Por Eduardo Luis Aguirre

La literatura es una actividad que responde a una multiplicidad de motivaciones que nunca alcanzarán a ser enunciadas por nuestra vocación totalizante. Es una pulsión de vida, un intersticio exquisito de soledad que nos permite jugar tan armónicamente como nos resulte posible con las palabras, un ejercicio de arqueología del lenguaje, un intento de comunicarnos con nuestros semejantes desde la pausa prolífica de la imaginación, un esfuerzo insular y denodado dispuesto a asumir la utopía de la transformación de la realidad, un reencuentro cotidiano y frontal con lo mejor de cada uno, un desafío apasionante del pensamiento.En definitiva, un testimonio de compromiso con el tiempo que nos toca vivir. Los escritores disfrutamos con cada una de esas posibilidades. Aunque sabemos que no son  tiempos sencillos para consolidar estos paréntesis para quien elige la escritura como vehículo existencial y profundamente humanista. Sabemos que habitamos un mundo dominado por la fugacidad, por la compulsión incontenible de la obtención de satisfacciones hedonistas y materiales inmediatas, por el individualismo, por un profundo vacío espiritual y una angustia que intenta soslayarse mediante la acumulación de objetos y las visitas turísticas epidérmicas, por una banalización del presente y del pensamiento, por la erosión de los vínculos y de lo comunitario. Por el augurio fatal de que no hay futuro.

Sartre ensayaba con su prosa rotunda una suerte de piadosa arenga para todos: “No nos haremos eternos corriendo tras la inmortalidad; no seremos absolutos por haber reflejado en nuestras obras algunos principios descarnados, lo suficientemente vacíos y nulos para pasar de un siglo a otro, sino por haber combatido apasionadamente en nuestra época, por haberla amado con pasión y haber aceptado morir totalmente con ella” (1).

Escribir es un acto de entrega. Quien escribe acude al encuentro de un otro imaginario. Acude a él sin condiciones ni prejuicios. Intenta colarse en el universo infinito de singularidades e intereses que apenas intuye, que en realidad solamente conjetura. Por eso es tan difícil mancomunar la especulación respecto de qué escribimos con el territorio vedado del para quién escribimos. Escribimos como somos. La literatura expresa una faceta íntima que no siempre se conjuga con el lenguaje hablado. Siempre me llamo la atención que grandes oradores capitulen a la hora de escribir. También, que excelentes escritores naufraguen a la hora de expresarse en público. Es que hay allí algo del orden de lo humanamente esperable. Sensibilidades distintas respecto de la palabra. Eso me hace pensar, en el caso de los escritores, que en épocas de devaluación de la palabra y de profunda convulsión colectiva su aporte se torna imprescindible. Porque hay una acción comunicativa yacente, vacante.

Un amigo me dice que, en términos de sobrellevar las lógicas de la realpolitik,  prefiere a los filósofos en su versión poética. Paradojas de lo incierto, yo creo, por el contrario, que necesitamos que los escritores encarnen en miles de filósofos. Con esta aclaración necesaria: la filosofía no refiere a un “amor al conocimiento”, como nos enseñaron, sino a un sujeto que ha encontrado su cultura. Hace muchos años leí que el primer atisbo de construcción cultural del ser humano consistió en cortar una rama para defenderse de un ataque. El escritor hace pie allí. En la materialidad de su propio suelo, de su propia cultura. Es, como todos, un sujeto arrojado a la realidad, que cuenta con la posibilidad y las herramientas de encontrar palabras para transformarla, después de reconocerla y describirla. Sabiendo, incluso, que toda descripción implica un intento siempre imperfecto de aproximación a un objeto de conocimiento. Sobre todo si ese objeto, nuestra abismal realidad, está atravesado por los tiempos sin precedentes de la pandemia, de los que hay que dejar inexorables testimonios. Por eso estos tiempos dramáticos son los tiempos de la escritura.

(1) “¿Qué es la literatura?", Editorial Losada, Buenos Aires, 1950, p´. 13.