Por Eduardo Luis Aguirre
"La única sede del ejercicio del poder es el pueblo" (Enrique Dussel).
El avance imparable del capital, su capacidad para colonizar las almas y las consecuencias del dominio de la técnica generan la sensación generalizada de que todo está perdido y nadie puede ponerle fin a una odisea acelerada de siete siglos de disciplinamiento y control. Sin embargo, frente a la debacle, la incertidumbre, el miedo y un clima de derrota colectiva se levanta una espesa memoria histórica que hace a la esencia misma de la humanidad. No se conoce su consistencia ni es posible adivinar su potencialidad contentora. Lo que sí intuimos es que esa memoria remite a algo que está más allá de lo reciente. Es el pasado profundo que retorna con un formato nebuloso y total. Vuelve lo común, la ancestralidad del amparo frente al desastre. Retorna una ontología del ser diferente. Lo hace frente a la inminencia del riesgo de la destrucción total y definitiva. Desafiando las alianzas macabras, las guerras, las corporaciones y el consumo. No sabemos cuándo llegará, pero está regresando como réplica, avanzando como respuesta a la sinrazón. Serán, quizás, tiempos escatológicos, los últimos, austeros, humanitarios y fraternos que siempre se habrán de contraponer al individualismo que contraría la esencia de una convivencia moldeada por milenios de solidario refugio. Ese que auspicia los espacios generosos de amparo donde pensarse como especie. Con su envolvente presencia dotará de un sentido superador la experiencia existencial, habilitando a los seres humanos la posibilidad de reconocerse y pensarse de otra manera y deshacerse del no necesario ni legítimo derecho de posesión y de conquista.