Por Eduardo Luis Aguirre

La pandemia ha empujado definitivamente a la superficie del sistema mundo una realidad axiomática. Y lo ha hecho con la mayor y más terrible letalidad en más de 500 años. El capitalismo en su fase neoliberal se encuentra en absoluta imposibilidad de cumplir siquiera parcialmente sus postulados liberales enunciados durante la Revolución Francesa.

 Todos sabemos que este modelo de acumulación brutal que ha enfrentado a la dictadura de la tasa de ganancia con la naturaleza ya ni siquiera se plantea la vigencia de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Es más, los ha abandonado hace ya  mucho tiempo. Como contrapartida, impera en todo el mundo un estado de excepción, donde los derechos han retrocedido de manera impensada y ha avanzado la una multitud de nuda vidas que habitan por miles de millones el campo del no ser. Hay una cantidad de condiciones extremas donde la naturaleza, es decir, la tierra, no tiene capacidad de reciclar los efectos negativos de la irracionalidad de la modernidad, dice Enrique Dussel (1).

Es paradójico: después de someter a un proceso de destrucción acelerado a la naturaleza, los países ni siquiera renuncian a la retórica de la violencia. Ahora le declaran la "guerra" al virus. La misma lógica de los cruzados, del ego conqueror, de los genocidas.

La preocupación heideggeriana respecto de la técnica como un peligro para el Ser del hombre se ha convertido en una pesadilla actual y tangible que nos interpela desde la propia devastación. Lidia Ferrari recuerda una frase del Papa Francisco: “Dios siempre perdona, a veces nosotros, la naturaleza nunca. No sé si esta crisis es la venganza de la naturaleza, pero ciertamente es su respuesta”.

La preocupación crece con abstracción de la evolución de las tasas de contagio del COVID-19. Los estados siguen ideando una superación de la crisis a partir de los paradigmas convencionales del capital. Ni siquiera las expresiones más populares y progresistas (o lo que queda de ellas) se plantean una reconstrucción futura partiendo de una nueva perspectiva sobre la naturaleza, sobre los otros y sobre los “no-otros”, como describe Grosfoguel para describir a las grandes masas anónimas sin estatuto ni derecho alguno que los asista.

Las experiencias emancipatorias que durante la primera década del tercer milenio fueron hegemónicos en nuestra región tampoco visibilizaron la hondura y la urgencia de la necesidad de preservar la casa común. La idea del buen vivir (sumak Kawsay o sumak qamaña), la armonía y el equilibrio entre el hombre y la naturaleza (el Pacha Kuti) fueron sustituidos por sistemas extractivos capaces de destruir en poco tiempo cualquier relación amigable, amorosa, entre la humanidad y el planeta.

Los experimentos agrícolas, forestales, mineros, industriales, biológicos, genéticos y nucleares pensados únicamente en clave de maximización de las ganancias vienen acelerando su influencia fatal desde hace años en todo el planeta. Ahora vemos, a través de imágenes horrendas, que el planeta responde. La derecha solamente atina a minimizar los efectos cuantitativos de la peste y a clamar por la vuelta inmediata al viejo orden. Ahora resta por ver qué tienen para decir los sectores populares en esta encrucijada atroz. O se suman a la avanzada que termine de destruir lo que queda del planeta, o tratan de llegar a un puerto seguro y desde allí emprende un rumbo donde lo común asume una importancia decisiva. En esa disyuntiva, me parece, se encuentra una Argentina exhausta sometida sacudida primero por la exacción neoliberal y luego por el coronavirus.



https://www.youtube.com/watch?v=6mZObvgGNiQ