizaban a partir de la evocación de la doxa futbolera o la crianza de los hijos. En esos momentos, los módicos diálogos de trinchera hacen que Eros se ahuyente inexorablemente. El amante se reduce en la interacción entre sujetos capturados por el discurso capitalista. La pareja es parte de la superestructura del sistema. Aflora la empresa de la familia. Se construye una cultura que muchas veces es la contracara de la naturaleza libre del amor. Esa libertad que produce una cópula que consiste en un crecimiento dialéctico de dos sujetos. Mirarse, sostener las miradas, reconocerse, dejarse librado a una atracción incontenible y añejar el tiempo de los sueños, que incluye los devaneos platónicos capaces de fortalecer lo que vendrá. Hasta que nos animamos. Animarse es el primer, vibrante e inquebrantable sesgo del amor.

Esta pareja dejó atrás el amor encorcetado, obligatorio y burgués del primer capitalismo, prescinde del contrato del segundo y sostiene la bandera de lo libre, de lo propio, de lo que devuelve a cada uno, libremente, lo mejor del otro, sin más obligación que reconocerse en el diálogo de cada día. Renegar de nuestra condición de sujetos lingüísticos y achatar el decir y el pensar son el principio inexorable del fin. Un bunker que se sostiene en la materialidad superficialidad del consumo, en los objetos y ritos. Desde el abismo existencial de dejar la vida en aras de construir la casa soñada hasta reiterar la rutina sacrificial de llegar a la playa cargado de artilugios y pesos cuya mayor satisfacción se concreta con la colocación final de la sombrilla en la arena. El capitalismo no será justo, pero es completo. Nos coloniza y nos somete, aún en el amor. Peor aún, erosiona y soslaya nuestra capacidad de amar. Allí nos transformamos en medias naranjas catastróficas y los hijos en la luz de nuestros ojos. Una evidencia irreversible de la caducidad de los proyectos que se construyen en un espacio libre. La vida en pareja, desprovista de deseo y pasión, se convierte en una réplica ideológica y alienante del libre mercado. Lo sacrificial y lo banal se entrecruzan en una amalgama perversa donde el tedio rutinario habilita el tránsito hacia lo peor de los vínculos, incluidas las diferentes formas de violencia.

En la corporalidad y la palabra, en el humor y la atracción permanente (abierta las 24 hs) que prescinde de rótulos inertes. Somos como somos, pero además somos como nos ven. Nos ven detrás de la lente del juzgamiento de los otros que a veces está limitado por su mirada misma de la vida. Como ocurre en estos casos, algunos lo entenderán y otros no. Pero los que sí lo entienden, quisieran ocupar el lugar de ser para otro. O sea, recuperar la intensidad, la pasión y el deseo que se hace añicos en los supermercados e impacta de bruces contra la dinámica impúdica del shopping.

Anthony Giddens, el ideólogo de Tommy Blair, decía que “cuanto más retrocede el valor del hallazgo de una ‘persona especial’, más cuenta la ‘relación especial”. Es decir, la relación precedería a la persona, al otro, en ese ensimismamiento posible de la pareja. Sin embargo, sostener la relación a toda costa sin sentirnos atraídos o deseados por el otro parece una de las formas más graves de colonización de las subjetividades que ejerce coactivamente el capitalismo. Es justamente por ese entredicho que elegimos escribir sobre el amor maduro en estado de gracia en pleno siglo XXI. En plena época de los enfrentamientos. El ser humano alienado pierde sin darse cuenta la noción de su propia potencialidad, de la posibilidad de articular proyectos, de actuar, escribir, dialogar y cambiar de manera imperceptible una parte infinitesimal del mundo que nos rodea. En lo cercano, vale aclararlo, es donde acontecen los grandes agonismos y antagonismos, se visualizan las distintas actitudes sobre el sentido de la vida y se desarrolla el pensamiento crítico.

Me encuentro en plena lectura del libro “La era del enfrentamiento”, de Christian Salmon (imagen), gracias a la sugerencia de Lidia Ferrari. El autor nos alerta sobre las capacidades de colonización de un nuevo Imperio que no necesita anexar territorios, que todo lo sabe, lo conoce y lo calcula. Las pulsiones, los sueños, los deseos, los proyectos, las costumbres, los grupos, los comportamientos a la hora de comprar, los gustos, las preferencias sexuales, los habitus. Todo es objeto de cálculos. Heidegger distinguía entre el «pensamiento calculador» y el «pensamiento del ser». Con las temibles GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft) y la automatización del tratamiento de los datos a gran escala, también llamada inteligencia artificial, el primero ha tomado la delantera. El pensamiento calculador ha penetrado, uno tras otro, en todos los ámbitos de actividad, empezando por el de la política. La política incluye, por definición, lo común, también lo más cercano como la familia y, por supuesto, la intimidad de la pareja. Si el Imperio lo conoce todo, como explica el autor y nosotros no podemos siquiera encontrar el sentido de la vida y el horizonte de proyección del Ser, la relación de fuerzas no puede ser más despareja. Si la palabra, el sentir y el pensar nos alertan sobre nuestra situación de módicos sujetos de una época, algo disruptivo, aunque mínimo, puede crecer desde lo más cercano y lo que aún sabemos y podemos amar.