Por Eduardo Luis Aguirre
La pandemia, como acontecimiento, pudo y puede observarse desde una enorme disimilitud de perspectivas. Una de ellas, quizás no demasiado atendida, fue (y es) su decisiva capacidad de intervención en el tiempo y en la vida cotidiana de los sujetos.
Los que lograron superarla, en general, experimentan la sensación de que parte de su tiempo vital les ha sido escamoteado. Y actúan con afán recuperatorio del tiempo perdido de disímiles formas, redoblando las velocidades, los acentos, los énfasis, los ánimos, las nuevas formas de reabrirse a un contexto desconocido que lateraliza el vínculo ancestral con los “extraños”. Las estrategias de cuidado nos han hecho comprender, con los matices que podamos imaginar, que nos prodigábamos una atención especial con los “nuestros”. ¿Pero qué pasaba con los otros? ¿Cómo íbamos reconfigurando la noción del vínculo con el paso del tiempo respecto de aquellos con los que en términos cotidianos coincidíamos en una vida en común? ¿Se afectó esa idea de comunidad a partir de un nuevo sujeto social recluido, conminado a la protección de los más próximos? ¿Qué ocurrió con nuestra sensibilidad hacia lo común, como se lo pregunta la filósofa Marina Garcés?
Y la pregunta es crucial, porque la pandemia tuvo la capacidad que también tuvieron el resto de las grandes epidemias históricas. A las consecuencias de la enfermedad, de por sí devastadoras, se sumaron las desigualdades socio económicas, las angustias existenciales, las crisis de los estados, la violencia al interior de los espacios de aislamiento, la disrupción de las instituciones, la pérdida del sentido de lo común, la frustración colectiva, la desconfianza en las autoridades políticas y en la política misma, la ruptura de los límites del lenguaje y las retóricas consensuadas y de un sentido común y una cosmovisión con un registro mínimo de respeto colectivo ¿Esa conjugación, ese debilitamiento de lo comunitario, del extraño como un semejante, un par o simplemente un otro en tanto otro produjo una exacerbación de un individualismo feroz, nihilista, que reproducía en cierta manera el prieto número de convivientes al interior de sus espacios durante la emergencia? ¿Qué fue lo del afuera que comenzó a verse diferente, o a no verse, desde el reacomodamiento de la vida cotidiana? ¿Queremos realmente volver a la vida anterior, como también se pregunta la filósofa?
Tal vez no. Tal vez el día después permeó la amorosidad de lo común y aceleró y profundizó las ideologías más violentas e intolerantes, despejó las pulsiones de las vindictas por la incautación de nuestro tiempo catalizada por un duro y obligatorio encierro, mientras el planeta dio muestras acabadas de su agotamiento y tal vez así se legitimaron ideologías que propugnan el encono y el aniquilamiento. Esto último no es una afirmación. Encierra un interrogante. Tal vez el más significativo que pueda introducir en esta especulación.
Quiero recordar que en plena pandemia escribimos a cuatro manos con Liliana Ottaviano “Escritos urgentes desde la pandemia”. En aquel libro de 2020 que hoy parece tan lejano en el tiempo dábamos cuenta de los libertarios, los antivacunas y la irrupción del neoliberalismo más brutal en las calles. También nos preguntábamos sobre las consecuencias de lo que vendría. Hoy puedo acotar ese interrogante a la incidencia de la pandemia en el tiempo y las vidas cotidianas. Dos años de encierro, de postergaciones, de incertidumbres y duelos impedían la expectativa razonable de la llegada de una “nueva normalidad”. A menos que pensáramos que la misma era esta nueva cultura donde el presente continuo se ha catalizado y la tabicación de los espacios nos retrajo sobre nosotros mismos, nos distanció de las experiencias colectivas y nos desprendió definitivamente de las utopías comunes. Si la epidemia reprodujo los sentimientos múltiples y complejos de las grandes pestes que la antecedieron, estaríamos en este momento ubicados en un limbo difícil de descifrar, en un territorio de incógnita direccionalidad. El historiador Enrique Ruiz Domenec sostiene que después de cada una de las cinco grandes epidemias sobrevinieron grandes saltos en la humanidad. Voy a reiterar uno de los ejemplos que utiliza para intentar clarificar la conjetura. Después de la peste negra, por ejemplo, sobrevino el Renacimiento. Pero lo cierto es que para que se llegara a esa etapa debieron transcurrir décadas, a veces siglos. Pero mientras tanto, la depresión, la angustia y el descreimiento colectivo parecen haber sido las sensaciones mayoritarias. Ni Dios, ni la iglesia, ni los gobernantes estaban a salvo de nuevas y osadas imprecaciones y agravios. De nuevas maldiciones y un crujir anárquico de los ordenamientos sociales anteriores a la catástrofe. Lo que antes estaba vedado fue desbordado por las iras entrecruzadas.
Quizás después de nuestra pandemia, de la que fuimos testigos y víctimas epocales, algo similar se abatió rápidamente sobre las sociedades a las cuales el capitalismo había saturado de privaciones y privado de la ilusión de un futuro. Un presente continuo se extendió después de la reapertura de la vida en común y esta dejó de serlo, al menos en la forma en que antes la asumíamos. Si eso ocurrió de esa manera, se articulaban las condiciones objetivas post- pandémicas y la sufriente y furibunda subjetividad de los humanos que dejaban las cavernas con la desconfianza y el descreimiento a flor de piel. Motivos le sobraban. Esas motivaciones rápidamente pudieron modelar una ideología procaz, individualista, feroz. Una nueva e irreductible teología política. Si los sistemas de creencias anteriores, incluida la política y lo político habían demostrado su imposibilidad para realizar al hombre del neoliberalismo, éste fabricó en poco tiempo una ideología presidida por la idea de acción, por la febril utopía de lo individual, por el desprecio de lo colectivo. No debió haberle costado demasiado. La exaltación de las nuevas derechas había comenzado antes de la pandemia. Subirse al último vagón del tren de lo que, con dudosa precisión, llamamos "odio" dependía de una decisión personal e inmediata. De una resolución sin mediaciones. La consecuencia fue el fortalecimiento de una mirada distinta del mundo. De una nueva ideología que drenaba hacia la derecha invocando, paradójicamente, derechos y libertades. Este parece ser el cuadro actual de situación. Y, tal vez, entonces, para un nuevo renacimiento de lo mejor de lo humano, deberemos esperar nuevamente década, quizás siglos.